Elizabeth George - El Refugio

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El científico forense Simon Saint James y su esposa, Deborah, viajan hasta la isla de Guernsey para resolver un caso. Una vieja amiga de Deborah, China River, esta acusada del asesinato de Guy Brouard, uno de los habitantes más ricos de la isla, así como su principal benefactor. Tras haber sido víctima de los nazis en su infancia, Brouard aparece muerto justo cuando planeaba la construcción de un museo en honor de la resistencia a la ocupación alemana de la isla. Pocas son las pruebas que parecen apuntar a China, cuya inocencia tratarán de demostrar Simon y su mujer. Pero si China no es la culpable, ¿quién cometió el crimen?

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Adrián Brouard no era estúpido. Miró a Saint James.

– ¿Tiene algo que ver con su muerte?

– No sé cómo, cielo -dijo Ruth. Se acercó a su sobrino y miró el cuadro-. Lo tenía Paul, así que no veo cómo China Ri-ver pudo saber de su existencia. Y aunque lo supiera (si tu padre se lo contó por algún motivo), bueno, sólo tiene un valor sentimental, en realidad, el último vestigio de nuestra familia. Habría representado una promesa que me hizo cuando éramos pequeños, cuando nos marchamos de Francia; una forma de recuperar lo que los dos sabíamos que en realidad nunca podríamos reemplazar. Aparte de eso, es un cuadro bonito, ¿verdad?; pero ya está. Sólo es un cuadro viejo. ¿Qué podría significar para otra persona?

Por supuesto, pensó Saint James, pronto conocería la respuesta a su pregunta y, si no era por cualquier otro motivo, sería porque Kevin Duffy se lo diría. Si no ese mismo día, en algún otro momento entraría en la casa y allí estaría, en el gran vestíbulo de piedra o en el salón de desayuno, en la galería o en el estudio de Guy Brouard. Lo vería y tendría que hablar… a no ser que supiera por Ruth que este lienzo frágil tan sólo era un recuerdo de una época y un pueblo que la guerra había destruido.

Saint James se dio cuenta de que el cuadro estaría a salvo con ella, tan a salvo como lo había estado durante generaciones, cuando sólo era la señora hermosa con el libro y la pluma, pasado de padres a hijos y luego robado por un ejército de ocupación. Ahora pertenecía a Ruth. Al haberlo recibido tras el asesinato de su hermano, no se regía por los términos de su testamento ni por ningún acuerdo que hubieran alcanzado ellos dos antes de la muerte de Guy Brouard. Por lo tanto, podía hacer con él lo que quisiera, cuando quisiera, siempre que Saint James tuviera la boca cerrada.

Le Gallez conocía la existencia del cuadro, pero ¿qué sabía en realidad? Simplemente que China River había querido robar una obra de arte de la colección de Brouard; nada más. Qué era el cuadro, quién era el artista, de dónde había salido el lienzo, cómo se había llevado a cabo el robo… Saint James era la única persona que lo sabía todo. Tenía el poder de hacer lo que quisiera.

– En la familia, un padre siempre se lo daba a su hijo mayor. Seguramente era la forma como un chico pasaba de vastago a patriarca. ¿Te gustaría tenerlo, cariño?

Adrián negó con la cabeza.

– Dentro de un tiempo, tal vez -le dijo-. Pero por ahora no. Papá querría que lo tuvieras tú.

Ruth tocó el lienzo con cariño, el primer plano donde el vestido de santa Bárbara caía como una cascada en perpetua suspensión. Detrás de ella, los picapedreros extraían y colocaban sus grandes bloques de granito en la eternidad. Ruth sonrió al contemplar la cara plácida de la santa y murmuró:

Merci, mon frére. Merci. Tu as tenu cent fois la promes-se que tu avais fait a Maman. -Entonces salió de su ensimismamiento y centró su atención en Saint James-. Quería verla una vez más. ¿Por qué?

La respuesta, al fin y al cabo, era muy sencilla.

– Porque es preciosa -le dijo- y quería despedirme.

Entonces, se marchó. Fueron con él hasta las escaleras. Les dijo que no hacía falta que le acompañaran, pues conocía la salida. Sin embargo, bajaron con él un tramo de escaleras; pero allí se detuvieron. Ruth comentó que quería ir a su habitación a descansar. Cada día se sentía más y más débil.

Adrián dijo que la ayudaría a meterse en la cama.

– Cógete de mi brazo, tía Ruth -le dijo.

Deborah estaba esperando la última visita del neurólogo que había estado supervisando su recuperación. Era el obstáculo final que había que salvar antes de que ella y Simón pudieran marcharse a Inglaterra. Ya se había vestido previendo la aprobación del médico. Se había sentado en una incómoda silla escandinava junto a la cama y, para asegurarse de que su deseo quedaba claro, incluso había quitado las sábanas y mantas del colchón para el próximo paciente.

Cada día oía mejor. Una enfermera le había quitado los puntos de la mandíbula. Los moratones se le estaban curando, y los cortes y arañazos de la cara estaban desapareciendo. Las heridas internas iban a necesitar más tiempo para sanar. De momento había evitado el dolor, pero sabía que estaba por venir un día de juicios internos.

Cuando se abrió la puerta, esperaba al médico y medio se levantó para saludarle. Sin embargo, fue Cherokee River quien entró.

– Quise venir enseguida, pero tenía… tenía que ocuparme de muchas cosas. Y luego, cuando ya no tenía que ocuparme de tanto, no sabía cómo enfrentarme a ti ni qué decirte. Sigo sin saberlo. Sin embargo, tenía que venir. Me voy dentro de un par de horas.

Deborah alargó la mano hacia él, pero Cherokee no la cogió. La dejó caer y dijo:

– Lo siento mucho.

– Me la llevo a casa -dijo-. Mamá quería venir a ayudar, pero le dije… -Soltó una carcajada compungida que principalmente encerraba dolor. Se pasó la mano por el pelo rizado-. No habría querido que mamá estuviera aquí. Nunca quiso que mamá estuviera cerca de ella. Además, no tendría sentido que hubiera venido: volar hasta aquí para dar la vuelta y luego regresar. Pero quería venir. Estaba hecha un mar de lágrimas. No habían hablado desde hacía… No sé. ¿Un año, quizá? ¿Dos? A China no le gustaba… No sé. No estoy seguro de qué no le gustaba a China.

Deborah le instó a sentarse en la silla baja e incómoda.

– No, siéntate tú.

– Me sentaré en la cama -dijo ella. Se apoyó en el borde del colchón desnudo, y cuando se hubo sentado, Cherokee ocupó la silla. Se colocó en el borde con los codos en las rodillas. Deborah esperó a que hablara. Ella misma no sabía qué decir más allá de expresar su pesar por lo que había ocurrido.

– No entiendo nada -dijo Cherokee-. Aún no puedo creer… No había ninguna razón. Pero lo tendría planeado desde el principio. Sólo que no entiendo por qué.

– China sabía que tenías el aceite de adormidera.

– Para el desfase horario. No sabía qué pasaría, si podríamos dormir o no cuando llegáramos aquí. No sabía…, ya sabes…, cuánto tiempo tardaríamos en acostumbrarnos al cambio de hora o si llegaríamos a acostumbrarnos. Así que compré el aceite en Estados Unidos y me lo traje. Le dije que podríamos utilizarlo los dos si lo necesitábamos. Pero no lo utilicé.

– ¿Así que olvidaste que lo tenías?

– No me olvidé. Simplemente no pensé en ello: si aún lo tenía o no, si se lo había dado a ella o no. Simplemente no pensé. -Había estado mirándose los zapatos, pero ahora levantó la cabeza y dijo-: Cuando lo utilizó para Guy, olvidaría que el frasco era mío. No caería en que tendría mis huellas.

Deborah apartó la mirada. Vio que había un hilo suelto en el borde del colchón y se lo enrolló con fuerza en el dedo. La uña se le oscureció.

– Las huellas de China no estaban en el frasco. Sólo estaban las tuyas -dijo Deborah.

– Ya, pero seguro que hay alguna explicación: la forma de cogerlo, por ejemplo, o algo así. -Había tanta esperanza en su voz, que Deborah sólo pudo mirarle. No tenía las palabras para contestarle, y al no decir nada, el silencio aumentó. Escuchó la respiración de Cherokee y, luego, unas voces en el pasillo del hospital. Alguien discutía con un miembro del personal, un hombre que exigía una habitación individual para su mujer. Era “Dios mío, una maldita trabajadora de este puto lugar”. Merecía una consideración especial, ¿no?

Al fin, Cherokee habló con la voz quebrada.

– ¿Por qué?

Deborah se preguntó si encontraría las palabras para contárselo. Le parecía que los hermanos River siempre se habían ayudado mutuamente, pero no existía la posibilidad de equilibrar las cosas cuando se trataba de crímenes cometidos y dolor sufrido, y nunca existiría.

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