Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Salvo por una fundición cuyas vallas protegían una moderna planta en expansión, la mayor parte de los edificios parecían sostenerse de pie sólo gracias a una desafiante oposición a la gravedad. Vi ventanas sin vidrios o clausuradas con tablas; tiras de aluminio oscilando al viento. Que hubiese gente trabajando en aquellas construcciones a punto de desplomarse constituía una clara señal de la desesperada escasez de empleos que padecía el barrio.

Para mi sorpresa, Fly the Flag no compartía el deterioro general de la avenida. La historia de Rose Dorrado me había convencido a medias de que Frank Zamar estaba maquinando el final de su propia empresa, pero en tal caso me habría esperado que dejase que la planta se viniera abajo por sí misma: muchos incendios provocados son fruto de negligencias malintencionadas (sobrecarga eléctrica, no reparar cables pelados, permitir que la basura se acumule en rincones estratégicos) más que de una mano incendiaria. Al menos desde fuera, Fly the Flag parecía en buena forma.

Linterna en mano, recorrí el perímetro exterior. La explanada era pequeña, lo justo para que maniobrase un tráiler y poco más. Una rampa conducía al muelle de carga situado a nivel del sótano; había dos entradas en la planta baja.

Rodeé el edificio buscando agujeros en los cimientos y desperfectos en los cables eléctricos y en las tuberías de gas, además de huellas en el suelo húmedo, pero no descubrí nada fuera de lo común. Todas las entradas estaban cerradas; cuando probé con mis ganzúas no noté ninguna obstrucción.

Miré la hora: las seis y siete. Con la linterna apuntando a la cerradura, usé mi instrumental para abrir la puerta trasera. Desde la autopista podían verme, pero no creía que a alguien le importara tanto lo que ocurría en aquel submundo como para llamar a la poli.

La distribución interior de la fábrica era bastante sencilla: una planta enorme donde se erguían las gigantescas máquinas de cortar y planchar, largas mesas donde cosían los operarios, todo dominado por la bandera estadounidense más grande que había visto jamás. Cuando la alumbré con la linterna, las barras se vieron tan suaves y brillantes que tuve ganas de tocarlas. Encaramada a una mesa y extendiendo el brazo llegué justo a tocar la barra inferior. Tenía un tacto entre sedoso y aterciopelado, tan voluptuoso que tuve ganas de envolverme con ella. La esmerada costura entre las barras mostraba que los trabajadores creían en el eslogan que colgaba en lo alto: «Hacemos patria con orgullo».

Salté de la mesa y limpié las huellas que había dejado encima antes de seguir explorando. En un rincón se había cedido espacio, de mala gana, para una cantina diminuta, un aseo inmundo y un despacho minúsculo donde Frank Zamar debía de llevar el papeleo. En un hueco al lado de la cantina había una hilera de destartaladas taquillas metálicas. Eran suficientes, supuse, para que los empleados guardasen sus efectos personales durante la jornada.

Al otro lado de la habitación, un montacargas sin paredes conducía al sótano. Accioné la palanca manual para bajar. La parte delantera daba al muelle; la trasera, al almacén donde se guardaban las bobinas de tela. Había cientos de bobinas de colores diferentes y grandes carretes de galón y hasta una caja de tela metálica con astas de diversas longitudes. En definitiva, todo lo que precisaba un fabricante de banderas.

Ya habían dado las seis y media, no disponía de tiempo para indagar en el despacho de Zamar antes de que Rose Dorrado se presentase para mostrar su celo como empleada. Especulé con la idea de que hubiese sido ella quien había puesto la silicona, quizá con la intención de demostrar que era indispensable para proteger la planta de los saboteadores. Reunir suficientes ratas muertas a fin de que los conductos de ventilación apestaran parecía una tarea repugnante, pero supuse que todo dependía de lo resuelto que se estuviera.

Vi una escalera de hierro que ascendía a la planta baja, y al empezar a subirla oí un ruido por encima de mí, un golpe sordo semejante al de una puerta al cerrarse. Si era Rose Dorrado, todo estaba bien, pero si no… Apagué la linterna, la metí en la mochila y avancé a tientas con sigilo. Oía pasos; cuando mis ojos alcanzaron el nivel del suelo, me encontré con que una gigantesca máquina de coser me tapaba la vista, pero percibí un cono de luz que recorría las mesas: alguien se abría paso entre ellas. Si hubiese sido alguien con derecho a estar allí, habría encendido los fluorescentes que pendían del techo.

Un par de botas bajas asomaron por el borde de la máquina de coser arrastrando los cordones por el suelo. Era un aficionado: un profesional se habría atado bien los zapatos. Me agaché. Mis ganzúas golpearon contra la barandilla de hierro. Los pies que había arriba se pararon en seco, giraron y echaron a correr. Subí a toda prisa y vi al intruso justo cuando abría la puerta. Me arrojó la linterna contra mí. Me agaché un segundo demasiado tarde y me tambaleé cuando me alcanzó en la cabeza. Para cuando recobré el equilibrio y salí por la puerta de incendios, él ya había saltado la valla y subía dando traspiés por el terraplén hacia la autopista. Lo seguí, pero me llevaba demasiada ventaja como para molestarme en intentar saltar la valla; él ya estaba trepando al parapeto de hormigón de la autopista.

Oí el estruendo de las bocinas, los chirridos de neumáticos patinando y luego el rugido de los motores cuando el tráfico volvió a la vida.

Si no había logrado salvar los seis carriles, no tardaría en oír las sirenas. Dejé transcurrir un par de minutos, pero no aparecieron ni ambulancias ni policías en escena, así que me volví y desanduve lo andado. Ya eran casi las siete; los del turno de la mañana debían de estar llegando. Caminé con dificultad por el suelo embarrado frotándome el punto dolorido donde la linterna me había golpeado la cabeza.

Al doblar una esquina del edificio para dirigirme a la parte delantera vi a Rose Dorrado cruzar el patio; su pelo rojizo destacaba como una llamarada sobre el gris de la mañana nublada. Cuando llegué a la puerta principal, Rose ya la había abierto y estaba dentro. Algunas personas iban entrando al patio por la verja, hablando en voz baja. Me miraron sin demasiada curiosidad.

Encontré a Rose junto a las taquillas metálicas sacando una bata azul y colgando su abrigo. El interior de su armario estaba empapelado con versículos de la Biblia. Movía los labios, quizás estuviese rezando, y aguardé a que terminara antes de darle un toque en el hombro.

Me miró sorprendida y, al mismo tiempo, complacida.

– ¡Ha venido muy pronto! Bien, así podrá hablar con la gente antes de que se presente Zamar.

– He visto a alguien más llegar a primera hora, un hombre bastante joven. No he podido verle bien, pero tendría unos veinte años. Era alto, y llevaba la gorra muy calada, de modo que no le he visto la cara. Tenía un bigote fino.

Rosé frunció el entrecejo, preocupada.

– ¿Ha venido un hombre con intención de hacer algo? Si se trata de lo que le dije, es lo que quise advertirle al señor Zamar. ¿Por qué no lo ha detenido?

– Lo he intentado, pero era muy rápido para mí. Podríamos llamar a la policía, ver si ha dejado huellas.

– Sólo si el señor Zamar está de acuerdo. ¿Qué intentaba hacer ese hombre?

Sacudí la cabeza.

– Eso tampoco lo sé. Me ha oído y se ha pirado, pero me parece que se dirigía a las escaleras que bajan al sótano. ¿Qué hay allí, aparte de las telas?

Estaba demasiado alterada para preguntarse cómo sabía lo de las telas en el sótano o inquirir dónde estaba yo cuando el intruso me había oído.

– De todo. Ya sabe, la caldera, el cuarto de secado, el de limpieza en seco, todo lo necesario para que la fábrica funcione está ahí abajo. Dios, ¿no estamos a salvo? ¿Tenemos que preocuparnos de que entre alguien a poner una bomba?

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