Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Su voz murió en suspiro.

Mientras Rose divagaba a propósito de sus inquietudes, Julia siguió mirando la tele como si le fuera la vida en ello, pero la tensión de sus escuálidos hombros demostraba que era plenamente consciente de lo que estaba diciendo su madre. Apuré mi café hasta el último cristal sin disolver: no era cuestión de desperdiciar nada en aquel hogar.

– ¿Y qué es lo que está ocurriendo en la fábrica? -pregunté para volver a encauzar la conversación.

– Seguramente no es nada -dijo-. Quizá no sea nada. Josie no ha parado de decirme que no la molestara con esto.

Sin embargo, insistí un poco más y finalmente soltó que un día del último mes, cuando llegó al trabajo, y siempre llegaba temprano por temor a que dejaran de considerarla una buena empleada, pues si iba a haber más despidos no podía dejar que nadie dijera que tenía una mala actitud, en fin, que cuando llegó se encontró con que no pudo meter la llave en la cerradura. Alguien había llenado los ojos de las cerraduras con pegamento, y habían perdido un día entero de trabajo mientras aguardaban que un cerrajero fuera a perforarlas. En otra ocasión abrió la fábrica y la encontró llena de un olor fétido que resultó ser culpa de las ratas muertas que había en los conductos de la calefacción.

– Como siempre llego temprano, abrí todas las ventanas y así pudimos hacer algo de trabajo, no fue tan grave, ¡pero imagínese! Tuvimos suerte de que no hiciera muy mal tiempo; en noviembre, ya se sabe, podía haber una ventisca, o llover o qué sé yo.

– ¿Qué dice el señor Zamar?

Se inclinó sobre el bebé.

– Nada. Me dice que en las fábricas ocurren accidentes sin parar.

– ¿Dónde estaba él cuando metieron pegamento en las cerraduras?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Rose.

– Quiero decir si no es sorprendente que usted descubriera que las habían tapado con pegamento. ¿Por qué no estaba él allí?

– No entra temprano porque se queda hasta tarde, hasta las siete o las ocho de la noche, por eso no acostumbra a llegar hasta las ocho y media de la mañana, a veces incluso a las nueve.

– O sea que pudo haber sellado las cerraduras con pegamento él mismo cuando salió la noche anterior -dije sin andarme con rodeos.

Me miró desconcertada.

– ¿Por qué iba a hacer algo así?

– Para obligar a la fábrica a cerrar de una manera que le permitiera cobrar el seguro.

– Él no haría algo así -protestó, demasiado deprisa-. Eso sería malvado y, la verdad, es un buen hombre, se esfuerza mucho.

– ¿Piensa que alguna persona de las que despidió podría estar haciéndolo para vengarse?

– Todo es posible -dijo-. Por eso yo… Por eso quería saber, cuando Josie me dijo que una mujer policía se encargaba del entrenamiento en vez de la señora McFarlane… ¿Usted no podría ir allí y descubrir qué pasa?

– Sería mucho mejor que avisara a la policía, a la policía de verdad. Ellos pueden preguntar.

– ¡No! -soltó en voz tan alta que al bebé le entró hipo y rompió a llorar.

– No -repitió en voz más baja, acunando al bebé contra su hombro-. El señor Zamar me dijo que nada de policías, no quiso dejarme llamar. Pero usted, usted se crió aquí, podría hacer unas cuantas preguntas, a nadie le importará que le pregunte la señora que ayuda a las chicas a jugar al baloncesto.

Negué con la cabeza.

– Sólo soy una persona que trabaja por su cuenta y una investigación como ésta requiere mucho tiempo, es cara.

– ¿De cuánto estamos hablando? -preguntó-. Yo podría pagarle algo, quizá cuando acabe de pagar el hospital de Julia.

Me faltó valor para decir que mi tarifa habitual era de ciento veinticinco dólares la hora, no podía decírselo a una persona que se consideraba afortunada por poder alimentar a cinco niños ganando trece dólares a la hora. Incluso aunque a menudo hago trabajos pro bono, demasiado a menudo según dice mi contable sin parar, no veía el modo de emprender una investigación en un taller cuyo propietario no quería saber nada de mí.

– Pero ¿no se da cuenta de que si usted no lo descubre, si no paramos esto, la fábrica cerrará? ¿Y qué será entonces de mí y de mis hijos? -exclamó con lágrimas en los ojos.

Julia se encogió más dentro de su camiseta ante tal exabrupto y el bebé berreó aún más alto. Me rasqué la cabeza. La idea de una obligación más, de una cuerda más tirando de mí hacia mi antiguo barrio, me dio ganas de sentarme con Julia en el sofá y enterrar la cabeza en un mundo imaginario.

Con una mano que pesaba lo indecible, saqué mi agenda de bolsillo del bolso y eché un vistazo a mis compromisos.

– Puedo venir mañana temprano, digo yo, pero sepa que tendré que hablar con el señor Zamar, y si él me ordena que me vaya de la fábrica no tendré más remedio que marcharme.

Rose Dorrado me sonrió aliviada. Seguramente supuso que si daba el primer paso me vería comprometida a efectuar todo el viaje. Esperé con toda mi alma que estuviera equivocada.

Capítulo 8

Vida industrial

Estreché mi cazadora contra el pecho y me colé por un agujero abierto en la alambrada. El pálido acero del alba otoñal apenas comenzaba a iluminar el cielo, y el aire era frío.

Cuando le dije a Rose Dorrado que esa mañana iría a Fly the Flag, mi plan inicial era llegar hacia las ocho y media para interrogar al personal. No obstante, la víspera, mientras le explicaba la situación a Morrell, me di cuenta de que debía ir temprano: si alguien estaba haciendo sabotaje antes de que llegaran los del turno de la mañana quizá consiguiera sorprenderlo in fraganti.

Esa noche volví a acostarme tarde: entre la demora en el instituto por la riña entre mis jugadoras, la visita a Rose y, por último, pasar a ver a Mary Ann McFarlane, cuando enfilé hacia el norte eran las tantas. Aunque una empresa de servicios domiciliarios enviaba a una persona cuatro veces por semana para que se encargara de la colada y otras tareas difíciles, había adquirido la costumbre de llevarle comida, a veces la cena, a veces algún capricho que ella echaba de menos y que a nadie se le ocurría comprar.

Mary Ann vivía al norte de mi antiguo barrio, en un apartamento como el mío: cuatro habitaciones a los lados de un estrecho pasillo en un edificio de ocho plantas. Cuando llegué estaba en la cama, pero me llamó con una voz aún lo bastante fuerte como para que se oyera desde la entrada. La saludé a gritos mientras me agachaba para acariciar a Scurry, su dachshund, que se alegraba mucho de verme.

Lo que haría con el perro cuando tuviese que mudarse de allí, si se veía obligada a hacerlo, era otra de mis preocupaciones. Yo ya tenía una golden retriever y a su gigantesco hijo mestizo de labrador. Un tercer perro haría que el departamento de sanidad se echara sobre mí, no por los perros sino para encerrarme a mí en un manicomio.

Cuando fui a su habitación, mi antigua entrenadora ya se había levantado de la cama y venido a mi encuentro. Se cogía del borde del tocador, pero rehusó con un ademán el brazo que le ofrecí y siguió jadeando hasta que recobró el aliento. A la tenue luz del dormitorio se la veía muy desmejorada, con las mejillas hundidas y la piel del cuello extraordinariamente flácida. Había sido una mujer baja y fornida; ahora el cáncer y la quimioterapia habían sorbido la vida de su cuerpo. A causa de la quimio había perdido el cabello, que le estaba volviendo a crecer, cubriéndole el cráneo de una pelusa pelirroja con mechones canos. Sin embargo, hasta cuando estaba tan calva como Michael Jordán se negaba a ponerse peluca.

La primera vez que la vi así quedé impresionada: estaba tan acostumbrada a su energía muscular que no podía imaginarla enferma ni anciana. Tampoco era que fuese anciana, sólo tenía sesenta y seis, según averigüé para mi sorpresa. Por alguna razón, cuando era mi entrenadora y mi profesora de latín me había parecido tan formidablemente vieja como un busto de César Augusto.

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