Huí del apartamento antes de que el señor Contreras metiera la directa y me retuviera una hora más, no sin antes prometerle que tomaría un buen desayuno. Al fin y al cabo, el lema de mi familia es no saltarse nunca una comida. Justo debajo del escudo de armas de los Warshawski: un tenedor y un cuchillo cruzados sobre un plato.
En mi fuero interno, me había ofendido que me dijeran que tenía mal aspecto. Cuando subí al coche, estudié mi rostro en el espejo retrovisor. Desde luego, tenía mala cara: estaba ojerosa y la falta de sueño hacía que los pómulos me sobresalieran como los de una modelo de pasarela anoréxica. En lugar de ocho horas de cama, lo único que necesitaba era un buen corrector y un poco de base de maquillaje, aunque no en ese momento, cuando me disponía a pasar dos horas con dieciséis adolescentes en una cancha de baloncesto.
– Morrell piensa que soy guapa -refunfuñé en voz alta, aunque en ese instante Marcena Love debía de estar delante de él, pensé, guapísima y perfectamente arreglada; seguramente iba maquillada cuando requisó el tanque y enfiló hacia la frontera. Me abroché el cinturón de seguridad con tanta fuerza que me pellizqué el pulgar, y giré en redondo para sumarme al tráfico. Cuando llegue mi turno de conducir un tanque, yo también me pondré pintalabios.
Paré en un bar a tomar unos huevos revueltos y un café expreso doble y llegué a mi oficina alrededor de las diez. Me concentré en los archivos de la Securities Exchange Comission y comprobé las fichas de detenidos de todo el país en busca de un hombre que uno de mis clientes quería contratar. Por primera vez en una semana, realmente conseguí concentrarme en mi verdadero trabajo, finalizando tres encargos e incluso enviando las facturas correspondientes.
Desbaraté mi precario buen humor intentando llamar a Morrell mientras aguardaba en un semáforo rojo de la calle Ochenta y siete a que me respondiera su contestador automático. Seguramente había ido con Marcena al jardín botánico de Glencoe; lo habían comentado la noche anterior. Eso no me planteaba ningún problema, ni por asomo. Era fantástico que se sintiera con fuerzas para levantarse y salir. Pero la idea incrementó la ferocidad con que arremetí contra Celine y April al principio del entrenamiento.
El equipo guardó silencio unos minutos, interrumpiendo los habituales empujones y protestas de que no podían hacer esto o aquello, que los ejercicios eran demasiado duros, que la entrenadora McFarlane nunca les hacía hacer tal o cual cosa.
Celine, siempre inclinada a hacer diabluras, rompió el silencio preguntando si sabía algo de Romeo y Julieta. Se sostenía de pie sobre la pierna izquierda y levantó la derecha hasta la cabeza cogiéndola por el talón. Poseía una flexibilidad extraordinaria; incluso cuando me sacaba de mis casillas y me venían ganas de arrearle era capaz de paralizarme con la fluida belleza de sus movimientos.
– ¿Te refieres a la guerra civil que hace que dos amantes con mala estrella se quiten la vida? -dije con cautela, preguntándome adónde quería ir a parar-. De memoria no lo puedo recitar.
Celine perdió el equilibrio un instante.
– ¿Qué?
– Shakespeare. Así describe a Romeo y Julieta.
– Sí, es como una obra de teatro, Celine -intervino Laetisha Vettel-. Si alguna vez vinieras a clase de inglés, te habrías enterado. Shakespeare vivió hace unos mil años y escribió Romeo y Julieta para el teatro antes de que hicieran la película. Antes incluso de que supieran cómo se hacen las películas.
– Amantes con mala estrella -dijo Josie Dorrado-, significa que ni las estrellas del cielo los ayudarían.
Para mi asombro, April le dio una patada de advertencia en la pierna.
– ¿Eso es lo que significa «tener mala estrella»? -preguntó Theresa Díaz-. Pues es lo que nos ocurre a Cleon y a mí, porque mi madre no me deja verlo después de la cena, ni siquiera para estudiar.
– Porque es de los Pentas -apuntó Laetisha-. Tu madre es más lista que tú, de modo que hazle caso. Si quieres vivir hasta tu próximo cumpleaños, apártate de los Pentas.
Celine levantó la pierna izquierda y dijo:
– Tú y Cleon tendríais que hacer como el padre de April. Me he enterado de que todo el mundo hace lo mismo que la entrenadora el jueves, le llaman Romeo. Romeo el Errante, metió a la inglesa en su…
April se abalanzó sobre ella antes de que terminara la frase, pero Celine ya se lo esperaba: le arreó una patada a April y ésta cayó al suelo. Josie se puso de un salto al lado de April, y Theresa Díaz se apresuró a ayudar a Celine.
Cogí a Laetisha y a Sancia, que se disponían a entrar en la pelea, y las obligué a dirigirse al banquillo.
– Y ahora sentaos y no os mováis de aquí -les ordené.
Corrí al cuarto de las escobas y cogí un cubo. Estaba lleno de agua sucia, lo cual me vino de perlas: me lo llevé hasta la pista y lo vacié encima de las chicas.
El agua fría y hedionda las hizo reaccionar: se levantaron mascullando de rabia e indignación. Agarré a Celine y a April por sus largas trenzas y tiré con fuerza. Celine quiso arrear otro puñetazo. Solté las trenzas y agarré a Celine por el brazo, torciéndoselo contra la espalda al tiempo que le sujeté el hombro derecho contra mi pecho. Metí mi brazo derecho debajo de su mentón y la inmovilicé justo a tiempo de agarrar otra vez a April por el pelo con mi mano izquierda. Celine chillaba, pero sus gritos quedaron ahogados por los berridos de los hijos de Sancia y de su hermana, que estaban fuera de sí.
– Celine, April, voy a soltaros, pero como una de las dos haga un solo movimiento, la derribo, ¿estamos?
Apreté el antebrazo bajo el mentón de Celine para que supiera hasta qué punto hablaba en serio y di un tirón a la trenza de April.
Ambas permanecieron mudas un largo instante pero finalmente asintieron a regañadientes. Las solté y las mandé al banquillo.
– Sancia, dile a tu hermana que se lleve a tus hijos al vestíbulo. Vamos a tener una charla como equipo y no quiero oír sus aullidos durante la reunión. Chicas, os quiero a todas sentadas. Ahora mismo. Venga.
Se apiñaron en el banco, amedrentadas por mi demostración de fuerza. Yo no quería imponer mi autoridad valiéndome del miedo. Mientras se sentaban permanecí de pie sin pronunciar palabra intentando serenarme y centrarme en ellas, no en mi sentimiento de frustración. Me miraban con ojos como platos, por una vez en absoluto silencio.
Finalmente dije:
– Todas sabéis que si informo de esta pelea a la directora, Theresa, Josie, Celine y April serán expulsadas no sólo del equipo sino del instituto. Las cuatro se estaban peleando, y -levanté una mano cuando Celine comenzó a protestar que April la había atacado- me importa un rábano quién ha empezado. No estamos aquí para hablar de culpa sino de responsabilidad. ¿Alguna de vosotras quiere jugar al baloncesto? ¿O queréis que diga que estoy demasiado atareada para entrenar a un puñado de chicas que sólo quieren pelear?
Eso provocó un tumulto; querían jugar; si aquellas dos iban a pelearse no debían estar en el equipo. Alguien señaló que si Celine y April eran expulsadas se quedarían prácticamente sin equipo.
– ¡Son unas egoístas! -gritó una chica-. Si lo único que les importa son sus riñas, no tendrían que entrar en el gimnasio.
Una chica que casi nunca hablaba sugirió que se las castigara por haberse peleado pero que no las expulsaran del equipo. La idea cosechó un considerable murmullo de aprobación.
– ¿Y qué se os ocurre a modo de castigo? -pregunté.
Hubo muchas discusiones y burlas sobre posibles castigos hasta que Laetisha dijo que deberían limpiar el suelo.
– De todas formas, no podemos jugar hasta que se haya hecho limpieza. Que hoy limpien el suelo y mañana entrenamos.
Читать дальше