Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– ¿Para qué quiere un poli tu mamá, Josie? -preguntó.

Josie negó con la cabeza.

– No es eso, señor Czernin, sólo quiere que la entrenadora hable con ella sobre un problema que tiene con el señor Zamar.

– ¿Qué clase de problema tiene con Zamar para querer un madero detrás? ¿O no lo he entendido bien? -Se echó a reír con ganas.

Josie lo miró desconcertada.

– ¿Se refiere a si quiere que lo sigan? No lo creo, aunque en realidad no lo sé. Por favor, entrenadora, sólo será un momento, y es que me da la lata cada día: «¿Ya has hablado con la entrenadora?, ¿ya has hablado con la entrenadora?» Así que tengo que decirle que ya se lo he pedido.

Consulté la hora. Eran las cinco menos diez. Tenía que estar en el almacén a las cinco y cuarto, y luego visitar a la entrenadora McFarlane antes de ir a casa de Morrell. Si, además, iba a ver a la madre de Josie, me darían más de las diez por esas calles.

Miré a los ansiosos ojos color chocolate de Josie.

– ¿Podemos dejarlo para el lunes? Iré a hablar con ella después del entrenamiento.

– Sí, vale.

Un ligero relajamiento de sus hombros me indicó lo mucho que la aliviaba el que hubiese aceptado hacerlo.

Capítulo 4

Montañas de cosas

Me abrí paso entre los camiones del patio del almacén en busca del estacionamiento. Los tráilers retrocedían hacia los muelles de carga, otros camiones menores subían y bajaban por la rampa que conducía a un nivel inferior, y por todas partes había hombres con casco y barrigas cerveceras gritándose unos a otros que vigilasen por dónde iban.

Los camiones habían abierto profundas roderas en el asfalto y mi pobre Mustang iba dando tumbos. Todo el día había estado lloviendo intermitentemente y el cielo aún se veía encapotado. Un siglo vertiendo de todo, desde cianuro hasta envoltorios de cigarrillos, en la tierra cenagosa de South Chicago había convertido el paisaje en un yermo erial gris. Sobre ese lúgubre telón de fondo, el almacén de By-Smart se alzaba ominoso como una caverna que albergara a una bestia voraz.

El edificio era verdaderamente monstruoso. Una estructura chata de ladrillo, que el tiempo había vuelto de un negro mugriento, ocupaba lo que dos manzanas de la ciudad. El edificio y el patio estaban protegidos por una alambrada muy alta con su puesto de vigilancia y todo. Cuando torcí por la calle Ciento tres y me aproximé, un hombre vestido de uniforme me exigió que le mostrara el pase. Le dije que tenía una cita con Patrick Grobian; el vigilante telefoneó y alguien le confirmó que me estaban esperando. El estacionamiento quedaba todo recto, seguro que lo encontraría.

«Todo recto» significaba algo diferente para el vigilante y para mí. Tras rodear traqueteando el edificio, llegué al estacionamiento. Parecía el solar de una tienda de coches usados venido a menos, con cientos de automóviles viejos aparcados de cualquier manera. Encontré un sitio que esperé que fuera lo bastante apartado para que nadie le diera un restregón a mi Mustang.

Al abrir la portezuela, miré consternada el suelo. La entrada del almacén estaba a varios cientos de metros de distancia e iba a tener que abrirme paso entre un sinfín de baches encharcados, con mis mejores zapatos. Me arrodillé sobre el asiento del conductor y me puse a revolver entre los papeles y las toallas de atrás. Finalmente encontré un par de chanclas que había usado en la playa el verano anterior y me las apañé para calzármelas sin quitarme las medias. A continuación me apeé y me dirigí, despacio y con un andar algo ridículo, hasta la entrada. Sólo me ensucié de barro las medias y los bajos de los pantalones. Una vez delante de la entrada, me puse los zapatos, envolví las chanclas embarradas en una bolsa de plástico y las metí en mi maletín.

Unas altas puertas se abrieron y vi un sinfín de estantes llenos de todo producto imaginable que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Justo delante de mí había colgadas escobas, cientos de escobas, escobas de nailon, escobas de paja, escobas con el palo de plástico, con el palo de madera, escobas articuladas. Junto a ellas había miles de palas, listas para todos los habitantes de Chicago que quisieran limpiar la nieve de los senderos de sus jardines durante el invierno que estaba al caer. A mi derecha unas cajas de cartón cuyos rótulos decían «derrite-hielo» se apilaban hasta media altura bajo un techo de quince metros.

Decidí avanzar pero tuve que retroceder, ya que un toro elevador traqueteaba hacia mí a toda pastilla, cargado hasta los topes con cajas de derrite-hielo. Se detuvo pasadas las palas; una mujer con un mono y un chaleco rojo brillante se puso a rajar las cajas sin aguardar a que estuvieran descargadas. Empezó a sacar cajas más pequeñas de derrite-hielo y a apilarlas en el montón.

Otro toro se detuvo delante de mí. Un hombre con idéntico chaleco rojo comenzó a cargar escobas, comprobando que el modelo coincidiera con el de un papel impreso por ordenador.

Cuando me decidí a seguir avanzando tratando de discernir qué ruta tomar entre los estantes, el servicio de vigilancia me interceptó. Era una corpulenta mujer negra que llevaba chaleco reflectante de seguridad, casco y un cinturón del que parecía colgar todo cuanto un agente de la ley pudiera necesitar, porra eléctrica incluida. Por encima del fragor de las cintas transportadoras y los camiones, me preguntó qué quería.

Una vez más, expliqué quién era y por qué estaba allí. La vigilante sacó un teléfono móvil de su cinturón y llamó para pedir autorización. Una vez que se la dieron, me entregó una tarjeta de identificación y me indicó cómo llegar al despacho de Patrick Grobian: hasta el fondo del pasillo 116S, a la izquierda por el 267W, todo recto hasta el final, donde encontraría las oficinas de la empresa, los lavabos, la cantina y demás.

Fue entonces cuando reparé en los grandes números rojos que identificaban la entrada de cada pasillo. Eran tan grandes que al principio no los había visto. Tampoco había visto la serie de cintas transportadoras que recorrían la parte alta de los pasillos; tenían derivaciones que hacían bajar pilas de artículos a distintos depósitos de carga. En las paredes y estantes se veían carteles que prohibían tajantemente fumar y exhortaban a hacer del lugar de trabajo un sitio seguro.

Estaba delante del pasillo 122S, de modo que giré a la izquierda después de las palas y crucé seis pasillos entre montañas de microondas seguidas por un bosque de árboles artificiales de Navidad. Al llegar al pasillo 116 pasé a las decoraciones navideñas: montañas de campanas, luces, servilletas, ángeles de plástico, Vírgenes con la cara naranja sosteniendo en brazos a Niños Jesús blancos como la nieve.

Entre los objetos de todas clases que se extendían hasta el infinito, las cintas transportadoras en lo alto y los toros elevadores que corrían a mi alrededor, comencé a sentirme mareada. Había personas en aquel almacén, pero parecían existir como meras prolongaciones de las máquinas. Me agarré a un estante para recobrar el equilibrio. No podía presentarme grogui en el despacho de Patrick Grobian: quería que brindara su apoyo al equipo de baloncesto del Bertha Palmer, de modo que debía mostrarme optimista y profesional.

Tres semanas antes, cuando conocí a la subdirectora que supervisaba los programas de actividades extraescolares del Bertha Palmer, comprendí que tendría que encontrar a la sustituta de Mary Ann por mi cuenta si no quería quedarme en el instituto hasta el fin de mis días. Natalie Gault tenía cuarenta y pocos años; era baja, fornida y muy consciente de su autoridad. No daba abasto con el papeleo pendiente. El baloncesto femenino ocupaba en su mente un lugar indeterminado posterior a la compra de una nueva máquina de café para la sala de profesores.

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