Deborah pensó en aquello. Recordó lo que Cherokee le había dicho la primera noche que había acudido a ellos en Londres.
– No querías venir a Guernsey con él, al principio no -le dijo.
– No hasta que decidí que podía utilizar el viaje para hacérselo pagar -reconoció China-. No estaba segura de cuándo ni cómo, pero sabía que en algún momento surgiría algo. Imaginé que sería droga en la maleta cuando pasáramos por la aduana. Teníamos pensado ir a Ámsterdam, así que la compraría allí. Habría estado bien. No era infalible, pero era una posibilidad clara. O tal vez un arma, o explosivos en el equipaje de mano, u otra cosa. La cuestión es que no me importaba qué fuera. Sólo sabía que encontraría la manera si abría bien los ojos. Y cuando llegamos aquí a Le Reposoir y me enseñó…, bueno, lo que me enseñó… -Detrás de la linterna, China le ofreció una sonrisa fantasmal-. Ahí estaba -dijo-. Demasiado bueno para dejarlo escapar.
– ¿Cherokee te enseñó el cuadro?
– Ah -dijo China-. Así que habéis sido vosotros: tú y Simón, el marido perfecto, supongo. Dios mío, no, Debs. Cherokee no tenía ni idea de que transportaba ese cuadro. Yo tampoco; no hasta que Guy me lo enseñó. “Ven al estudio a tomar una copa antes de acostarte, guapa. Deja que te enseñe algo que seguro que te impresionará más que nada de lo que te he enseñado hasta ahora o dicho o hecho para intentar bajarte las bragas, porque eso es lo que hago yo y es lo que quieres tú y lo sé con sólo mirarte. Y aunque no quieras, no pierdo nada intentándolo, ¿no?, porque soy rico y tú no y los tipos ricos sólo tienen que ser ricos para conseguir lo que quieren de las mujeres y tú lo sabes, Debs, más que nadie, ¿verdad?” Sólo que esta vez no era por cincuenta dólares y una tabla de surf y el dinero no iría a parar a mi hermano. Era como matar mil pájaros de un tiro en lugar de dos. Así que me lo tiré justo aquí cuando me enseñó este lugar porque era lo que él quería, por eso me trajo aquí, por eso me dijo que era su amiga “especial”, el muy cabrón, por eso encendió la vela y dio una palmadita en el catre y me dijo: “¿Qué te parece mi escondite? Susúrramelo. Acércate. Déjame tocarte. Puedo hacerte vibrar y tú puedes hacerme vibrar y qué suave es la luz en nuestra piel, ¿verdad?, y brilla como el oro donde necesitamos tocarnos. Como aquí y aquí y, Dios mío, creo sinceramente que podrías ser la definitiva al fin, nena”. Así que lo hice con él, Deborah, y créeme, le gustó, igual que le gustaba a Matt, y aquí es donde guardé el cuadro cuando lo cogí la noche antes de matarle.
– Oh, Dios mío -dijo Deborah.
– Dios no tuvo nada que ver. Ni entonces, ni ahora. Ni nunca. En mi vida no. Quizá en la tuya sí, pero en la mía no. Y ¿sabes? No es justo. Nunca ha sido justo. Soy tan buena como tú y como cualquiera y merezco algo mejor que lo que me ha tocado.
– Entonces, ¿cogiste el cuadro? ¿Sabes lo que es?
– Leo los periódicos -dijo China-. No hay muchos en el sur de California, y en Santa Bárbara son peores. Pero ¿una gran historia? Sí. Las grandes historias sí las tratan.
– Pero ¿qué ibas a hacer con él?
– No lo sabía. Se me ocurrió después, en realidad. No formaba parte del plan, sólo era un extra. Sabía dónde estaba en el estudio. No se esforzó demasiado por esconderlo. Así que lo cogí. Lo guardé en el lugar especial de Guy. Ya iría a por él más tarde. Sabía que estaría a buen recaudo.
– Pero cualquiera podría haber entrado aquí y haberlo encontrado -dijo Deborah-. En cuanto entraran en el dolmen, sólo había que romper el candado si no sabían la combinación. Entrarían con una linterna y lo verían, habrían…
– ¿Cómo?
– Porque estaba a plena vista si pasabas detrás del altar. Era imposible no verlo.
– ¿Lo encontraste ahí?
– Yo no… Paul… El amigo de Guy Brouard… El chico…
– Ah -dijo China-. Entonces tengo que darle las gracias a él.
– ¿Por qué?
– Por dejar esto en su lugar. -China movió hacia la luz la mano que no sujetaba la linterna. Deborah vio que encerraba un objeto que tenía la forma de una pina pequeña. Se formuló la pregunta “¿Qué es?” justo en el momento en que su mente hacía la conexión para asimilar lo que sus ojos estaban viendo.
Fuera del dolmen, Le Gallez le dijo a Saint James:
– Le daré dos minutos más. Punto.
Saint James aún intentaba digerir el hecho de que fuera China River y no su hermano quien hubiera aparecido en el dolmen. Si bien le había dicho a Deborah que sabía que tenía que ser uno de los dos hermanos -porque era la única explicación razonable para todo lo que había pasado, desde el anillo en la playa hasta el frasco en el campo-, desde el principio había llegado a la conclusión de que sería el hermano. Y eso a pesar de que no había tenido la fortaleza moral para reconocer esa conclusión abiertamente, ni siquiera a sí mismo. No se trataba tan sólo de que el asesinato fuera un crimen que atribuía a los hombres más que a las mujeres. Era sobre todo porque a un nivel atávico quería que así fuera, quería quitarse de en medio a Cherokee River y lo había querido desde el momento en que el americano apareció en su puerta en Londres, tan afable y llamando a su mujer “Debs”.
No respondió enseguida a Le Gallez. Estaba demasiado absorto en intentar esquivar mentalmente su error y su deleznable debilidad personal.
– Saumarez -decía Le Gallez a su lado-, prepárate para actuar. Los otros…
– La sacará -dijo Saint James-. Son amigas. Escuchará a Deborah. La sacará. No hay otra alternativa.
– No estoy dispuesto a arriesgarme -dijo Le Gallez.
La granada de mano parecía antigua. Incluso desde el otro lado de la cámara, Deborah podía ver que el objeto estaba lleno de tierra y descolorido por el óxido. Parecía ser un artefacto de la segunda guerra mundial y, como tal, no creía que fuera peligroso. ¿Cómo podía explotar algo tan viejo?
China pareció leerle el pensamiento, porque dijo:
– Pero no estás segura, ¿verdad? Yo tampoco. Cuéntame cómo lo han averiguado todo, Debs.
– Averiguado, ¿qué?
– Lo mío. Esto. Aquí. Y contigo. No te tendrían aquí si no lo supieran. No tiene sentido.
– No lo sé. Ya te lo he dicho. He seguido a Simón. Estábamos cenando y ha aparecido la policía. Simón me ha dicho…
– No me mientas, ¿vale? Tuvieron que encontrar el frasco de aceite de adormidera o no habrían ido a por Cherokee. Se figuraron que él había dejado las otras pruebas para que pareciera que había sido yo, porque ¿por qué iba yo a dejar pruebas contra mí misma basándose en la creencia de que encontrarían el frasco? Así que lo encontraron. Pero después, ¿qué?
– No sé nada de ningún frasco -dijo Deborah-. No se nada de un aceite de adormidera.
– Venga, por favor. Sí que lo sabes. ¿La niñita de papá? Simón no va a esconderte nada importante. Así que dímelo, Debs.
– Ya te lo he dicho. No sé qué saben. Simón no me lo ha dicho. No me lo diría.
– ¿No confía en ti, entonces?
– Parece que no. -Reconocer aquello causó en Deborah el mismo efecto que un bofetón inesperado de un padre. Un frasco de aceite de adormidera. Simón no podía confiar en ella. Dijo-: Tenemos que irnos. Están esperando. Entrarán si no…
– No -dijo China.
– ¿No, qué?
– No voy a cumplir condena. No voy a someterme a ningún juicio, a lo que sea que hagan aquí. Voy a irme.
– No puedes… China, no hay adonde ir. No podrás salir de la isla. Seguramente ya habrán avisado para que… No podrás.
– Me has malinterpretado -dijo China-. Irse no es salir. Irse es irse. Tú y yo. Amigas hasta el final, por decirlo de algún modo. -Con cuidado, dejó la linterna a un lado y empezó a tirar de la anilla de la vieja granada. Murmuró-: No recuerdo cuánto tardan en estallar estas cosas, ¿y tú?
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