Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– Lo tenía en el banco de trabajo de ese taller suyo. Le pregunté qué era y me dijo que una trampa. Estaba haciendo algo para un tipo que conocía, y éste era el dibujo que el tipo le había dado. Siempre andaba haciendo cosas así.

– ¿Ayudaba a sus amigotes el bueno de Bron? -sugerí.

– ¡No! -Se le crispó el semblante-. Siempre se imaginaba que tenía una idea que iba a hacerle rico. Ranas de caucho aislante, ya me dirás quién iba a comprar eso; pero se echó a reír y me dijo: «Sé de alguien de By-Smart a quien le encantará».

– ¡Basta! -gritó April-. Deja de burlarte de él. Hacía cosas guapas, lo sabes de sobra, te hizo aquel escritorio, ¿no?, sólo que fuiste tan tonta que te lo vendiste para poder irte a Las Vegas con tus amigas la última Pascua. Si hubiese sabido que ibas a venderlo, te lo habría comprado yo misma.

– ¿Con qué dinero, señorita? -inquinó Sandra-. Tu fideicomiso…

La interrumpió un estrépito de cristales rotos en la parte trasera de la casa. Saqué la pistola y corrí a través del comedor hacia la cocina antes de que ninguna de las dos hubiese reaccionado. La cocina estaba vacía pero oí que alguien se movía en el cobertizo. Abrí la puerta, agazapándome, y me lancé contra las piernas de alguien.

El espacio era demasiado reducido para derribar al intruso, pero se estrelló contra el banco de trabajo y retrocedí para quedar fuera de su alcance sin dejar de apuntarlo con mi arma.

– ¡Freddy Pacheco! -Jadeaba pesadamente y las palabras me salían a trompicones-. No podemos seguir encontrándonos así. ¿Qué demonios haces aquí? Si has venido en busca del dibujo que hiciste, llegas con muchísimo retraso.

Se incorporó con intención de arremeter contra mí, pero retrocedió al ver el arma.

– Maldita zorra, ¿qué pintas aquí? ¿Me estás siguiendo? ¿Qué quieres de mí?

– Tantas cosas que no sé por dónde empezar. -Me incliné y le di un bofetón en la boca, tan deprisa que no llegó a reaccionar-. Para empezar, un poco más de respeto. Llámame «zorra» otra vez y te meto una bala en el pie izquierdo. La segunda, en el derecho.

– No vas a disparar eso, eres demasiado…

Disparé contra la pared, justo detrás de su cabeza. El ruido vibró espantosamente en el espacio cerrado, y Freddy se puso de un tono verdoso y se desplomó contra la mesa de trabajo de Bron. Emanó un hedor repugnante y, una vez más, me avergoncé de usar la pistola para aterrorizar al prójimo, aunque la vergüenza no hizo que lo enviara de vuelta al callejón con mis bendiciones.

A mis espaldas oí que Sandra entraba de puntillas en la cocina.

– Tienes a un indeseable en tu casa, Sandra. Llama al 911. Enseguida.

Comenzó a discutir conmigo, para variar, pero al mirar más allá de mí y ver a Freddy se escabulló. El teléfono estaba junto a los fogones; la oí chillar al auricular y gritarle a April que ni si le ocurriera entrar en la cocina.

– Bien, Freddy, habíame de esa rana. Hiciste el dibujo para Bron y él iba a montarla para ti, ¿no es verdad?

– Fue idea suya, tía, me dijo que su hija le había dicho que el pastor había hecho polvo el estéreo de Diego. Bron quiso saber cómo, tía, y se lo conté, por eso le hice el dibujo.

– Así que hiciste el dibujo. Y luego fuiste y pusiste la jabonera en forma de rana en el cuarto de secado de la fábrica.

– No, tía, qué va. Yo no maté a nadie.

– Pues entonces, ¿qué hacías la mañana que te encontré allí, eh? ¿Buscabas trabajo?

Se le iluminó el rostro.

– Sí, eso es, tía, quería un trabajo.

– Y Bron te encontró uno: quemar la fábrica, matando a Frank Zamar.

– Fue un accidente, tía, lo único que tenía que pasar era que se cortara la luz.

Se calló al darse cuenta de golpe de que había hablado demasiado.

– ¿Me estás diciendo que mataste a un hombre porque no sabías que ibas a provocar un incendio? ¿Estabas rodeado de tela y disolvente y no fuiste consciente de que se iba a encender todo?

Estaba tan furiosa que me costó lo mío no pegarle un tiro en el acto.

– Yo no hice nada, tía, no pienso decir ni una palabra más sin mi abogado.

Miró la pistola con inquietud, pero no me vi capaz de encañonarle otra vez, ni siquiera para obligarlo a desembuchar algo más. Y eso que estaba fuera de mí por el caos que había provocado, todo por su colosal estupidez.

– Entonces, ¿qué haces aquí? -inquirí-. ¿Para qué has entrado? ¿Para recuperar el dibujo?

Negó con la cabeza pero no dijo palabra.

Eché un vistazo al banco de trabajo.

– ¿Restos de tubos? ¿Restos de ácido?

– ¿Ácido? ¿Qué estás diciendo? -dijo Sandra con acritud detrás de mí.

– De un truquito que Freddy aprendió con el pastor Andrés -dije sin volverme-. Cómo usar ácido nítrico para cortocircuitar un cable. Bron montó un dispositivo para Freddy y Freddy incendió Fly the Flag. Aunque dice que lo hizo sin querer. ¿Está de camino la poli?

Sandra sólo captó una parte de mi explicación.

– ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a venir a mi casa cuando estamos de luto y decir que Bron andaba provocando incendios? ¡Sal de mi casa! ¡Lárgate ahora mismo!

– Sandra, ¿quieres que os deje a ti y a April a solas con Freddy?

– Si va a contar mentiras sobre Bron a la policía, no quiero que lo arresten.

Empezó a darme patadas en las pantorrillas.

– ¡Sandra, para! ¡Para! Este tipo ha entrado a robar, es peligroso, tenemos que entregarlo a la policía. ¡Por favor! ¿Quieres que le haga daño a April?

No me oía, sólo seguía dándome patadas, tirándome del pelo, con el rostro hinchado y enrojecido. Me estaba echando encima toda la ira y el pesar de la última semana, de los últimos treinta años.

Me desplacé hacia un rincón del taller procurando apartarme de ella. Vino tras de mí haciendo caso omiso de Freddy, de los cristales rotos, viéndome sólo a mí, a su vieja enemiga.

– Descubriste que Boom-Boom se acostaba conmigo -soltó-. No lo soportaste. Pensabas que era tuyo, tuyo… ¡Tuyo, marimacho!

El insulto me picó de refilón, ya me dolería después, pero no ahora, teniendo que centrar mis energías en Freddy. Sandra no paraba de moverse y me dejaba muy poco espacio para situarme entre ella y Freddy. Levantó los brazos para pegarme y él la agarró, sujetándoselos. De repente flaqueó y se dejó caer contra él. Apareció una navaja en la mano derecha de Freddy y éste se la puso en el cuello.

– Ahora largo de aquí, zorra, o mato a esta mujer -me dijo.

Si le disparaba, corría el riesgo de darle a ella. Salí del cobertizo sin volverme. April estaba en la cocina. Su rostro hinchado estaba ceniciento y le costaba respirar.

– Cariño, tú y yo vamos a salir a la calle. Tienes que respirar profundamente. Vamos. -Puse mi voz seria de entrenadora-. Inspira. Cuenta hasta cuatro. Ahora suelta el aire despacio, yo iré contando y tú lo sueltas poco a poco.

– Pero mi madre está… el le…

– April, empieza a respirar. No va a hacerle daño y, además, los polis están al caer.

Me llevé a April empujándola por la acera hasta mi coche. Recliné al máximo el respaldo del asiento del pasajero para aligerar la presión de sus pulmones. Saqué la llave, puse el motor en marcha y conecté la calefacción a tope.

– Cierra las puertas en cuanto yo salga. No abras a nadie. Voy a ir por detrás para intentar ayudar a tu madre, ¿vale?

Le temblaban los labios y le faltaba el aire, pero asintió con la cabeza.

– Y no dejes de respirar. Es lo más importante que puedes hacer ahora mismo. Inspira, cuenta hasta cuatro, espira, cuenta hasta cuatro. ¿Entendido?

– S-sí, entrenadora -susurró.

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