Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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El día transcurrió sin ninguna noticia de Catherine respecto a mi búsqueda en el Lexus. No tenía ninguna forma de ponerme en contacto con ella hasta que ella y Freeman empezaran a trabajar la semana siguiente. Dejé un recado en el nuevo contestador de su oficina por si acaso, pero todo indicaba que tendría que acercarme a Springfield al día siguiente.

A las seis llamé a Lotty para ver si podíamos volver a intercambiar los coches esa noche; con el Trans Am probablemente podría hacer la ida y vuelta en menos de cinco horas. Aceptó sin mucho entusiasmo.

– ¿Qué ocurre? ¿Estás ocupada?

Se rió tímidamente.

– No. Sólo me estoy compadeciendo de mí misma. Hoy ha sido el último día de Carol. Me siento… personalmente despojada. Y Max se empeña en decirme que sea razonable, y lo único que consigue es que me apetezca ser lo menos razonable posible.

– Bueno, yo te sigo queriendo, Lotty. ¿Quieres que te lleve a cenar? Podrás gritar y quejarte todo lo que quieras.

Al oír eso soltó una risa más natural.

– Eso es lo que me ha recetado el médico. Sí. Excelente idea. Llevo mucho retraso aquí. ¿Qué tal a las siete y media en I Popoli?

Acepté inmediatamente y emprendí la tarea de ordenar mi despacho antes de salir. Ya me dirigía a la puerta, cuando volvió a sonar el teléfono. Pensando que podía ser Freeman, volví a mi mesa. Una suave voz de mujer me preguntó si era efectivamente la señorita Warshawski, y me pidió que esperara, que iba a hablarme el señor Yarborough.

– Vic, ¿qué diablos has estado fisgando en nuestras oficinas esta mañana? -inquirió sin más preámbulos.

– Dick, esa pregunta está cargada de implicaciones negativas. ¿Cómo es posible que manejes los asuntos de tus impresionantes clientes si te expresas tan inadecuadamente? -cogí un bolígrafo y pinté una hilera de afilados dientes en un sobre que tenía frente a mí. Luego añadí una bola de fuego que salía de ellos.

– No puedes negarme que has estado aquí. Se lo he oído decir a dos personas.

– Oye, chico, ¿trabajáis alguna vez un poco entre las sesiones de cotilleo? Me gustaría recordarte que mi abogado era miembro de vuestra firma hasta el viernes pasado. Y si, ignorando su dimisión o su dramática expulsión de vuestro Paraíso, a uno de sus clientes se le ocurriera entrar en los locales, un juez lo consideraría probablemente un error honesto. Especialmente teniendo en cuenta que a Leigh Wilton le ha parecido una broma graciosísima.

– Pero si ese juez supiera que ya se te ha advertido y que has vuelto a fisgonear en nuestras oficinas privadas en contra de nuestras órdenes expresas, pensaría que se trata de otra cosa, aunque tengas a Leigh de tu parte.

La voz de Dick se había convertido en un siseo. Añadí una serpiente al otro lado de mi dibujo y pinté un par de brazos rematados por unos guantes de boxeo.

– ¿Qué clase de infames manejos os traéis entre manos, que tanto miedo tenéis de que los descubra?

– No tenemos nada que ocultar -Dick recobró su voz normal y se puso petulante-. Pero sabiendo que has emprendido una vendetta contra uno de nuestros socios, prefiero que no tengas la oportunidad de estropearle alguno de sus expedientes.

– Ya sé que el chico tiene miedo de que le rompa una rótula, pero su mujer parece estar en buen estado físico y tiene diez años menos que yo, dile que temería demasiado su venganza.

– Vic, sé que te gusta tomarte a broma todo lo que digo, sólo para enfurecerme. Y funciona. Siempre, o casi siempre, joder. Pero te llamo para avisarte de que te ocupes de tus asuntos. Considéralo un favor, ¿vale?

Miré el teléfono con asombro.

– Dick, ¿de qué diablos estás hablando? Necesitaba la ayuda de Freeman. Estoy en mi derecho de solicitarla sin tu permiso.

– No, si ya no es miembro de la firma, no estás en tu derecho. Te hemos seguido la pista, lamentablemente después de que te marcharas. Catherine Gentry no ha descosido la boca, no voy a echar de menos su sonrisita listilla ni un segundo, pero la chica a la que le ha dado lo que querías buscar no ha tenido miedo a cumplir con su deber.

– Es decir que tenía miedo de que la despidierais. Y, a no ser que estéis infringiendo la ley sobre el trabajo infantil, espero que fuera una mujer, y no una chica.

Dick se rió, tolerante.

– Vale, tía, si eso te hace sentir mejor. Sea lo que sea, no puedes utilizar los recursos de Crawford-Mead. Punto.

– Eh, capitán. Sólo por curiosidad, ¿por qué ha tenido que marcharse Freeman tan precipitadamente?

– Eso es un asunto interno de la firma, Vic. No es nada que te importe un carajo. Tú atente a los asuntos que son de tu incumbencia. Se te dan bastante bien… ¿Por qué tienes que entrometerte en los míos?

– Oh, ya sabes, aquellos votos que hicimos: «Hasta que la muerte nos separe», esos viejos sentimientos son difíciles de matar.

– Si te hubieras ocupado de mis asuntos hace catorce años, seguiríamos casados. Piensa en eso mientras te las compones para pagar tu alquiler.

Colgó sin darme la oportunidad de decir mi última palabra. Así que seguía corroyéndole mi falta de sumisa devoción. Los viejos sentimientos son realmente difíciles de matar.

Amiga arrojada a los lobos

Llegué al restaurante antes que Lotty. I Popoli era una espaciosa marisquería de la calle Lincoln, con un pequeño jardín donde me gustaba sentarme en verano. Pero durante la tarde unos gruesos nubarrones de tormenta se habían acumulado sobre la ciudad. Parecía que el intempestivo calor tocaba a su fin. Cogí una mesa en el interior.

Después de esperar media hora imaginé que Lotty había sido retenida por una urgencia de última hora. Pedí un ron con tónica para pasar el rato y me instalé en un extremo de la barra, junto a la ventana, desde donde podía ver la calle. La lluvia había empezado a caer en gruesas y pesadas gotas que estallaban sobre el asfalto como huevos escalfados. Cuando me terminé el ron, las gotas se habían convertido en una espesa cortina de agua.

Empecé a preguntarme si Lotty no habría chocado con el Trans Am sin tener el valor de decírmelo. Claro que eso no iba con el carácter de Lotty: ella no le temía a la confrontación. Además, se consideraba constantemente víctima de otros maniáticos temerarios. Cuando intentaba preguntarle por qué mis coches nunca sufrían los mismos daños que los suyos, solía traspasarme con la mirada y cambiaba de tema.

Me acerqué al teléfono al fondo del restaurante e intenté llamarla. No obtuve respuesta, ni en la clínica ni en su apartamento, pero al salir de la cabina estaba parada en medio de la sala, chorreando agua, buscándome. Sólo al acercarme a ella me di cuenta de que estaba herida. Tenía un raspón y un chichón morado en la frente, y pude ver un hilo de sangre que se mezclaba con el agua de lluvia en su brazo izquierdo.

– ¡Lotty! -la abracé-. ¿Qué te ha pasado?

– Me han golpeado -su voz era apagada y permanecía rígida entre mis brazos.

– ¿Te han golpeado? ¿Te refieres al coche?

– Sabes, Victoria, creo que me gustaría acostarme.

Su voz apagada y su postura rígida me asustaron tanto como sus heridas. Me pregunté si debería llevarla a un hospital, pero decidí llevarla a casa e intentar buscar a alguien que pudiera ir a cuidarla allí. Quizá necesitara una radiografía de la cabeza, pero las salas de urgencia de un hospital son poco reconfortantes para alguien que está en estado de choque; prefería arroparla mientras un médico decidía el siguiente paso. Busqué en mi monedero con qué pagar mi copa, no encontré nada y terminé por echar un billete de veinte pavos sobre el mostrador.

Pasé un brazo alrededor de Lotty y la sostuve para llevármela. Había dejado el Trans Am atravesado junto al bordillo. A pesar de la lluvia, que había oscurecido el cielo, pude ver que el parabrisas estaba astillado. No pude evitar inspeccionar el parachoques izquierdo al tiempo que colocaba a Lotty en su propio coche. El faro estaba torcido y la rejilla y la chapa habían invertido su posición normal. Reprimí un acceso de rabia: Lotty estaba seriamente herida. El coche no era más que un pedazo de vidrio y metal, reparable al fin y al cabo.

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