Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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Los documentos privados de la señora Frizell habían estado a salvo durante semanas en la caja lacada, pero vacilé en dejarlos allí. Como la señora Hellstrom pensaba que Todd y Chrissie eran unos vecinos encantadores y serviciales, seguramente también les enseñaría a ellos el escondrijo, si se les ocurría pedírselo. Embutí la escritura y los bonos en mi bolso, coloqué todos los testimonios de gloria canina en el orden correcto, y volví a encajar cuidadosamente la tapa en su ranura. Sólo para acrecentar mi propia reputación de vecina encantadora y servicial, enjuagué los vasos del té y los dejé en el escurreplatos.

La señora Hellstrom estaba desherbando a gatas cuando salí de la cocina.

– ¿Ya has mirado todo lo que había, querida?

– Sí. No me extraña que su hijo esté tan amargado: todos sus recuerdos se refieren a sus perros. Ni siquiera conservó su fotografía del jardín de infancia. Pero no sabía que preparaba a los perros para exposiciones caninas.

– Pues vaya que sí -se sentó sobre sus talones y enjugó el sudor de su frente-. Supongo que por eso no me molestaban tanto como algunos de los otros perros de los alrededores. Recuerdo cuando ese jardín estaba impecable y tenía siete u ocho labradores allí, todos perfectamente atendidos. Sólo estos últimos años ha sido cuando ha empezado a no poder ocuparse de ellos como antes. Maia Tertz te lo puede decir. Solía comprarle perros a Hattie, para su familia. Todos sus hijos tienen labradores, descendientes de alguna de las que tuvo Hattie, sí, ya lo creo, y supongo que también sus nietos. No creo que gente joven como Chrissie pueda apreciar eso.

– A Chrissie parece que le gusta ayudar a la gente en otras cosas -aventuré-. He oído que es una experta financiera.

– Quizá, querida, quizá, pero el señor Hellstrom y yo preferimos tomar nuestras propias decisiones para invertir. No estamos como para perder lo poco que tenemos, así que no podemos permitirnos hacer caso de los grandes lanzamientos de ventas.

– He cogido una de las fotos de los perros. He pensado que le daría ánimos tenerla junto a su cama.

– ¿Pero cómo no se me ha ocurrido a mí? Es una estupenda idea. Estupenda. Y yo que siempre te tuve por una esnob… Lo siento, querida, se me ha escapado -sonrió con embarazo y volvió a ponerse a gatas para seguir arrancando invisibles malas hierbas entre los rosales.

Mientras subía por Racine hacia Belmont, me sentía como si tuviese unos rayos X en mi bolso indicando la presencia de los bonos. Iba nerviosa y pendiente de todo aquel que pareciese seguirme un poco de cerca. Llegaba un autobús justo cuando alcancé la esquina. Me subí para el medio kilómetro que me separaba del banco de Lake View, sólo por seguridad.

De vuelta en su fresco y húmedo recinto, alquilé un cofre personal. Alma me dejó utilizar su fotocopiadora para sacar copias de los bonos y del título. Hice dos juegos de copias. Uno de ellos lo doblé y lo metí en el bolsillo de mi chaqueta; el otro lo puse en un sobre dentro de mi bolso. Después de poner los originales en el cofre de seguridad, volví a la mesa de Alma. Terminó una llamada telefónica y me miró inquisitivamente. Su cálida sonrisa parecía haberse desgastado un poquito respecto a mí.

– Ya sabes cómo el Lake View se precia de ser un banco que ofrece un servicio completo. Me preguntaba si podrías guardarme esto -le tendí la llave del cofre.

Sacudió la cabeza, sin molestarse siquiera en sonreír.

– No puedo hacer eso, Vic. Va totalmente contra las normas del banco.

Me mordí un nudillo, esforzándome en pensar algo.

– ¿Podrías enviármela por correo?

Hizo una mueca.

– Supongo que sí. Si pones la dirección en el sobre y lo cierras tú misma.

Sacó un sobre de un cajón. Cogí yo misma un puñado de pañuelos de papel perfumados de la esquina de su mesa y envolví la llave en ellos. Dirigí el sobre a mi nombre a cargo de la propietaria de un bar que suelo frecuentar en el centro, el Golden Glow, y se lo tendí.

– Ahora tendrás que admitir que «somos un banco con servicio completo. Díselo a todos tus amigos -se rió alegremente y puso el sobre en una bandeja destinada al correo de salida.

– Lo haré, Alma; cuenta con mi voto.

Había visto un teléfono público en el sótano, junto al lavabo de señoras, en mi primera visita de la mañana. Bajé a llamar a Dorothy Fletcher, una corredora de bolsa que conozco.

– ¿Qué puedes decirme respecto a los bonos de Diamond Head? -le pregunté después de intercambiar algunas bromas.

– Nada. ¿Quieres que lo mire y que te llame?

– Hoy no estoy localizable. ¿Puedo esperar mientras lo miras?

Me advirtió que podía ser una espera larga, pero aceptó. Terminé examinando las paredes durante casi un cuarto de hora. Sylvia Wolfe bajó a los aseos e intercambiamos un saludo. Ninguna otra cosa perturbó la atmósfera sepulcral del sótano. Mientras se alargaban los minutos sentí no llevar un libro. Incluso hubiera agradecido una silla.

Dorothy volvió a ponerse cuando estaba contando las bombillas fundidas de la araña del sótano.

– Espero que no estés pensando en comprar bonos de esos, Vic. Se están vendiendo a diecinueve, sobre un valor nominal de cien dólares, claro. Puede parecer una ganga, pero no han satisfecho su pago de intereses de abril y nadie piensa que lo puedan hacer en octubre tampoco. Además no están asegurados.

– Ya veo. Gracias, Dorothy, me aguantaré las ganas.

Colgué y me masajeé las corvas, entumecidas de estar tanto tiempo de pie sin moverme. El Metropolitan había convencido a la señora Frizell de invertir su dinero en un montón de basura. Quizá era hora de hacerles una visita.

El banco de Lake View estaba justo frente al tren aéreo. En lugar de volver a casa a por el Impala, subí las desvencijadas escaleras y me dirigí al centro. El tren era uno de los antiguos modelos verdes, con las ventanillas abiertas para dispensar a sus pasajeros ráfagas de aire caliente. Esos anticuados vagones me hicieron sentir nostalgia de mi infancia, de los viajes al centro con Gabriella en el viejo Illinois Central, ella con guantes y un sombrero marinero plano con velo, y yo de rodillas junto a la ventana abierta, refiriendo con excitación el panorama que desfilaba. La maleza que bordeaba las vías solía albergar faisanes y conejos; una vez vi un mapache.

Ahora ya sólo había palomas y botellas rotas en los tejados. La única vida animal que divisé fue un hombre con barba de tres días tumbado junto a una de las chimeneas. Confié en que aún estuviera vivo.

Me bajé en Chicago y caminé rumbo al oeste, hacia la sede del U. S. Metropolitan. Siempre habían sido inconformistas, marginales a la corriente principal de las finanzas de Chicago: su ubicación a una milla al norte del Loop era sólo la manifestación física de serlo. Se habían construido sin embargo un edificio moderno hacía unos diez años, que rivalizaba en rutilante gloria con cualquiera de las obras arquitectónicas del oeste del Loop. Aunque sólo de diez pisos, ostentaba la misma piedra verde, las mismas ventanas convexas de cristales ahumados y las mismas incrustaciones de latón que las torres más modernas de la parte sur.

Los propietarios habían sido perspicaces al apostar que allí tendría lugar el crecimiento de la ciudad cuando instalaron sus nuevas oficinas -o sus directores políticamente bien relacionados les habían orientado en la dirección adecuada. Una década atrás, esa zona lindaba con Skid Row. Ahora albergaba una zona de viviendas individuales de alto nivel contigua al nuevo barrio comercial. A juzgar por las ventanas iluminadas, las diez plantas estaban ocupadas.

Me presenté a una empleada de información en la esquina del vestíbulo verde y cromado.

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