Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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– ¿Ha desaparecido? -me preguntó la señora Wolfe, con un destello de alarma en sus ojos castaño claro.

– Los chicos que se encargan de sus asuntos no lo tienen: aparecieron en el hospital el lunes con la cantilena de que no podían reunir el dinero para pagar su factura. Claro que está en el hospital del condado, no van a echarla, pero como es propietaria de una casa sí le piden que pague sus gastos hospitalarios.

La señora Wolfe sacudió la cabeza.

– No sé dónde podía tenerlo, ese título. Pero debe estar en algún lugar de su casa.

Pensé en el gran cúmulo de papeles aún sin tocar en su escritorio. Pero seguramente a esas horas Todd y Chrissie ya habrían registrado la casa a fondo. Si el título estaba allí, tenían que haberlo encontrado. Me pregunté si la señora Hellstrom sabría algo. Volví a darles las gracias a las empleadas del banco, y volví al bochornoso día de junio.

La señora Hellstrom estaba en su jardín, atareada con un enorme saco de turba y una azada. Un sombrero de paja la resguardaba del sol, y unos guantes y un delantal protegían sus manos y ropas. Se mostró contenta de verme y me invitó a tomar un té helado en su cocina, aunque miró pensativamente hacia atrás al entrar.

Posó cuidadosamente los guantes y el sombrero en una pequeña repisa junto a la puerta trasera.

– Anoche fui al hospital. Me dijeron que habías estado allí, que conseguiste que Hattie hablase un poco más de lo habitual.

El cumplimiento rutinario de mi cometido de ángel de la guarda era lo que al parecer me había valido esa entrevista a solas. No lo estropeé diciéndole que quería conseguir que la señora Frizell me hablara de sus finanzas.

La señora Hellstrom me condujo hasta una silla junto a la inmaculada mesa de formica. Sacó una jarra del refrigerador y cogió dos vasos de plástico color ámbar de un estante, como aquellos a los que unas horas antes les había hecho ascos Dick. Me pregunté qué habría hecho con su camisa manchada de café y sus reuniones. Probablemente tendría una de repuesto en la oficina. O quizá su secretaria corrió a comprarle una nueva en Neiman-Marcus.

No soy muy aficionada al té y el brebaje de la señora Hellstrom procedía visiblemente de un paquete de té instantáneo, pero sorbí un poco en plan sociable. Lo había azucarado una mano generosa. Procuré no hacer una mueca mientras lo ingería.

Charlamos un rato de la señora Frizell, de algunos de los recuerdos que la señora Hellstrom tenía de ella.

– Claro, era de la generación de mi madre. El señor Hellstrom se crió en esta casa y solía intentar jugar con su hijo, pero él, el hijo, quiero decir, no era un chico que les cayese muy bien a los otros niños. Pero si piensa una en lo rara que es ella, no es de extrañar, ¿verdad? Aunque siempre ha sido una buena vecina, a pesar de toda esa basura de su patio y de esos perros.

No podía hacerme una idea clara de lo que pudo hacer la señora Frizell para merecer el apelativo de buena vecina. Quizá era simplemente que no se metía en los asuntos de los demás. De ahí la conversación giró sobre el egoísmo de mi generación, algo que no me sentía muy capaz de discutirle, pero cómo se alegraba la señora Hellstrom de encontrar gente joven en su barrio que encarnaba los viejos valores de buena vecindad.

– Desde luego, creo que fue un error de esos jóvenes hacer sacrificar a los perros, pero también se apresuraron a cuidar de los asuntos de Hattie. Y no creo que para ellos sea muy divertido hacerse cargo de una anciana tan maniática como ella.

– No, desde luego -murmuré-. Pero supongo que estarán un poco fastidiados por el hecho de que no consiguen encontrar el título de propiedad de la señora Frizell.

– ¿El título de propiedad de su casa? -preguntó vivamente la señora Hellstrom-. ¿Para qué lo quieren?

Procuré hacerme la inocente, incluso la ingenua.

– Supongo que es para el hospital. Necesitan presentar algún justificante de su situación económica. Puede que incluso tengan que hacer una hipoteca, ya que al parecer va a permanecer allí bastante tiempo.

La señora Hellstrom sacudió la cabeza con impotencia.

– ¿Adónde iremos a parar en este país? Ahí tenemos a una anciana que ha trabajado duro toda su vida, y ahora a lo mejor tiene que perder su casa sólo por culpa de una pequeña caída en su baño. Da miedo pensar en la vejez, de verdad.

Le di la razón. Dentro de un año yo cumpliría los cuarenta. No necesitaba que el señor Contreras me metiera miedo por lo que les ocurre a los detectives privados viejos e indigentes.

– Ella no le dio a guardar a usted sus documentos personales, ¿verdad?

– ¡Oh, no! Hattie no es de las que confían sus cosas de valor a cualquiera. Lo único que tengo de ella es una caja con las cosas de los perros: sus fotos, sus pedigrís y esas cosas. La cogí cuando me traje a los perros la primera noche, porque sabía que era lo que realmente le importaba.

– Me pregunto si podría echarle un vistazo -procuré mantener un tono indiferente.

– Querida, si eso te complace, puedes examinar foto por foto. No es que sea gran cosa, pero ella destinó su caja más bonita para guardar sus papeles. Cuenta con Hattie para prestarle más atención a algo de sus perros que a sus propios documentos… ¿Más té, querida?

Como lo decliné, se dirigió rápidamente a la parte delantera de la casa. Volvió al cabo de un minuto con una caja de laca negra de unos cincuenta centímetros de largo por unos diez de ancho. Era un bello objeto, decorado con un dibujo de vivos colores representando a un perro con el hocico en el regazo de una chica, sentados los dos bajo un peral. La hechura era tan esmerada que la tapa ajustaba perfectamente en la caja, pero se abría sólo con un suave tirón. Me encontré mirando un retrato desenfocado de Bruce .

– Quiero seguir con mis plantas, querida. Puedes dejarla simplemente sobre la mesa cuando termines de mirarla. Y no dudes en servirte más té si te apetece.

Le di las gracias y empecé a sacar cuidadosamente papeles de la caja. Bajo la cabeza de Bruce había una foto de grupo de los otros cuatro perros junto a la valla trasera. Había conseguido quién sabe cómo que se irguieran sobre sus patas traseras y apoyaran las de delante en la verja. Aunque también estaba desenfocada, era una instantánea bastante ingeniosa. Quizá la alegraría tenerla junto a su lecho de hospital. La separé para llevármela en mi próxima visita.

Bajo esas dos había una serie de fotos que debían de ser de sus anteriores perros, junto con el certificado de Bruce del Kennel Club y papeles de otros perros desaparecidos desde hacía tiempo. Un puñado de recortes de periódico amarillentos mencionaban los días gloriosos de la señora Frizell, cuando presentaba en exposiciones labradores negros y ganaba premios. Nadie había sugerido nunca que ella hubiese llevado a cabo algo tan disciplinado.

Finalmente, en el fondo de la caja, encontré un pequeño fajo de documentos personales. La escritura de la casa. Y tres bonos, de un valor nominal de diez mil dólares. Cupones de acciones que redituaban el diecisiete por ciento, emitidos por Diamond Head Motors.

Una nueva raza de banqueros

Me quedé largo rato mirando fijamente los bonos, ansiando que consintieran en revelarme algo más que su valor nominal. O que su nulo valor nominal. En febrero la señora Frizell había cancelado su cuenta en el Lake View, transferido sus fondos al Metropolitan, y comprado treinta mil dólares en participaciones de Diamond Head. Como su carta al Lake View explicaba que iba a recibir diecisiete por ciento de intereses en el Metropolitan, parecía bastante probable que fuese el banco el que le hubiese vendido los bonos. Y eso significaba… algo tan sucio que deseé que no fuese verdad.

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