Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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Volvió a meter la cuchara en la granola y me dedicó una implacable sonrisita.

– Ésas son acusaciones muy serias, Vic. Ya veo por qué no has querido que nos viésemos en mi oficina. Te sería difícil retractarte de esas afirmaciones si tuviese un testigo.

– Habrás estado practicando las leyes en un sitio muy extraño, si necesitas testigos para una conversación así. Por cierto, te habrás dado cuenta de que no te he preguntado cómo es que sabes que estuve en Diamond Head la semana pasada. Será que te lo ha dicho tu querido suegro Peter. Ya sé que el administrador trabaja de concierto con los rufianes que están utilizando la fábrica para almacenar mercancías robadas. Lo cual quiere decir que Peter también está al tanto de ese rollo.

Dick palideció de rabia, hasta el punto que sus ojos destellaban como zafiros por contraste.

– Hay leyes contra la difamación en este país, y están pensadas específicamente para pararles los pies a la gente como tú que echa basura de esa forma. ¿Un escondite para mercancías robadas? No puedes darme ni un ápice de prueba de lo que dices. Estás dando palos de ciego porque la otra noche te pillaron con los pantalones bajados.

– Dick, vi a seis hombres cargando camiones con bobinas de cobre de Paragon en mitad de la noche.

Soltó un bufido.

– Y, claro, tiene que tratarse de un robo.

– Intentaron matarme.

– Te pillarían forzando la puerta.

Ahora sí que estaba dando palos de ciego.

– Chamfers les había dicho quién era. Estaban sobre aviso, y me estaban esperando. Además, consiguen muchas más toneladas de cobre de Paragon de las que utilizan en la producción. ¿Qué crees que van a hacer con él cuando cierren la fábrica? ¿Mandarlo al Ejército de Salvación?

– Si, e insisto en el si , algunos empleados estuviesen robándole a la compañía, ¿crees que Peter lo iba a consentir? -sonrió compasivamente-. Pese a todas tus bravatas, no puedo evitar pensar que estás un poquito celosa de Teri. A veces te parecerá que lleva muy buena vida. Estás queriendo perjudicarla a través de su padre.

– ¿Yo? ¿Celosa de Teri? ¿Celosa de alguien que tiene que ir a Neiman-Marcus sólo por tener algo en que emplear su tiempo? -mi voz subió hasta un tono de falsete-. ¡Por Dios, Dick! Domínate un poco. ¿Qué crees que he estado haciendo en la última década? ¿Esperar a que nuestros caminos se cruzaran por casualidad para poder atormentar a tu mujer?

Enrojeció y frunció el ceño.

– Sea como sea, te advierto por tu propio bien que te apartes de Diamond Head. Y, desde luego, que dejes de lanzar acusaciones calumniosas como la de robo. Palabras como ésas te van a pesar si la cosa llega a una confrontación mayor. Peter se enfureció muchísimo cuando supo que eras tú la que había caído al canal. De hecho, fue muy embarazoso para él, dada tu relación conmigo. Gracias a Dios, pudo convencer a la prensa de que no sacara nada al respecto…

– Tú no eres tan estúpido, Dick -le corté, lanzando chispas por los ojos-. Usa tu puñetera sesera. Te acabo de decir que puedo relacionar a los gorilas de Diamond Head con el director de la fábrica. Y tú acabas de hacer la relación entre Peter Felitti, el director de la fábrica y los gorilas. ¿De qué lado quieres estar cuando todo esto salga a la luz? Ni siquiera Peter Felitti podrá encubrirlo indefinidamente. Además, conozco a un tipo del Herald-Star que está deseando echarse un párrafo sobre lo que yo estaba haciendo en Diamond Head el viernes por la noche.

Dick arqueó el labio.

– ¡Oh, sí! Tú y los chicos sabéis . Estar divorciada ha debido de ser un logro para tu estilo de vida feminista, ¿verdad?

Mi mano se extendió por reflejo: le derramé el café en la pechera de su camisa de rayas antracita. Barbara estaba por allí cerca por si necesitaba protección. Saqué de mi monedero un billete de veinte dólares y se lo metí en el bolsillo del delantal.

– Quizá tú y Marge podríais representar otra vez vuestro papel de buenas samaritanas para este portento. El chico no puede acudir a todas sus importantísimas reuniones con la camisa llena de café -estaba en pie, jadeando.

– Te arrepentirás de esto, Vic. Te arrepentirás de lo lindo de haber tenido esta conversación conmigo -Dick estaba blanco de humillación y de rabia.

– Tú convocaste la reunión, Richard. De todas formas, mándame la nota de la lavandería -las piernas me temblaban cuando salí del restaurante.

Reaparición

Encontré un banco en una parada de autobús al otro lado de la calle y me senté allí, aspirando grandes bocanadas de aire. Aún estaba temblando de furor, golpeándome el muslo con el puño cerrado. La gente que esperaba el autobús se apartó de mí: otra loca suelta.

Cuando advertí la impresión que estaba causando públicamente, procuré controlarme. Al desactivarse mi rabia, me quedé exhausta. Vi con indiferencia salir a Dick del restaurante, desconectar la alarma de su Mercedes descapotable, y enfilar la calle con un gran rugido de su tubo de escape. Ni siquiera tenía fuerzas para desear que le parara un municipal. Al menos, no las suficientes para desearlo ardientemente.

Al cabo de un rato volví a cruzar la calle y regresé al restaurante. El local se había vaciado; las camareras estaban agrupadas ante una mesa, tomando café y fumando.

Barbara se levantó de un salto al verme.

– ¿Estás bien, cielo?

– Ajá. Sólo necesito lavarme la cara y recomponerme. Siento haberos impuesto un numerito de parvulario.

Sonrió con picardía.

– Oh, no sé, Vic. Nos has traído más acción en cinco días de la que solemos presenciar en todo el año. Eso le da vida al local y nos permite tener algo de qué hablar aparte de nuestros dolores de espalda.

Le di unas palmaditas en el hombro y me acerqué al minúsculo aseo del fondo, por el pasillo donde Marge había derramado la grasa el miércoles. Ése era otro favor que les había hecho: el pasillo estaba más limpio de lo que nunca lo había visto.

Estuve lavándome la cara con agua fría durante varios minutos. Eso no podía reemplazar una siesta, pero tendría que servirme por ese día. Me pinté los labios bajo la parpadeante luz de neón. Su pálido resplandor enfatizaba los rasgos de mi cara, destacando en ellos profundos surcos. Era un anticipo del aspecto que podría tener al envejecer. Le hice una mueca a mi reflejo, subrayando así sus líneas grotescas.

– Y yo que creía que te habías vestido para triunfar, chica -le espeté a mi imagen.

Recordé súbitamente que había quedado para la instalación del sistema de alarma esa mañana. Utilicé el teléfono público del restaurante para llamar al señor Contreras; él estaría en casa toda la mañana y estaría encantado de abrirles a los obreros. Pero parecía deprimido.

– ¿Seguro que no le importa? Iré a casa y los esperaré si para usted es un fastidio.

– Oh no, pequeña, nada de eso -me aseguró vivamente-. Supongo que lo que me fastidia es ir a ver a Eddie.

– Ya veo -me froté los ojos-. No se lo voy a imponer. Puede quedarse en casa si la idea le desagrada tanto.

– Pero ¿tú vas a ir de todas formas?

– Ajá. Necesito verdaderamente hablar con él.

No dijo nada más, excepto que estaría pendiente de los obreros, y colgó.

Barbara me trajo una taza de café reciente para que me la llevara.

– Beber algo caliente te calmará, cielo.

Me lo bebí mientras caminaba por Belmont. Tomármelo lentamente me hizo en efecto sentirme más yo misma. Cuando llegué al banco de Lake View, en la esquina de Belmont y Sheffield, me sentía al menos capaz de entablar una conversación.

En su achaparrado edificio de piedra con rejas de hierro en las ventanas, el banco parecía aletargado y ajeno a las tribulaciones financieras de sus grandes hermanos del centro. Las ventanas enrejadas no dejaban penetrar mucha luz; el vestíbulo era un espacio sombrío y mohoso que probablemente no había sido fregado desde que abrió, en 1923. Pero el banco se tomaba en serio sus compromisos con el barrio, invirtiendo en la comunidad y sirviendo a sus clientes con dedicación. Había renunciado a los proyectos de altos vuelos que habían arruinado a muchas instituciones pequeñas en los ochenta; hasta donde yo sabía, su situación financiera era buena.

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