Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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– Conozco a Lotty desde que tenía quince años -dijo bruscamente Max-. A veces es la persona más irritante del mundo. Pero no puedo imaginarme el mundo sin ella.

– Yo sólo la conozco desde que tenía cuarenta, pero tampoco puedo imaginar el mundo sin ella. De todas formas, no puedes culparme más de lo que ya me culpo yo.

Max finalmente movió la cabeza, casi asintiendo, pero no del todo. Se acercó al armario donde Lotty guarda el brandy y sirvió un poco. Cogí el vaso que me tendía, pero lo dejé junto a mí sin tocarlo. Nos quedamos callados hasta que Audrey volvió a salir.

– Se pondrá bien. Quisiera mandarle hacer una radiografía, creo que tiene roto el brazo y debería escayolárselo, y, sólo por precaución, deberían hacerle un escáner. Pero puede esperar hasta mañana. Le he vendado el brazo y le he dado algo para que duerma. Lo único es que no quería tomárselo hasta que le he prometido que Vic se quedará aquí esta noche. ¿Estás de acuerdo, Warshawski?

Asentí. Max, ofendido porque no le hubiera elegido a él, se ofreció a quedarse conmigo.

– Por mí, está bien. Puedes quedarte en la cama de invitados, yo pondré en el suelo el colchón del sofá y dormiré en su habitación por si me necesita.

Audrey mostró fugazmente su dentadura, blanquísima junto a su tez caoba, y soltó una especie de carcajada.

– No necesitas convertirte en dama de compañía victoriana, Vic. Ella va a estar bien. No necesitas enjugarle la cara con agua de lavanda, o lo que quiera que hiciesen con las damas aquejadas de fiebre.

– No es eso… es que se ha llevado un buen susto. Si se despierta desorientada quiero estar ahí con ella -era lo menos que podía hacer, al fin y al cabo.

– Como quieras… ¿Me ofrecéis un sorbito de ese brandy antes de enfrentarme otra vez a la lluvia?

Velando a la cabecera de la cama

Antes de irse, Audrey me recordó que tenía que dar parte de la agresión a la policía. Habló en tono autoritario, como si temiera que yo lo quisiera ocultar.

– No, estoy de acuerdo -dije-. De hecho, quiero llamar a la comisaría local para enterarme de lo que saben al respecto. ¿Quieres esperar mientras lo hago? Puede que manden a alguien para acá.

Audrey fue a la cocina a hacer café. Al igual que Lotty, es una bebedora sobria: con un vaso de brandy tiene para todo el mes. Max ya iba por su segunda copa, pero hay que decir que Lotty sólo compra Cordon Bleu para él.

Tuve suerte al llamar a la comisaría. Conrad Rawlings, un sargento que conozco y que me cae bien, hacía su turno de cuatro a doce de la noche. Me prometió investigar lo que tuvieran sobre la agresión y dijo que mandaba a alguien para hablar con Audrey y conmigo. Media hora más tarde, cuando Audrey, Max y yo estábamos enfrascados en una laboriosa conversación, apareció Conrad en persona. Venía acompañado de otra agente, una chica joven cuya cabeza le llegaba apenas a los sobacos, por si acaso Lotty estaba en condiciones de declarar.

– En absoluto -dijo firmemente Audrey-. Ahora está dormida y espero que siga así hasta por la mañana.

– Skolnik y Wirtz, los agentes que interrumpieron la agresión, consiguieron de ella una declaración a grandes rasgos -dijo Rawlings-. Así que supongo que podemos esperar hasta mañana. Pero no les dejó llevarla al hospital, no cesaba de decir que ella era médico y que ella decidía la atención médica que necesitaba. Pensaron que había recibido un choque bastante fuerte, y quizá también contusiones, pero su coche funcionaba y ella podía conducir, así que no pudieron obligarla. Señaló a la joven.

– Es la agente Galway. Tomará algunas notas de lo que digamos. Ya que no podemos preguntárselo a la doctora, cuéntanos tú qué ha pasado, Warshawski, y por qué.

Audrey trajo de la cocina el café que había preparado. Todos tomaron una taza excepto yo. Simplemente no me apetecía comer ni beber nada mientras Lotty se recuperaba de los golpes destinados a mí.

Le conté a Rawlings todo lo que sabía: mi visita a Chamfers cinco días atrás, lo de Bruno el descargador, lo de mi seguidor, el intercambio de coches con Lotty.

– Creo que el ataque iba dirigido a mí. Sobre todo porque le decían que tal vez así aprendería a meterse en sus asuntos. Dice que abandonaron el coche: ¿de quién era?

Rawlings puso cara de disgusto.

– Eso es algo que sabemos. Pertenecía a Eddie Mohr, que denunció su robo esta mañana. Vive al sur, cerca de Kedzie.

– Cualquiera puede denunciar que le han robado el coche -repuse.

Antes de que Rawlings pudiese contestar, Max preguntó cómo.

Me encogí de hombros.

– No tienes más que llamar y decir que te lo han robado. Podría estar en cualquier sitio, en el fondo de un hoyo donde tú lo has empujado, o en manos de un compinche -o en las tuyas propias- para atacar a la gente.

Max sonrió con tristeza, deprimido por esta visión de la naturaleza humana, y se escabulló para ir a echarle un vistazo a Lotty.

– Dame un respiro, señorita Warshawski -protestó Rawlings-. Fue lo primero que pensé. Pero este tipo tiene setenta y dos años, está jubilado, cultiva sus begonias o lo que quiera que hagan en esos barrios, y al coche le habían hecho efectivamente el puente. No, debieron darse cuenta de que los habías calado siguiéndote. Querían un coche que no pudieras identificar cuando te volvieran a localizar. Pero no te conocían personalmente. Eso descarta a ese tal Bruno del que hablas.

Encogí impacientemente un hombro.

– Él no me conoce, para él yo no soy más que otra estúpida fulana. Es cierto que mido veinte centímetros más que Lotty, pero comparadas con él las dos somos unas pigmeas. Yo no le descartaría.

Audrey asintió vivamente con la cabeza; la agente Galway, que había estado muda durante toda la conversación, suprimió una sonrisa y tomó nota. Todas las mujeres hemos conocido tipos que nos tratan como piezas intercambiables.

– ¿Alguien más en tu caso estos días? -preguntó Rawlings.

Solté una carcajada.

– Sí, mi ex. Está cabreado conmigo, pero eso es un estado crónico en él.

Al fin y al cabo, esa misma tarde Dick me había marcado su ley con mano férrea. Incluso me había dicho que me metiera en mis asuntos, las mismas palabras que habían utilizado esos matones con Lotty. Por un diabólico momento estuve tentada de denunciarle a Rawlings, sólo por el fastidio que le causaría la pasma fisgoneando en su vida durante unos días. Pero en el fondo no le odiaba: no valía la pena gastar energía en tanto resentimiento.

– Ya sabes lo que nos enseñan en la academia, señorita Warshawski: no se mezclen en peleas domésticas a no ser que sea absolutamente imposible evitarlo. No me has contado lo que le has hecho a ese Chamfers para que esté tan alterado.

– Oh, eso fue por el señor Contreras -le expliqué quiénes eran él y Mitch-. Es Terry Finchley el que lleva el caso para el Área Uno. Hace unos cuantos días que no hablo con él. Quizá haya encontrado a alguien que vio a Mitch caerse al canal.

– Si está Finch en ello, ¿no crees que puedes dejarlo en sus manos? -preguntó secamente Rawlings-. Es muy capaz, sabes.

Finchley y Rawlings lucharon juntos por la fraternización entre la policía americana y africana. Ambos se trataban con cierto desaire, como D'Artagnan y Athos.

– Dame un respiro a tu vez, sargento. Sé que Finchley es un buen detective, pero lo que me pregunto es cuánto tiempo puede dedicarle a una investigación sobre un vagabundo borracho. Y parece que es así como lo ha etiquetado el departamento.

– ¿Y tú no? -preguntó mordazmente Rawlings.

– Yo no tengo ninguna prueba, sargento, de ningún tipo, ni sobre nada.

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