– Esperaba que fuera Cherokee -dijo Saint James a su mujer al oído. Dudó antes de admitir el resto-. Quería que fuera Cherokee.
Deborah volvió la cabeza para mirarle. Simón no sabía si podía escucharle sin hablarle al oído ni si podía leerle los labios, pero habló de todos modos mientras su mujer clavaba los ojos en los de él. Le debía ese grado preciso de confesión íntima.
– Me he preguntado una y otra vez si no va a reducirse siempre a eso -dijo.
Deborah le oyó o le leyó los labios. Daba igual.
– ¿Reducirse a qué? -dijo
– Yo contra ellos. Como estoy yo. Como están ellos. Lo que tú elegiste en contraposición a lo que podrías tener con otro.
Ella abrió mucho los ojos.
– ¿ Cherokee?
– Cualquiera. Ahí está él en nuestra puerta, un tipo al que ni siquiera conozco y que, sinceramente, no recuerdo que hayas mencionado en todos los años que hace que volviste de Estados Unidos, y te trata con confianza. Se toma confianzas. Es innegable que forma parte de esa época. Y yo no, ¿entiendes? Yo nunca formaré parte de esa época. Tengo eso en la cabeza y luego tengo el resto: un tipo guapo, con un cuerpo sano que viene a buscar a mi mujer para llevársela a Guernsey. Porque al final todo va a reducirse a eso, y lo veo, diga lo que diga sobre la embajada de Estados Unidos. Y sé que a partir de ahí puede pasar lo que sea. Pero es lo último que quiero reconocer.
Deborah examinó su rostro.
– ¿Cómo se te ocurre pensar que podría dejarte por quien sea, Simón? Amar a alguien no es eso.
– No eres tú -dijo-. Soy yo. La persona que tú eres… Tú nunca te has alejado de nada, y no lo harías porque no podrías hacerlo y seguir siendo la personas que eres. Pero yo veo el mundo a través de los ojos de alguien que sí se alejó, Deborah, más de una vez, y no sólo de ti. Así que para mí, el mundo es un lugar donde las personas se destrozan las unas a las otras continuamente, por egoísmo, avaricia, culpa, estupidez o, en mi caso, por miedo; un miedo aterrador. Eso es lo que me obsesiona cuando alguien como Cherokee River aparece en la puerta de mi casa. El miedo se apodera de mí, y todo lo que hago queda empañado por mis miedos. Quería que fuera el asesino porque sólo entonces podía estar seguro de ti.
– ¿De verdad crees que tiene tanta importancia, Simón?
– ¿Qué?
– Ya lo sabes.
Bajó la cabeza y se miró la mano, que cubría la de su mujer, porque si realmente estaba leyéndole los labios, tal vez no lo leyera todo.
– Ni siquiera pude llegar a ti fácilmente en el dolmen, cariño, tal como estoy. Por lo tanto, sí, creo que sí tiene tanta importancia.
– Pero sólo si sientes que necesito que me protejas. Y no lo necesito. Simón, dejé de tener siete años hace mucho tiempo.
Lo que hiciste por mí entonces… Ahora no lo necesito. Ni siquiera lo quiero. Sólo te quiero a ti.
Simón asimiló aquello e intentó hacérselo suyo. Él era mercancía dañada desde que ella tenía catorce años y había pasado una eternidad desde el día en que metió en cintura al grupo de niños que la acosaban en el colegio. Sabía que él y Debo-rah habían llegado a un punto en el que debía confiar en la fuerza que tenían juntos como marido y mujer. Simplemente no estaba seguro de si podría hacerlo.
Este momento para él era como cruzar una frontera. Veía el lugar por donde cruzar, pero no distinguía qué había al otro lado. Hacía falta un salto de fe para ser un pionero. No sabía de dónde nacía esa fe.
– Voy a tener que acostumbrarme a verte como una adulta, Deborah -dijo al fin-. Es lo máximo que puedo hacer ahora, y seguramente me equivocaré continuamente. ¿Podrás tener paciencia? ¿Tendrás paciencia?
Deborah giró la mano en la suya y cogió sus dedos.
– Es un comienzo -contestó-. Estoy contenta con un comienzo.
“Saint James fue a Le Reposoir tres días después de la explosión y encontró a Ruth Brouard con su sobrino. Estaban pasando por los establos, de regreso del prado lejano, donde Ruth había insistido en ver el dolmen. Sabía que estaba allí, en la propiedad, naturalmente, pero sólo lo conocía como “el viejo túmulo”. Que su hermano lo hubiera excavado, que hubiera encontrado la entrada, que lo hubiera amueblado y utilizado de escondite… Todo eso no lo sabía. Adrián tampoco, descubrió Saint James.
Oyeron la explosión a altas horas de la madrugada, pero no sabían a qué se debía o dónde había sido. Al despertarlos el estruendo, salieron corriendo de sus habitaciones y se encontraron en el pasillo. Ruth le reconoció a Saint James -con una risa avergonzada- que con la confusión del primer momento había pensado que el regreso de Adrián a Le Reposoir estaba directamente relacionado con aquel terrible ruido. Por intuición, supo que alguien había detonado una bomba en algún lugar, y relacionó este hecho con el deseo solícito de Adrián de que se comiera la cena que había visto que removía en la cocina la noche anterior. Pensó que quería que durmiera y que había añadido un poquito de algo en su comida para ayudarla a coger el sueño. Así que cuando la explosión hizo vibrar las ventanas de su cuarto y retumbó en toda la casa, no esperaba encontrar a su sobrino tropezándose en el pasillo en pijama y gritando algo sobre un accidente de avión, un escape de gas, terroristas árabes y el IRA.
Reconoció que pensaba que Adrián quería ocasionar daños a la finca. Si no podía heredarla, la destrozaría. Sin embargo, cambió de opinión cuando su sobrino se hizo cargo de los acontecimientos que se produjeron después: la policía, las ambulancias, los bomberos. No sabía cómo se las habría arreglado sin él.
– Se lo habría confiado todo a Kevin Duffy -dijo Ruth Brouard-. Pero Adrián dijo que no. Dijo: “No es de la familia. No sabemos qué está pasando y, hasta que lo sepamos, nos ocuparemos de lo que haga falta nosotros mismos”. Así que eso hicimos.
– ¿Por qué mató a mi padre? -le preguntó Adrián Brouard a Saint James.
Aquello los llevaba al cuadro, porque hasta donde había podido determinar Saint James, el cuadro era el objetivo de China River. Pero allí, junto a los establos, no era lugar para hablar de un lienzo robado del siglo XVII, así que preguntó si podían regresar a la casa y mantener la conversación cerca de la señora hermosa con el libro y la pluma. Había que tomar decisiones acerca de ese cuadro.
La pintura estaba arriba, en la galería, una sala que ocupaba prácticamente toda el ala este de la casa. Estaba revestida con paneles de nogal y decorada con la colección de óleos modernos de Guy Brouard. La señora hermosa parecía fuera de lugar entre ellos, sin enmarcar sobre una mesa donde había una vitrina con figuritas.
– ¿Qué es? -preguntó Adrián, cruzando hacia la mesa. Encendió una lámpara, y el resplandor iluminó la cabellera que caía copiosamente sobre los hombros de santa Bárbara-. No es precisamente la clase de obra que coleccionaría papá.
– Es la señora con la que comíamos -contestó Ruth-. En París estuvo siempre colgada en el comedor cuando éramos pequeños.
Adrián la miró.
– ¿En París? -Su voz era sombría-. Pero después de París… ¿De dónde ha salido, entonces?
– Tu padre lo encontró. Creo que quería darme una sorpresa.
– ¿Lo encontró? ¿Dónde? ¿Cómo?
– Imagino que nunca lo sabré. El señor Saint James y yo… Pensamos que debió de contratar a alguien. Desapareció durante la guerra, pero nunca lo olvidó. Y tampoco a ellos: la familia. Sólo teníamos una fotografía de ellos (la foto del Seder, la que está en el estudio de tu padre), y este cuadro también sale en la fotografía. Así que no pudo olvidarlo, supongo. Y si no podía encontrarlos a ellos, algo imposible, naturalmente, al menos podía encontrar nuestro cuadro. Así que eso hizo. Lo tenía Paul Fielder. Él me lo dio. Creo que Guy debió de decirle que me lo diera si… Bueno, si le pasaba algo a él antes que a mí.
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