Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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– No. No vi a nadie. Simplemente pasaba en coche por la calle. No había nadie a excepción de ella, y ni siquiera la habría visto si no hubiera sido porque la blancura del brazo o de la mano… me llamó la atención. Eso es todo.

– ¿Iba solo en el coche?

– Sí. Claro que iba solo. Vivo solo. Un poco más arriba en esta misma calle.

Leach se preguntó por qué le estaba dando tanta información.

– ¿De dónde venía, señor Pitchley? -le preguntó.

– De South Kensington. Estaba… cenando con una amiga.

– ¿Cómo se llama esa amiga?

– ¿Me está acusando de algo? -Pitchley parecía más bien aturdido que preocupado-. Porque si el hecho de llamar a la policía cuando uno encuentra un cadáver es motivo de sospecha, entonces solicito la presencia de mi abogado… ¡Eh! ¿Podría apartarse de mi coche, por favor? -Eso último se lo dijo a un policía moreno que formaba parte del equipo encargado de buscar huellas dactilares.

Más policías empezaron a peinar la zona alrededor de Pitchley y Leach, y de entre todo ese grupo apareció una mujer policía que sostenía un bolso con las manos enfundadas en unos guantes de látex. Se encaminó hacia Leach, y éste se puso sus propios guantes y, después de pedirle a Pitchley que diera su nombre y dirección al policía que custodiaba el coche, se alejó. Se reunió con la mujer policía en medio de la calle y le cogió el bolso de las manos.

– ¿Dónde estaba?

– Unos diez metros más allá. Debajo de un Montego. Las llaves y la cartera están dentro. También está el carné de identidad y el de conducir.

– ¿Es de aquí?

– De Henley-on-Thames -respondió la agente de policía.

Leach abrió la cremallera del bolso, buscó las llaves y se las entregó a la mujer policía.

– Compruebe si son de alguno de los coches aparcados por aquí -le ordenó, y mientras ella se alejaba para hacerlo, él sacó la cartera y la abrió para buscar el carné de identidad.

En un principio leyó el nombre sin relacionarlo con nada. Más tarde se preguntó cómo había sido capaz de no reconocerlo al instante. Pero la verdad es que se sentía como un zurullo aplastado de caballo, y hasta que no leyó el carné de donante de órganos y su nombre escrito en el talonario no se dio cuenta de quién era en realidad.

Apartó la mirada del bolso y la dirigió hacia el cuerpo aplastado que yacía en medio de la calle como si fuera un desecho. Y mientras empezaba a temblar, exclamó:

– ¡Dios, Eugenie! ¡Santo Cielo, Eugenie!

En el otro extremo de la ciudad, la agente Barbara Havers cantaba junto con sus compañeros y se preguntaba cuántas estrofas más de «porque es un chico excelente» tendría que soportar antes de poder escapar. No estaba preocupada por la hora. Cierto, la una de la mañana significaba que ya no podría hacer su cura de sueño, pero teniendo en cuenta que aunque hiciera de Bella Durmiente su aspecto general tampoco iba a mejorar tanto, sabía y aceptaba que si conseguía dormir cuatro horas, sería muy afortunada. Más bien estaba preocupada por el motivo de la fiesta, ya que no entendía por qué ella y sus compañeros de New Scotland Yard llevaban más de cinco horas en una casa abarrotada y calurosa de Stamford Brook.

Sabía que veinticinco años de matrimonio era algo que merecía ser celebrado. Podía contar con los dedos de una mano las parejas que conocía que habían conseguido esa gesta de longevidad conyugal, y ni siquiera tendría que usar el dedo pulgar. Pero había algo en esa pareja en particular que no le acababa de cuadrar, y desde el primer momento que entró en esa sala -papel crep amarillo y globos verdes intentaban por todos los medios ocultar cierto mal gusto que tenía mucho más que ver con la indiferencia que con la pobreza- había sido incapaz de desprenderse de la sensación de que los invitados de honor y demás personas allí reunidas formaban parte de un drama doméstico en el que a ella -Barbara Havers-no le habían asignado ningún papel.

Al principio se dijo a sí misma que esa sensación de desconexión era debida a que estaba de fiesta con sus superiores: uno de ellos le había salvado el cuello de la horca hacía casi tres meses, y otro había estado dispuesto a tirar de la cuerda. Después pensó que esa incomodidad era motivada por el hecho de haber ido a la fiesta en su estado normal -es decir, sola-mientras que todo el mundo había llevado acompañante, incluido Winston Nkata , su compañero y agente favorito, que se hacía acompañar de su madre, una mujer imponente que medía metro ochenta y cinco y que iba vestida con los colores caribeños de su tierra natal. Por último, decidió que ese malestar era producido por el hecho de celebrar el matrimonio de otros. «Soy una vaca celosa. Eso es lo que soy», se dijo Barbara a sí misma no sin cierto enojo.

Pero ni siquiera esa explicación podría resistir un examen demasiado profundo, porque en circunstancias normales Barbara no era una persona muy dada a sentir envidia. Era verdad que a su alrededor veía un montón de razones para sentir esa ineficaz emoción. Se encontraba entre una multitud de parejas que no paraban de hablar -maridos con sus mujeres, padres con sus hijos, amantes con sus compañeros- mientras que ella no tenía ni marido ni compañero ni hijos; además, no había ni una sola perspectiva en el horizonte que indicara que esa situación iba a cambiar. Pero después de haberse dedicado a inspeccionar todo lo que había en el bufé libre en busca de alguna distracción comestible, tal y como hacía siempre que tenía ese estado de ánimo, se enardeció pensando en la libertad que le aportaba su condición de persona soltera y desechó cualquier emoción perturbadora que amenazara con arruinarle la tranquilidad de espíritu.

Con todo, no se sentía lo alegre que sabía que debería sentirse en una fiesta de aniversario, y cuando los invitados de honor asieron, con las manos estrechadas, un cuchillo descomunal y empezaron a atacar un pastel que estaba decorado con rosas, hiedra, corazones entrelazados, y las palabras FELICES BODAS DE PLATA, MALCOLM & FRANCES, Barbara empezó a mirar de reojo a la multitud para ver si había alguien, aparte de ella, que estuviera prestando más atención al reloj que a los momentos finales de la celebración. No vio a nadie. Todo el mundo sin excepción tenía la mirada puesta en el comisario jefe Malcolm Webberly y en la mujer que llevaba veinticinco años enamorada de él, la formidable Frances.

Esa noche fue la primera vez que Barbara vio a la mujer del comisario jefe Webberly y, mientras observaba cómo la mujer ponía un tenedor con un trozo de pastel en la boca de su esposo y cómo ella aceptaba gustosamente el que le ofrecía su marido, Barbara cayó en la cuenta de que había pasado la noche entera evitando pensar en Frances Webberly. Las había presentado Miranda, la hija de Webberly en su papel de anfitriona, y habían mantenido el tipo de conversación educada que siempre se tiene con la esposa de un compañero de trabajo: «¿Cuántos años hace que conoce a Malcolm? ¿Le parece difícil trabajar en un ambiente en el que hay tantos hombres con los que luchar? ¿Qué le hizo entrar en el Departamento de Homicidios?». Aun así, a lo largo de toda esa conversación, Barbara se había muerto de ganas de escapar de Frances, a pesar de que la mujer le había hablado con amabilidad y de que la había mirado dulcemente con sus ojos de caracol.

Barbara llegó a la conclusión de que quizá fuera por eso. Tal vez el origen de su intranquilidad estuviera en los ojos de Frances Webberly y en lo que se escondía tras ellos: emoción, preocupación, la sensación de que algo no era como debía ser.

No obstante, Barbara era incapaz de saber qué era. Por lo tanto, dedicó sus energías a lo que esperaba con ahínco que fueran los últimos momentos de la celebración, y aplaudió con el resto de invitados mientras cantaban… «y siempre lo será».

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