Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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Gran parte de las operaciones bancarias se llevaban a cabo en una sala de alto techo más allá del vestíbulo. Los tres encargados de préstamos estaban sentados tras una barandilla de madera en el extremo opuesto a los cajeros. Divisé a Alma Waters, la mujer que me había ayudado con mi hipoteca, pero seguí el protocolo y presenté mi tarjeta a la recepcionista.

Alma se acercó a saludarme. Era una mujer rolliza, entre los cincuenta y los sesenta, que solía lucir vestidos ajustados de vivos colores, envuelta en echarpes y atildada con llamativas joyas. Hoy lucía una chocante combinación de rojo y rosa, y una serie de collares de cuentas rojas y plateadas. Deslizándose hacia mí sobre sus altos tacones negros de charol, me estrechó la mano tan efusivamente como si hubiese pedido un préstamo de un millón de dólares en lugar de cincuenta mil.

– Vamos allí, Vic. ¿Cómo estás? ¿Cómo va tu apartamento? Fue una buena inversión la que hiciste. Te dije en su día que podías contar con que ese tramo de Racine iba a prosperar, y así ha sido. Acabo de renegociar una hipoteca para una persona en Barry, y sabes, el valor de su pequeño apartamento de dos piezas se ha multiplicado por ocho. ¿Has venido por eso? -mientras hablaba había extraído mi expediente de un cajón.

A veces me costaba reunir los setecientos dólares al mes de mi piso además de mi alquiler del centro. Eso era exactamente lo que necesitaba, sí, triplicar mi hipoteca.

Sonreí.

– En parte. Lo que se refiere a ese tramo de Racine que está prosperando. Necesito una ayuda, una ayuda que quizá no puedas darme.

– Inténtalo, Vic -soltó una risa franca, mostrando una brillante dentadura, completa y uniforme-. Conoces nuestra divisa: «Crecemos sirviendo a la comunidad».

– Ya sabes que soy detective privada, Alma -tenía que saberlo: mis ingresos inciertos hacían de mí una clienta difícil para sus jefes-. Estoy trabajando para una anciana que vive en mi misma calle, Harriet Frizell. La señora Frizell… bueno, es de los más antiguos habitantes de Racine. De la parte que todavía no ha prosperado. Y ahora está viviendo momentos difíciles.

Le esbocé un cuadro breve -pero esperaba que conmovedor- de la situación de la señora Frizell.

– Era clienta vuestra, pero en febrero cambió su cuenta al U. S. Metropolitan. No creo que posea mucho. Pero tampoco creo que la pareja que se apresuró a hacerse cargo de su tutela sean unos angelitos del barrio. No te estoy pidiendo que me digas cuál es su capital, ya sé que no puedes hacerlo. Pero ¿puedes decirme si dio alguna razón para hacer el traslado?

Alma fijó en mí unos ojos brillantes y alegres durante un minuto.

– ¿Qué interés tienes tú en esto, Vic?

Extendí las manos.

– Llámalo buena vecindad. Su mundo giraba alrededor de sus perros. Me comprometí a ayudar a cuidar de ellos cuando ingresó en el hospital, pero cuando volví de un viaje, me encontré con que los habían sacrificado. Eso me suscitó sospechas respecto a la gente que lo hizo.

Arqueó los labios, debatiendo la cuestión consigo misma. Finalmente giró hacia el ordenador de la esquina de su mesa y manipuló el teclado. Hubiera dado la paga de una semana -de una buena semana- por poder ver la pantalla. Tras unos minutos de tecleo, se levantó con un breve «vuelvo enseguida» y se alejó hacia el fondo del banco.

Una vez Alma hubo desaparecido en un despacho construido en el fondo del vestíbulo, mis instintos más bajos me pudieron: me levanté y miré la pantalla. Lo único visible era un menú inicial. Desconfiada mujer.

Alma tardó un buen rato en contarle mi caso a su jefe. A los diez minutos o así sonó el teléfono en una de las otras ventanillas de préstamos. La mujer habló brevemente, luego se levantó y desapareció también en el despacho de atrás. Me terminé el café que me había dado Barbara, memoricé un manoseado impreso sobre autofinanciación, encontré un elegante aseo de señoras en el sótano del banco, y aún tuve tiempo de estudiarme un folleto de hipotecas sobre viviendas antes de que aparecieran las dos mujeres.

Se detuvieron junto a la mesa de la segunda empleada para que ésta tuviera tiempo de sacar una carpeta de su fichero. Alma la trajo también a ella, presentándola como Sylvia Wolfe. La señora Wolfe, una señora alta y enjuta de unos sesenta años, llevaba un pulcro traje de punto más a tono con un banco que la exuberancia de Alma. Me estrechó enérgicamente la mano, pero dejó hablar a Alma.

– Hemos tenido una larga charla con el señor Struthers respecto a lo que podíamos decirte. Sylvia está aquí porque era ella la que atendía de hecho a la señora Frizell. Tu vecina fue clienta nuestra desde 1926 y fue un disgusto perderla. El señor Struthers ha decidido que podíamos enseñarte la carta que la señora Frizell nos envió, pero, por supuesto, Sylvia no puede dejarte mirar ningún otro de sus documentos financieros.

La señora Wolfe hojeó un grueso expediente con dedos expertos y sin decir palabra me tendió la carta en que la señora Frizell solicitaba la cancelación de su cuenta. La anciana había escrito en una hoja de amarillento papel rayado, arrancado de un bloc que debía tener desde que abrió su cuenta. Su redacción era inconexa, como si hubiese escrito la carta en varias veces sin pararse a comprobar lo que había dicho en la anterior, pero el contenido era bastante claro.

«He tenido una cuenta en su banco durante muchos años y jamás pensé que ustedes engañarían a una clienta tan antigua, pero la gente se aprovecha de las mujeres mayores de forma terrible. El dinero que tengo en su banco es todo lo que poseo, y aun así ustedes sólo me pagan el ocho por ciento, pero en otro banco puedo ganar el diecisiete por ciento, y por supuesto tengo que pensar en mis perros. Quiero que vendan ustedes mis cedés (sic) * y envíen mi dinero al U. S. Metropolitan (sic) , tengo el impreso que tienen que utilizar.»

– ¿Diecisiete por ciento? ¿De qué diablos podía estar hablando? -pregunté.

Sylvia Wolfe sacudió la cabeza.

– La llamé e intenté discutirlo con ella, pero se negó a hablar conmigo. Intenté incluso pasarme a verla, decirle que sólo alguien que quiere realmente estafar a la gente mayor le podía prometer el diecisiete por ciento, pero me dijo que estaba claro que le iba con mi palabrería cuando ya era demasiado tarde. Le escribimos diciéndole que le volveríamos a abrir la cuenta sin gasto alguno si decidía volver con nosotros. Así quedaron las cosas.

– ¿Cuánto tenía en certificados de depósito? -pregunté.

La señora Wolfe volvió a sacudir la cabeza.

– Sabe que eso no se lo puedo decir.

Le di vueltas a la carta entre mis manos, pero no me decía nada. No la había escrito otra persona, y no parecía dictada por alguna presión, pero no existía ninguna manera de saberlo a ciencia cierta.

– ¿Tenía un cofre de seguridad aquí? -pregunté bruscamente.

Las empleadas de la sección de préstamos intercambiaron prudentes miradas.

– No -dijo la señora Wolfe-. Lo hablé con ella varias veces en esos años, pero prefería guardar cualquier documento importante en su casa. A mí no me parecía bien, pero no era la clase de gente a la que se le pueda decir nada; ya tenía tomada su decisión antes de empezar la conversación.

Le devolví la carta a la señora Wolfe. Mientras le agradecía su ayuda, me preguntaba dónde estarían los documentos personales de la señora Frizell. Todd y Chrissie no hubiesen tratado de sonsacarle la información si los tuviesen.

– ¿Has conseguido lo que querías, Vic? -me interrumpió Alma.

Encogí un hombro.

– Algo, pero estoy confundida. Lo que me gustaría ver es su cuenta en el Metropolitan, averiguar qué pudieron ofrecerle que le rentara esa cantidad de dinero. Y me gustaría saber dónde está el título de propiedad de su casa, si no lo guardaba en un cofre de seguridad.

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