Mientras enfilaba la Route 41 me pregunté si Marcena habría dejado su pluma en casa de Morrell. Carnifice, o quienquiera que fuese, había registrado el piso, pero a lo mejor no sabían qué clase de aparato buscaban. Llamé a Morrell.
– ¡Hipólita! ¿Cómo está Vuestra Majestad esta noche?
– Pues no muy majestuosa, la verdad; ni siquiera he podido atrapar a un punki callejero, así que no creo que esté preparada para enfrentarme a un auténtico guerrero.
Le referí mis encuentros con Freddy.
– Está buscando la grabadora de Marcena, y creo que por eso entraron en tu casa, si te sirve de consuelo. Ya sé que es muy tarde para cenar, pero aun así podría acercarme esta noche si vas a estar un rato levantado.
– Debería ser yo quien fuese hasta South Chicago para traerte a casa tumbada en tu escudo después de todo lo que te ha pasado. Pero ya que no puedo, creo que deberías ir a tu propia casa; queda mucho más cerca y no me gusta que andes conduciendo por ahí estando tan molida. Don y yo echaremos un vistazo; te llamaré si encontramos algo. Y tú llama en cuanto llegues a casa. -Al ver que no contestaba, agregó bruscamente-: ¿De acuerdo, Warshawski?
Mi propia casa desordenada y mis perros; en aquel momento me di cuenta, un tanto preocupada, de que me parecían más reconfortantes que el piso escrupulosamente limpio de Morrell. Quizá fuese porque Don estaba con él; volvería a añorar a Morrell en cuanto pudiera verle a solas.
No fue hasta después de colgar que recordé que Carnifice o quien fuese quizás había pinchado mi teléfono o el de Morrell. Traté de recordar toda la conversación. No era que deseara que unos desconocidos percibieran mi inseguridad, pero sin duda no tendría que haber hablado de la grabadora. Volví a llamar a Morrell, sólo para avisarle. Como era de esperar, le molestó mucho la idea de que alguien estuviera escuchando sus conversaciones, pero estuvo de acuerdo en no abrir la puerta sin antes comprobar tres veces las credenciales de cualquier visitante.
– De todos modos, Don sigue fumando como un poseso. Si entra alguien, le pegará un cáncer de pulmón mientras llegas tú y tu pistola.
Reí con más naturalidad. Había estado haciendo algo tan irresponsable como hablar mientras conducía. Ya había llegado a casa de Mary Ann, de modo que le dije que le llamaría desde la mía y volví a colgar.
No era ni mucho menos tan tarde: había luces encendidas en casi todas las ventanas, incluso me pareció ver una en casa de Mary Ann; a lo mejor estaba leyendo en la cama. Me quedé un momento sentada en el coche, haciendo acopio de mis escasas energías antes de dirigirme con mis entumecidas piernas hacia el portal. Por si acaso estaba dormida, no llamé al timbre, sino que entré en el edificio por mi cuenta. Subí la escalera casi con sigilo, procurando cambiar mis andares para que Scurry no me reconociera y se pusiera a ladrar. Con el mismo sigilo, abrí las cerraduras de la puerta y entré silenciosamente.
El perro vino a mi encuentro resbalando por el pasillo, pero dejé las provisiones en el suelo y lo cogí en brazos sin darle tiempo a hacer ruido. Me lamió la cara con regocijo, pero se retorció para liberarse y salió corriendo hacia la cocina otra vez. Recogí la bolsa y lo seguí. La puerta del dormitorio de Mary Ann estaba cerrada pero había una luz encendida en la parte de atrás. Pasé de largo el dormitorio y entré en la cocina.
Intentando abrir torpemente las cerraduras de la puerta de atrás, con los rostros tensos de terror, allí estaban Josie Dorrado y Billy el Niño.
Los fugitivos
Mi asombro fue tal que me quedé sin habla por unos instantes, incapaz siquiera de pensar. A pesar de la extraña actitud de Mary Ann, de su renuencia a verme, de su insistencia en que le concretara a qué hora iría a su casa y de la persona que había contestado al teléfono sin hablar, ni se me había pasado por la cabeza que estuviera dando cobijo a los fugitivos.
Billy protegía a Josie de mí como si tuviera que descargar mi furia contra ellos. Tragó saliva nerviosamente.
– ¿Qué va a hacer ahora?
– ¿Ahora? Ahora voy a guardar las provisiones de Mary Ann, a preparar un poco de café y a pediros que me contéis qué está pasando.
– Ya sabe a qué me refiero -dijo Billy-. ¿Qué piensa hacer sobre, bueno, que nos haya encontrado aquí?
– Eso depende del por qué os estáis escondiendo.
Al colocar los alimentos perecederos en el frigorífico me di cuenta de que los chavales se habían agenciado Coca-Colas y pizzas. Pensé con nostalgia en la botella de Armagnac de mi mueble bar, pero puse agua a calentar para el café y me preparé una tostada.
– No tengo por qué contarle nada.
De mal humor y agresivo, Billy parecía mucho más joven que sus diecinueve años.
– No tienes por qué -corroboré-, pero no podéis quedaros en casa de la entrenadora McFarlane para siempre. Si me decís lo que sabéis, y de quién os escondéis, a lo mejor podré ayudaros a aclarar las cosas, o a interferir, o, si os encontráis en grave peligro de muerte, llevaros a un lugar seguro.
– Aquí estamos a salvo -dijo Josie-. La entrenadora no deja que nadie nos vea.
– Josie, usa la cabeza. Si alguien de tu edificio tuviera a dos desconocidos en su casa, ¿cuánto tardarías en enterarte?
Enrojeció y bajó la cabeza.
– La gente habla. Les gusta tener noticias frescas que dar. La familia de Billy ha contratado a la mayor agencia de detectives del mundo, o desde luego de Chicago, para que lo encuentren. Con el tiempo, uno de los investigadores hablará con alguien que conozca a Mary Ann y llegará a sus oídos que una joven pareja a veces saca su perro a pasear, o compran Coca-Cola y pizza en el Jewel, o se esconden en la cocina cuando llega a su casa la enfermera. Y si vienen a por Billy, igual os hacen daño a ti o a Mary Ann.
– Pues tenemos que encontrar otro sitio -dijo Billy con desaliento.
Me serví un café y les ofrecí otro a los chicos. Josie prefirió un refresco, pero Billy aceptó una taza. Observé, fascinada, cómo llenaba casi un cuarto de la taza con azúcar y lo revolvía.
– ¿Y qué pasa con tu madre, Josie? Está muy angustiada por ti. Sigue pensando que estás muerta en el vertedero donde hallaron al padre de April. ¿Hasta cuándo vas a dejar que se imagine que te ha perdido?
Mientras Josie mascullaba algo sobre que su madre no aprobaba que estuviera con Billy, éste dijo:
– ¿Estaban en el vertedero? ¿Quién los llevó al vertedero?
– Qué maldad por su parte -dije a Josie-. Tienes quince años, eres lo bastante lista y despierta como para que un chico pase la noche en tu propio dormitorio o para que durmáis juntos, ¿dónde?, ¿en la cama supletoria de la entrenadora McFarlane? Tarde o temprano tendrás que volver a casa.
– Pero entrenadora, esto es muy tranquilo. No hay ningún bebé. No tengo a mi hermana quitándome mis cosas ni a los crios durmiendo debajo de la mesa del comedor. No hay cucarachas en la cocina. Esto es muy tranquilo. ¡No quiero volver! -Sus negros ojos ardían con pasión y una especie de nostalgia-. Y a la entrenadora McFarlane le gusta tenerme aquí, me lo dijo. Me obliga a estudiar y yo la cuido, hago cosas como las que hacía por mi abuela cuando estaba enferma, no me importa.
– Eso es un asunto aparte -dije serenándome; había estado en aquel apartamento de Escanaba demasiadas veces como para no comprender su anhelo de tranquilidad-. Sentémonos y veamos cómo podemos resolver los problemas de Billy.
Aparté las sillas de la vieja mesa lacada de Mary Ann. Billy seguía levantando el mentón con aire belicoso, pero el hecho de que se sentara obedeciendo mis órdenes significaba que estaba dispuesto a contestar a mis preguntas.
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