Después de hablar con Zamar, ya no creía que Rose estuviese implicada. Había algo en aquellos incidentes que le preocupaba sobremanera. El hombre con quien había tropezado en la entrada, Robert Andrés, quizá supiera de qué se trataba; tendría que haberle pedido el número de teléfono. Estaba tan ofuscada por el enojo y la humillación que me había causado el encargado al echarme que descuidé lo fundamental.
Tal vez Zamar estuviera enamorado de Rose y ni se le ocurría pensar que pudiera ser la responsable. O estaba interesado en Julia, la hija de Rose y su bebé; había donado chaquetas de chándal y solía ir a verla jugar. ¿Acaso sería el padre de la criatura? ¿Iba Rose a destruir Fly the Flag a modo de castigo?
– Déjalo correr, Warshawski -dije en voz alta-. Si sigues así acabarás escribiendo guiones para el programa de Jerry Springer.
Me hallaba en los suburbios del oeste buscando a una mujer que había abandonado una caja de seguridad con ocho millones en títulos al portador, y tenía que poner los cinco sentidos en esa tarea. Localicé a su hija y a su yerno, quienes me dieron la impresión de saber más de lo que decían. Mi cliente regentaba una charcutería propiedad de la mujer; y se había preocupado cuando la dueña desapareció de repente. Poco después de las tres, encontré finalmente a la mujer en un hogar de ancianos donde la habían internado contra su voluntad. Hablé con mi cliente, que salió corriendo hacia la residencia acompañada de un abogado. Mientras conducía deprisa hacia South Chicago para llegar a tiempo al entrenamiento de recuperación de mi equipo, me sentía cansada pero satisfecha del éxito.
Las chicas jugaron bien, contentas de que el gimnasio estuviera limpio. Por primera vez dieron la impresión de ser un equipo real; quizá la pelea había conseguido por fin unirlas de verdad. Hicimos una tabla corta de ejercicios y se marcharon con la cabeza bien alta, exultantes por mis alabanzas y su confianza en su propia habilidad.
Camino de casa, atascada en el tráfico de la hora punta, llamé al servicio de mensajes. Para mi asombro, tenía un mensaje de Billy el Niño. Cuando lo llamé al móvil me dijo un tanto aturullado que había hablado con su abuelo sobre mí y el programa de baloncesto del Bertha Palmer. Si quería, podía ir a la oficina central por la mañana para asistir a la plegaria que se decía al inicio de la jornada.
– Si el abuelo tiene tiempo, después hablará con usted. No pudo prometerme que la atendería ni que la ayudaría, pero dijo que podía ir. Lo único es que tendrá que estar allí hacia las siete y cuarto.
– Fantástico -dije con una efusividad que distaba mucho de sentir. Aunque suelo levantarme temprano, nunca he sido tan entusiasta de los madrugones como Benjamin Franklin. Pedí a Billy el Niño indicaciones para ir a la sede de la empresa en Rolling Meadows.
Cuando me las hubo dado agregó:
– El caso es que yo también estaré allí, señora Wart… shas… ky, porque ayudo un poco en el oficio. El pastor es de la iglesia del Mount Ararat, ya sabe, la que hace el intercambio con mi parroquia, para oficiar el servicio matutino. Es probable que tía Jacqui también asista, así que no todos le serán desconocidos. En cualquier caso, llamaré a Hermán, el vigilante del turno de la mañana, para que sepa que tiene que dejarla entrar. Y avisaré a la secretaria del abuelo por si acaso, a ver si él tiene tiempo para hablar con usted. ¿Cómo le va al equipo de baloncesto?
– Están entrenando con ganas, Billy, pero no comenzarán a competir hasta enero.
– ¿Qué tal van… Sancia y… Josie?
– ¿Pasa algo con ellas? -pregunté.
– Bueno, ya sabe, van al Mount Ararat y…, bueno, ¿cómo les va?
– Bien, supongo -repuse, preguntándome si podría reclutar a Billy para que le diera clases particulares a Josie: si iba a ir a la universidad necesitaría ayuda. Aunque no sabía qué clase de estudiante había sido él y tampoco quería comenzar una conversación de ese calibre en medio de la autovía.
– ¿Podría presenciar alguna vez un entrenamiento? Josie me dijo que usted es muy estricta y que no deja entrar a los chicos en el gimnasio.
Contesté que quizás encontráramos la manera de hacer una excepción si podía salir temprano del trabajo una tarde, y terminé la conversación dándole calurosamente las gracias por abrirme las puertas de la oficina de su abuelo. Aunque eso supusiera volver a levantarse a las cinco para hacer el trayecto hasta la otra punta de Chicagoland.
Cuando colgué recordé lo que había ocurrido con Rose Dorrado aquella mañana. Había manejado la situación muy mal y le debía una disculpa.
Fue Josie quien respondió a mi llamada. Oí berrear a María Inés cerca del aparato y antes de contestar le chilló a su hermana que cogiera al bebé.
– Es tu hija, Julia, ocúpate un poco de ella para variar… ¿Diga? ¡Oh, entrenadora, hola!
– Hola, Josie. ¿Está tu madre? Me gustaría hablar con ella.
Se quedó callada un momento.
– Todavía no ha vuelto a casa.
Me fijé en un desvencijado Chevy que quería meterse delante de mí con prepotencia y aminoré un poco para cederle el paso.
– Esta mañana he ido a la fábrica; ¿te lo ha contado? -pregunté
– No la he visto desde el desayuno, entrenadora, y ahora, si me disculpa, tengo que ponerme a preparar la cena para mis hermanos.
Percibí una nota de inquietud en su voz.
– ¿Te preocupa que le haya ocurrido algo?
– No, no, supongo que no. Ha llamado y me ha dicho que vendría más tarde, o sea, dijo que tenía que hacer algo, a lo mejor horas extraordinarias, supongo, pero no me dijo el qué, sólo que me encargara de la cena de los niños, y, bueno, ya se sabe. Pero ya les hice el desayuno, y ahora el bebé no para de llorar, Julia no me ayuda y tengo que hacer el trabajo de Ciencias.
Me imaginé el atestado apartamento.
– Josie, mete al bebé en la cama. No le pasará nada malo por que llore un rato. Apaga el televisor y haz tu trabajo de Ciencias en la sala. Tus hermanos ya son mayorcitos y pueden abrirse una lata de lo que sea y jugar con sus Power Rangers en el comedor. ¿Tienes microondas? ¿No? Bueno, ¿tienes una lata de sopa? Caliéntala en el fogón y que se la coman. Tus estudios son lo primero. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, supongo; pero ¿qué voy a hacer si todo esto sigue como hasta ahora?
– ¿De verdad piensas que seguirá así?
El conductor de un camión hizo sonar la bocina; me había despistado y había dejado un gran hueco delante de mí.
– Si ha encontrado otro empleo, sí.
– Hablaré con tu madre sobre eso. De todos modos, tengo que hablar con ella. ¿Puedes apuntar mi número? Cuando vuelva, dile que me llame.
Una vez que hubo repetido mi número de teléfono, volví a darle el mensaje. Antes de colgar oí que le gritaba a su hermana que cuidara de María Inés si no quería que la metiera en la cama. Pensé que aquélla había sido mi buena obra del día, o mis dos buenas obras si contaba el haber encontrado a la patrona desaparecida de mi cliente.
Cuando llegué a casa los perros se volvieron locos de alegría, como si llevaran doce meses sin verme en lugar de doce horas. Morrell me dijo muy ufano que los había llevado hasta el lago; una verdadera proeza: no era capaz de subir el único tramo de escaleras de su piso cuando lo traje desde Zurich siete semanas antes. Todavía necesitaba bastón para andar, y Mitch había puesto en peligro el equilibrio de Morrell varias veces; después de tanto ejercicio tuvo que tumbarse una hora, pero había caminado las cuatro manzanas sin ningún percance y no parecía encontrarse peor después del paseo.
– Lo celebraremos -dije entusiasmada-. Hoy he superado a Sherlock Holmes, al menos esta tarde, y tú has superado a Hillary en el Everest. ¿Estás en forma para otra excursión, o voy a buscar algo?
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