Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– Sólo sustituiré a Mary Ann hasta fin de año -le advertí cuando me dio las gracias por ocupar el puesto con tanta prontitud-. No dispondré de tiempo para seguir viniendo cuando empiece la temporada en enero. Puedo mantener a las chicas en forma hasta entonces, pero no soy entrenadora profesional, y lo que ellas necesitan es, precisamente, eso.

– Lo único que en verdad necesitan es que un adulto se interese por ellas, señora Sharaski. -Me dedicó una resplandeciente sonrisa carente de significado-. Nadie espera que ganen partidos.

– Mi apellido es Warshawski. Y las chicas esperan ganar partidos; no juegan para demostrar lo comprensivas que son. Porque no lo son. Tres o cuatro de ellas podrían ser jugadoras de primera con el debido entrenamiento; merecen algo más que el poco tiempo y las mediocres aptitudes que yo puedo dedicarles. ¿Qué está haciendo la escuela para encontrar a la persona adecuada?

– Rezar para que se obre un milagro con la salud de Mary Ann McFarlane -dijo-. Ya sé que usted estudió aquí, pero entonces la escuela podía alquilar un instrumento para cada alumno que quisiera tocar uno. Hace dieciocho años que no se dan clases de música en este centro, aparte de las de la banda de un profesor que imparte otra asignatura. No podemos permitirnos un programa de arte, de modo que decimos a los chicos que acudan a un programa gratuito en el centro: a dos horas y dos autobuses de aquí. No tenemos un equipo de baloncesto oficial ni podemos pagar a un entrenador, de modo que necesitamos un voluntario, y no contamos con ningún profesor que disponga de tiempo, y mucho menos que sepa baloncesto, para encargarse de eso. Supongo que si encontrásemos una empresa patrocinadora podríamos contratar a un entrenador de verdad, pero no la hemos encontrado.

– ¿Hay alguien en el vecindario en condiciones de poner esa cantidad de dinero en el programa de baloncesto?

– Algunas empresas pequeñas del barrio, como Fly the Flag, a veces dan dinero para uniformes o instrumentos musicales para la banda. Pero la economía va tan mal que no harán nada por nosotros este año.

– ¿Qué gran empresa queda por la zona ahora que las fábricas y acerías han cerrado? Sé que hay una planta de montaje de la Ford.

Sacudió la cabeza.

– Eso está al final de la Ciento treinta, y nos encontramos muy lejos o somos demasiado pequeños para ellos a pesar de que algunos padres de alumnos trabajan allí.

Justo entonces sonó su teléfono. Alguien del departamento municipal de sanidad iba a presentarse al día siguiente para recoger excrementos de roedores: ¿qué debían hacer con la cocina? Un maestro entró a quejarse de la escasez de libros de texto de ciencias sociales y otro quería que trasladaran de clase a ocho de sus alumnos.

Para cuando la señora Gault volvió a prestarme atención, ya no recordaba si me llamaba Sharaski o Varnisky, y mucho menos si la escuela me ayudaría a buscar un entrenador. Apreté los dientes, pero cuando aquella tarde llegué a mi despacho investigué qué empresas había en un radio de tres kilómetros del instituto. Encontré tres lo bastante grandes como para permitirse una aportación sustanciosa a la comunidad; las dos primeras ni siquiera me concedieron audiencia.

By-Smart era la supertienda de descuentos de la Noventa y nueve con Commercial, y su centro de distribución del Medio Oeste estaba en la Ciento tres con Crandon. En la tienda me dijeron que allí no tomaban ninguna decisión relativa a obras sociales, que tenía que dirigirme a Patrick Grobian, el director de la zona sur de Chicagoland, cuyo despacho estaba en el almacén. Una jovencita de la oficina de Grobian que contestó el teléfono me dijo que nunca habían hecho nada por el estilo hasta la fecha, pero que podía ir y explicar lo que deseaba. Ese era el motivo por el que me encontraba vagando entre montañas de cosas camino del despacho de Grobian.

Por raro que pudiera parecer, mientras me crié en South Chicago nunca había oído hablar de By-Smart. Por descontado, trece años antes apenas había iniciado la etapa más fenomenal de su asombroso crecimiento. De acuerdo con mis pesquisas, las ventas del año anterior habían ascendido a ciento ochenta y tres mil millones de dólares, una cifra que me costaba concebir: tantos ceros hacían que la cabeza me diera vueltas.

Supongo que cuando yo era una niña su almacén ya estaba allí, en la Ciento tres con Crandon, pero no conocía a nadie que trabajara en él: mi padre era poli y mis tíos trabajaban en los silos de grano o en las fundiciones de acero. Al verlo costaba creer que acabara de enterarme de su existencia.

Había que ser un monje de clausura para no conocer By-Smart: sus anuncios de televisión eran omnipresentes y mostraban a sus felices y educados vendedores vestidos con batas rojas y el consabido eslogan «Be Smart, By-Smart». Se había convertido en la única tienda al por menor de un millón de localidades pequeñas de todo el país.

El viejo señor Bysen se había criado en el South Side, en la calle Pullman; lo sabía porque Mary Ann me había comentado que había estudiado en el instituto Bertha Palmer. Su biografía oficial no aludía a esos tiempos y, en cambio, abundaba en sus heroicidades como artillero durante la Segunda Guerra Mundial. Al regresar del frente tomó las riendas de la tiendecilla que regentaba su padre en la Noventa y cinco con Exchange. De aquella diminuta semilla había brotado un imperio mundial de supertiendas de saldos, para expresarlo con la acalorada imaginería de un periodista de la sección económica. Las madres de cuatro de las dieciséis chicas que entrenaba en el Bertha Palmer trabajaban en la supertienda, y acababa de enterarme de que el padre de April Czernin era conductor de la empresa.

El South Side había sido la base de la que había partido Bysen para convertirse en su centro de operaciones, según leí en Forbes; compró su almacén a Ferenzi Tool and Die cuando dicha empresa quebró en 1973 y lo conservó como centro de distribución para el Medio Oeste cuando trasladó su cuartel general a Rolling Meadows.

William Bysen, conocido por todo el mundo como Buffalo Bill, ya tenía ochenta y tres años pero seguía yendo a trabajar todos los días, seguía controlándolo todo, desde los vatios de las bombillas usadas en los lavabos de los empleados hasta los contratos con los principales proveedores. Sus cuatro hijos participaban activamente en la dirección del negocio, y su esposa, May Irene, era un pilar de la comunidad, entregada a sus obras benéficas y a su iglesia. De hecho, May Irene y Buffalo Bill eran cristianos evangelistas; en las oficinas centrales cada jornada comenzaba con una plegaria, dos veces por semana acudía un sacerdote a predicar y la empresa financiaba numerosas misiones en el extranjero.

En el equipo también había varias chicas evangelistas. Esperaba que la empresa viera esto como una ocasión fundamentada en la fe para servir a South Chicago.

Cuando llegué al pasillo 267W me encontré rezando para no tener que volver a comprar en mi vida. El pasillo desembocaba en un corredor con corrientes de aire que recorría toda la longitud del edificio. En la otra punta vi las siluetas de un grupo de fumadores apiñados junto a una amplia entrada, lo bastante desesperados como para afrontar el frío y la lluvia.

Una serie de puertas abiertas segmentaba el corredor. Asomé la cabeza por la primera, que resultó ser la cantina, con las paredes forradas de máquinas expendedoras. Diez o doce personas estaban más que sentadas desplomadas ante unas desvencijadas mesas de pino. Algunas comían estofado o galletas de las máquinas, mientras que otras dormían con la cabeza apoyada sobre la mesa.

Retrocedí y me dispuse a mirar las estancias que había a los lados del corredor. La primera era un cuarto de impresoras donde dos Lexmark vomitaban pilas de hojas de inventario. El fax que había en un rincón desempeñaba su cometido en la sociedad. Mientras contemplaba pasmada el flujo de papel, un desfile de toros elevadores se detuvo para recoger el material impreso. Se marcharon, pestañeé y los seguí de regreso al corredor.

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