Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Negó con la cabeza y sonrió con cierto aire de condescendencia. Tendría que esforzarme un poco más para sonsacarle algo. Tampoco era que me importase mucho, pero de algún modo tenía que matar el rato. Recordé el comentario del camionero sobre «la reina de las sábanas». O bien las compraba o bien se tendía en ellas; tal vez ambas cosas.

– ¿Eres la experta en ropa blanca? -pregunté.

Se pavoneó ligeramente: tenía una reputación, la gente hablaba de ella. Era la jefa de compras de toallas y sábanas de By-Smart a nivel nacional, dijo.

Antes de que pudiera seguir con el juego, Billy volvió a entrar con un grueso fajo de papeles.

– Oye, tía Jacqui, hay faxes para ti en este montón. No sé por qué los han enviado aquí en lugar de a Rolling Meadows.

Jacqui se levantó, y al hacerlo la carpeta cayó al suelo. Los papeles se desparramaron y tres de ellos fueron a parar debajo del escritorio de Grobian. Billy recogió la carpeta y la dejó encima de la silla.

– ¡Vaya por Dios! -murmuró con voz lánguida-. No creo que pueda meterme debajo del escritorio con esta ropa, Billy.

Billy dejó los faxes encima de la carpeta y se puso a gatas para alcanzar las hojas caídas. Jacqui cogió los faxes, los hojeó y separó unas doce páginas.

Billy se incorporó y le entregó las hojas de la carpeta.

– Pat, tendrías que asegurarte de que friegan el suelo más a menudo. Está mugriento ahí debajo.

Grobian puso los ojos en blanco.

– Billy, esto no es la cocina de tu madre, sino un almacén, así que me importa un pimiento lo sucio que esté o deje de estar el suelo.

Uno de los camioneros rió y dio una colleja a Billy camino de la puerta.

– Ya va siendo hora de que salgas a la carretera, muchacho. Cuando veas mugre de verdad volverás y comerás en el linóleo de Grobian.

Billy se sonrojó, pero rió con los hombres. Grobian habló brevemente con el último conductor sobre la mercancía que iba a llevar a la tienda de la calle Noventa y cinco. Cuando el hombre se fue, Pat le ordenó a Billy que fuese a los muelles de carga, pero Billy negó con la cabeza.

– Tenemos que hablar con la señora War… shas… ky, Pat. -Se volvió hacia mí disculpándose por la prolongada espera y agregando que había intentado explicar lo que quería aunque no creía haberlo hecho demasiado bien.

– Ah, sí, ayuda a la comunidad… Ya hacemos un montón de esas cosas.

Frunció de nuevo el entrecejo. Estaba claro que era un hombre atareado, sin tiempo para asistentes sociales, monjas y demás almas generosas.

– Sí, he estudiado sus números, al menos los que hacen públicos. -Saqué un pliego de papeles de mi maletín y al hacerlo cayeron al suelo los chanclos envueltos en la bolsa de plástico. Di sendas tarjetas de visita a Grobian, a Billy y a Jacqui y añadí-: Me crié en South Chicago. Ahora soy abogada y detective privado pero he regresado como voluntaria para entrenar al equipo femenino de baloncesto del instituto Bertha Palmer.

Grobian miró ostensiblemente su reloj de pulsera, pero el joven Billy dijo:

– Conozco a algunas de las chicas, Pat, por los intercambios parroquiales. Cantan en el coro de…

– Lo que quiere es que le demos dinero, ¿verdad? -lo interrumpió Jacqui con su lánguida voz-. ¿Cuánto y para qué?

Exhibí una sonrisa optimista y profesional y le tendí un ejemplar del informe que había preparado sobre los donativos a la comunidad que realizaba By-Smart. Entregué otro a Grobian y un tercero a Billy.

– Me consta que By-Smart dedica sus principales donativos a proyectos pequeños. La sucursal de la avenida Exchange repartió tres becas de mil dólares a estudiantes universitarios cuyos padres trabajan en la tienda, y también colabora con los comedores sociales y los refugios para los sin techo, pero el director de la sucursal me dijo que el señor Grobian era el responsable de los donativos más sustanciosos para el South Side.

– Así es: dirijo el almacén y soy gerente de zona de South Chicago y Northwest Indiana. Ya contribuimos a financiar los Clubes de Niños y Niñas, el Fondo de Pensiones de los Bomberos y otras organizaciones benéficas.

– Lo cual es fantástico -dije con entusiasmo-. El año pasado los beneficios de la tienda de la avenida Exchange rozaron el millón y medio de dólares, apenas por debajo de la media nacional debido a la mala situación económica de la región. La tienda, que yo sepa, hizo donativos por valor de nueve mil dólares. Con cuarenta y cinco mil…

Grobian dejó mi informe a un lado.

– ¿Con quién ha hablado? ¿Quién le ha dado información confidencial sobre nuestras tiendas?

Sacudí la cabeza.

– Está todo en Internet, señor Grobian. Sólo hace falta saber cómo buscarlo. Con cuarenta y cinco mil, la tienda cubriría el coste de uniformes, pesas, pelotas y un entrenador a media jornada. Serían verdaderos héroes en el South Side y, por supuesto, obtendrían una importante deducción fiscal. Caray, ¡si hasta podrían suministrar pesas de sus restos de serie!

Lo único que realmente quería de By-Smart era un entrenador, y calculé que por unos doce mil encontrarían a alguien dispuesto a tomarse en serio el empleo. No tenía por qué ser un profesor, sólo alguien que entendiera de baloncesto y que supiera trabajar con gente joven. Un estudiante licenciado que hubiese jugado en la universidad estaría bien; y si era estudiante de educación física, mucho mejor. Mi plan era comenzar por pedir cuatro o cinco veces lo que necesitaba, y así a lo mejor me alcanzaría como mínimo para el entrenador.

No obstante, Grobian seguía enfadado. Tiró mi propuesta a la papelera. Jacqui, con otro de sus lánguidos movimientos, intentó hacer lo propio, pero se quedó corta y su dossier cayó al suelo.

– Nunca damos esa cantidad de dinero a una sola tienda -dijo Grobian.

– No es para la tienda, Pat -objetó Billy agachándose a recoger el dossier de Jacqui-. Es para el instituto. Es la típica cosa que le encanta al abuelo, ayudar a los chavales que demuestran entusiasmo para mejorar su vida.

Aja: de modo que era un Bysen. Por eso podía fijar citas con pringados como yo pese a su poca experiencia y tener ocupado a un jefe que no quería ni oír hablar del asunto. Eso significaba que tía Jacqui también era una Bysen, de modo que no tenía que seguir jugando a las preguntas y respuestas.

Sonreí afectuosamente a Billy.

– Tu abuelo iba a ese instituto hace setenta años. Los padres de cinco de las chicas del equipo trabajan para By-Smart, de modo que se crearía una gran empatía entre la tienda y la comunidad.

Me estremeció que me costara tan poco hablar con tanta elocuencia.

– Tu abuelo no es partidario de dar esas sumas de dinero a obras benéficas, Billy. Si a estas alturas no sabes eso, será que no le has prestado la debida atención -dijo Jacqui.

– Eso no es justo, tía Jacqui. ¿Qué me dices del ala que los abuelos construyeron en el hospital de Rolling Meadows y la escuela que abrieron para los misioneros de Mozambique?

– Se trataba de grandes edificios que llevan su nombre -dijo Jacqui-. Un instituto pequeño que no le va reportar ninguna resonancia.

– Hablaré con él -la interrumpió Billy acaloradamente-. Conozco a algunas de esas chicas, y cuando se entere de su situación…

– Se le saltarán las lágrimas -se burló Jacqui-. Ya lo veo diciendo: «Si quieren triunfar tienen que trabajar duro, como hice yo. A mí nadie me ayudó, y empecé en el mismo lugar que ellas».

Patrick Grobian rió, pero Billy, ofendido, se sonrojó. Creía en su abuelo. Para disimular su confusión, se puso a ordenar los papeles que Jacqui había tirado, separando mi propuesta de las páginas de fax.

– Aquí hay algo de Adolfo, desde Matagalpa -dijo-. Creía que habíamos convenido en no trabajar con él, pero te ofrece…

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