Miré la hora: habían transcurrido más de diez minutos desde que Sandra llamara a la poli. Mientras daba la vuelta a la casa llamé otra vez al 911 por el móvil, que no apareció registrado automáticamente en la pantalla de la central de emergencias. Expliqué dónde estaba y dije que habíamos llamado hacía más de diez minutos. La operadora tardó una eternidad en localizar la llamada de Sandra. Finalmente la encontró y dijo que enviaban a alguien.
– ¿Cuándo? -dije yo-. ¿Ahora o con el Mesías? Tengo una niña con un paro cardiaco. ¡Mande una ambulancia aquí de inmediato!
– Usted no es la única que tiene una emergencia en esta ciudad, señora.
– Mire, usted y yo conocemos la historia del lejano South Side. Han asaltado una casa, tengo al asaltante conmigo y también a una niña muy grave. ¡Haga como que esto es Lincoln Park y mándeme un equipo YA!
La operadora dijo malhumorada que todas las emergencias se atendían por igual y que no podía fabricar una ambulancia para mí.
– Seguramente podría haberla construido yo con el tiempo que llevo esperando. Si esta niña muere, será noticia de primera plana y las cintas de estas llamadas se emitirán de costa a costa. Sus hijos y sus nietos se las sabrán de memoria.
Colgué cerrando el teléfono de golpe y corrí a la parte de atrás de la casa.
Salía luz a raudales por la ventana rota que daba al taller de Bron, pero la puerta trasera había sido abierta y cerrada con extrema violencia; ahora colgaba desencajada en el marco. Yo empuñaba mi pistola y cogí la tapa de un cubo de basura metálico para usarla como escudo. En la puerta, me puse en cuclillas y me serví de la tapa para abrirla de par en par. Ni un ruido. Entré agachada en la cocina, como la caricatura de un poli. Los pies me resbalaron con las bolas de cojinete que Freddy había arrojado al suelo y caí de rodillas. El ruido suscitó un grito sordo en una habitación contigua.
Me puse de pie y corrí al comedor. Sandra no estaba allí ni en la sala. Miré en el dormitorio y vi el tocador volcado para bloquear la puerta del armario empotrado. Lo aparté de un tirón. Sandra estaba tendida en el suelo, hecha un ovillo, gimoteando.
Me arrodillé a su lado.
– ¿Estás herida, Sandra? ¿Te ha cortado?
No dijo nada, se quedó tumbada llorando como un perro herido, entre apagados gemidos de dolor. Le palpé el cuello pero no hallé sangre, y tampoco vi que la hubiera en el suelo. Freddy había tirado al suelo toda la ropa de la cama; agarré una manta y envolví a Sandra con ella.
En los pocos minutos que había estado fuera con April, Freddy había asolado la casa entera cual plaga de langosta en Egipto. Había vaciado los cajones del dormitorio y el botiquín; había subido al cuarto de April, dado la vuelta a la cómoda y tirado el colchón de la cama. Y luego había abierto a patadas la puerta de atrás para huir. Seguramente Diego le esperaba con la camioneta en el callejón.
Volví a bajar lentamente en busca de Sandra.
– April está a buen recaudo en el coche. Si la ambulancia no llega pronto, ¿quieres que la lleve al hospital?
Le castañeteaban los dientes pero los apretó con fuerza y dijo:
– No te vas a llevar a mi niña de mi lado, Tori.
– No, Sandra, claro que no. Tú vienes también. ¿Qué ha hecho que ese punk irrumpiera así en tu casa?
– Ha dicho que… que quería la… ¡la grabación! -saltó de repente-. Como si yo… como si yo fuese una emisora. Dame la gra… grabación, decía sin parar.
– ¿La grabación? -repetí-. ¿Qué grabación?
Temblaba y estaba abatida; no tenía ganas de contestar a mis estúpidas preguntas. La acomodé en el sofá, puse agua a calentar para preparar té y fui al coche. Para mi gran alivio, April seguía respirando. Le estaba explicando la situación cuando por fin los blanquiazules doblaron la esquina entre los aullidos de las sirenas.
El escondite
Una confusión total siguió a la llegada de los coches de la brigada. Los hombres corrieron por el callejón y tomaron posiciones en torno a la casa, graznando sin parar por los walkie-talkies, dándose aires de importancia. Mantuve a April dentro del coche; sería una trágica ironía que sobreviviera a su fallo cardiaco y al asalto de Freddy para acabar recibiendo un disparo de uno de aquellos llaneros solitarios. Costó una eternidad lograr que los hombres (y la única mujer del grupo) entendieran que habían entrado en la casa, que el intruso había huido y que April y su madre necesitaban asistencia médica.
Finalmente hicieron venir a la ambulancia. A pesar de que April respiraba por su cuenta, su palidez había empeorado y sentí un gran alivio al ponerla en manos de profesionales para que la atendieran. Sandra aún temblaba demasiado como para caminar por su propio pie, y los sanitarios la llevaron a la ambulancia con una eficiencia impersonal que pareció afirmarla y hacerla funcionar mejor.
– ¿Puedo llamar a alguien que vaya a esperaros y os traiga de vuelta a casa? -pregunté a Sandra mientras la ayudaban a subir a la trasera de la ambulancia.
– Déjame en paz, Tori Warshawski. Cada vez que te acercas a mí, le pasa algo malo a alguien de mi familia. -Me lo soltó como un acto reflejo porque un segundo después me dijo que llamara a los suyos, que vivían en Pullman-. Sólo tienen una cama plegable en la sala pero April y yo podremos quedarnos unos días en su casa.
Mi padre lleva toda la vida en el barrio, enviarán a alguien para que me arregle la casa.
Fue un alivio saber que no estaba completamente sola, pero al irse me tocó a mí explicar a la policía lo que había ocurrido. Decidí que una versión escueta daría mejor resultado: yo era la entrenadora provisional de baloncesto; April estaba enferma, su padre acababa de morir, yo había ido a llevarle unas cosas y entonces un cerdo había entrado por la parte de atrás. Había cogido a Sandra y la había amenazado; yo había llevado a su hija al coche con intención de alejarla del peligro. Habíamos aguardado a que llegaran, cosa que, por cierto, no había ocurrido hasta una media hora después de la primera llamada de Sandra.
La versión escueta se enredó cuando vieron mi Smith & Wesson. Tenía un arma, sí, tenía licencia, sí, era detective privado, sí, pero no estaba allí en calidad de detective. Les conté mi historia, mi relación con los Czernin porque April formaba parte del equipo de baloncesto del Bertha Palmer y yo estaba sustituyendo a la entrenadora, etcétera, etcétera. No les gustó: estaba allí con una pistola, la casa patas arriba, sólo tenían mi palabra de que Freddy hubiera estado en el lugar.
Estaba esforzándome por no perder la compostura, pues eso, sin duda, equivaldría a pasar la noche en una celda de la división, cuando Conrad me llamó por el móvil: había llegado a casa, había recibido mi mensaje y ¿qué demonios hacía yo interrogando a sospechosos?
– Tu puñetera brigada ha tardado veinte minutos de reloj en responder a una llamada al 911 por un allanamiento -gruñí-. Así que no me vengas con que me mantenga alejada de tu territorio y que deje que el Distrito Cuarto se ocupe de los asuntos policiales y que me dedique a dar meriendas o lo que fuese que dijiste la semana pasada.
– ¿Un allanamiento? ¿De qué estás hablando, Warshawski? No decía nada de eso el mensaje que me has dejado.
– Aún no había ocurrido -dije bruscamente-, pero Freddy Pacheco, el tipo por el que te he llamado, ha entrado en casa de los Czernin menos de un hora después. He dado parte de mi encuentro con él a uno de tus detectives pero no ha movido ni un dedo. Y ahora tus chicos quieren arrestarme por haber salvado a Sandra y April Czernin.
– Estás hecha un lío, lo que estás diciendo no tiene pies ni cabeza -se quejó Conrad-. Deja que hable con el agente al mando.
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