Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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Mi casa está justo al volver la esquina del restaurante, pero Lotty se encontraría más a gusto en su propia casa. Maldiciendo las resbaladizas marchas del Cressida, avancé como pude bajo el aguacero hasta su edificio en Sheffield. Ella no dijo una palabra durante los quince minutos del trayecto, sólo miraba fijamente al frente, apretándose de cuando en cuando el brazo izquierdo, el brazo que había estado sangrando.

En cuanto la hube desnudado y metido en la cama con una taza de leche caliente llamé a Max. Al describirle sus heridas quiso saber por qué no la había llevado a un hospital.

– Porque… no sé, no me gustan los hospitales. Yo ya he estado en las salas de urgencia con magulladuras y cortes como los suyos y sólo me han hecho sentirme peor. ¿No puedes encontrar a alguien que la cuide aquí? Que ellos decidan si necesita que se la entreguemos a la máquina.

A Max no le gustó. En tanto que administrador de hospital ve esos sitios de forma distinta a mí. Pero estuvo de acuerdo en que ya que estaba en casa sería un error volverla a mover enseguida. Vendría él mismo, pero dijo que primero iría a buscar a Arthur Gioia, un interno del Beth Israel.

– ¿No sabes lo que ha pasado?

– No ha hablado. Quería meterla en la cama antes que nada.

Cuando por fin colgó volví junto a Lotty. Cogí una esponja y un cuenco de agua tibia para limpiarle la sangre de la frente y del brazo izquierdo. Se había terminado la leche y estaba acostada con los ojos cerrados, pero no creí que estuviese dormida.

Me senté junto a ella y me puse a lavarle las heridas.

– Max va a venir, está bastante preocupado. Y va a traer a un médico para que te vea.

– No necesito ningún médico. Yo soy médico. Y sé que no tengo nada serio.

Era un alivio oírla hablar.

– ¿Recuerdas cómo ha ocurrido el accidente?

Frunció el ceño, impaciente.

– No ha sido un accidente. Te lo dije en el restaurante, me han golpeado. ¿Podrías traerme un poco de hielo para mi cabeza, por favor?

Suspiré para mí misma mientras me acercaba a la cocina. Ese accidente entraría en los anales de los percances automovilísticos de Lotty: la habían golpeado. Sólo que un poco más fuerte de lo habitual.

Envolví el hielo en un paño de cocina y lo coloqué suavemente sobre el chichón púrpura.

– ¿Has dado parte a la policía?

– Vino la policía. Quisieron convencerme de que fuera al hospital, pero yo sabía que llegaba tarde a la cita contigo, y tenía que verte, Victoria.

Apreté suavemente con los dedos su brazo herido. Permaneció en silencio durante unos minutos.

– Creo que iban por ti, sabes.

– ¿La policía, por mí? -pregunté con recelo.

– No, Vic. Los que me golpearon.

El suelo me faltó bajo los pies.

– Lotty, querida Lotty, sé que estás dolorida y quizá también conmocionada, pero ¿puedes, por favor, contarme lo que pasó? Creí que habías tenido un accidente de coche. Sé que el Trans Am ha recibido un choque.

Asintió con la cabeza, e hizo una mueca de dolor. Al moverse, el paño con el hielo se le cayó de la cabeza a la almohada. Cuando hube recogido los cubitos de la cama, puso orden en sus ideas y me contó el suceso. Desde la clínica había ido a su casa a ducharse y cambiarse. Al salir, justo antes de girar desde Sheffield por Addison, otro coche había surgido de la nada -como siempre hacían con ella- y había chocado de frente con el Trans Am.

Frunció el ceño.

– Debí golpearme la cabeza contra el parabrisas, pero creo que no fue eso lo que lo rompió, creo que lo hicieron ellos cuando empezaron a golpear el coche con sus bates. De cualquier forma, estaba furiosa. No soporto a esos conductores inconscientes. En Londres nunca iban así, y eso que, comparado con el tráfico de Londres, Chicago parece un pueblo ganadero. Así que me bajé del coche para decirles lo que pensaba de ellos, y para coger sus datos del seguro. Entonces fue cuando salieron y empezaron a pegarme. Estaba demasiado estupefacta como para reaccionar. Además, no soy como tú, nunca me he entrenado con Mohamed Alí.

– Grité pidiendo ayuda, pero estaba empezando a llover: no había nadie en la calle. Los pocos automovilistas que pasaban iban a lo suyo. Los hombres me estaban atizando y diciéndome que a ver si aprendía por las malas a meterme en mis asuntos, cuando se acercó un coche de policía. En cuanto vieron a la policía corrieron calle abajo. Uno de los policías bajó e intentó darles caza, pero, claro, llevaban ventaja. Abandonaron el coche allí mismo sin más. Pero mientras veníamos a casa he pensado que han debido confundirme contigo, porque yo llevaba tu coche.

Tenía razón. Lo supe en cuanto me dijo que los hombres habían saltado del coche para atacarla. Cuántos hombres y qué aspecto tenían, quise preguntar, pero no estaba en condiciones de ser interrogada. Y eso explicaba por qué estaba en ese estado tan particular: no en estado de choque, sino furiosa conmigo por hacerle correr ese riesgo.

– Lo siento -dije. No se me ocurrió otra cosa que decir.

Tenía los ojos cerrados, pero sus labios musitaron, parodiando una sonrisa:

– Yo también. Y más que tú, no lo dudes.

– ¿Por eso has venido al restaurante? ¿Para clavarme un cuchillo?

Eso le hizo abrir los ojos y clavarlos en mí desde debajo de la bolsa de hielo.

– No, Victoria. Fui hacia ti porque nunca en mi vida he pasado tanto miedo, o al menos desde que estoy en América. Y me pareció que era cosa tuya. Algo que tal vez deberías resolver, algo que deberías hacer por mí, para que no me sienta tan asustada a cada paso que dé entre mi casa y el coche.

Me arrodillé y la abracé.

– Haré todo lo que pueda, jefa.

Volvió a cerrar los ojos y se quedó así, respirando suavemente, con mi mano entre las suyas, mientras esperábamos a Max y a Art. Me estremecí por dentro al imaginármela sufriendo ese ataque, y deseé poder dar marcha atrás y borrar esos últimos días, haberme quedado con el Trans Am y que hubiese sido a mí a quien me salieran al encuentro. ¿Hasta dónde habrían llegado si no hubiese aparecido la policía? ¿Hasta dejarla con unos cuantos huesos rotos? ¿O quizá inconsciente en la calle, con la cabeza rota, muerta tal vez?

No podía dejar de darle vueltas a esa febril idea. Fue un alivio cuando Max tocó el timbre, aunque eso anunciara un rudo enfrentamiento con él. No había encontrado a Art Gioia, pero había traído a Audrey Jameson. Era una de las médicas jóvenes más prometedoras del Beth Israel; la conocía porque una semana había pasado quince horas en la clínica ayudando a Lotty.

Max fue derecho hacia Lotty, pero Audrey se detuvo a hablar conmigo antes de ver a la paciente. Cuando le conté lo que había sucedido chasqueó la lengua y siguió a Max a la habitación de Lotty. Me senté bajo el cuadro rojo fuego del salón de Lotty y hojeé un número atrasado de National Geographic . Max se reunió conmigo al cabo de unos minutos.

– No puedo creer que le hayas hecho eso a Lotty. ¡Poner su vida en peligro de esa manera!

Me recliné en el sofá y me apreté la frente con la mano.

– No quiero oír hablar de eso, Max, o al menos no con ese enfado. Ten por seguro que no le habría cambiado el coche a Lotty si hubiera imaginado que eso implicaba un riesgo físico. Y si crees que sería capaz de hacer algo así, no vale la pena hablar.

– ¿Por qué lo hiciste, entonces?

– Me estaban siguiendo. Quería moverme con algo de libertad. Lotty estuvo de acuerdo en cambiarme el coche. Ahora me doy cuenta de que no debí hacerlo, pero entonces no podía saberlo.

Quienquiera que me estuviese siguiendo no me conocía de vista, si no, no habría atacado a Lotty. ¿Acaso Chamfers había utilizado a sus propios hombres en lugar de una agencia de detectives? Pensé en el tipo con el que me había topado en el muelle de descarga la semana anterior. Bruno, le había apodado yo. ¿Cómo le había llamado Chamfers? No podía recordarlo… la cabeza me rechinaba como la aguja en un disco rayado.

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