Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– ¿Qué está ocurriendo aquí?

Me volví tan sobresaltada como las chicas de mi equipo al ver a una mujer de pie a mis espaldas. Era Natalie Gault, la subdirectora que nunca recordaba mi nombre.

– Oh, señora Gault, estas dos…

– Delia, ¿te he pedido que hables? -la interrumpí, evitando el chivatazo-. Han surgido algunas desavenencias, pero ya las hemos resuelto. Ahora se marcharán todas a casa salvo las cuatro que se quedarán para fregar el suelo. Un suelo que, aunque hay una fregona y un conserje que cobra un salario, da la impresión de haber estado acumulando suciedad desde que me gradué, y de eso ya hace un siglo. April, Celine, Josie y Theresa van a darnos una lección de compañerismo limpiando esta mugre. Nos gustaría utilizar el gimnasio mañana para recuperar la sesión de hoy.

La señora Gault me midió con la misma mirada que el personal de dirección empleaba conmigo en mis lejanos tiempos de estudiante. Noté que me encogía como solía ocurrirme entonces; era cuanto podía hacer para lograr que mi palabrería surtiese algún efecto.

Gault aguardó lo suficiente como para darme a entender que sabía que estaba encubriendo un problema grave, lo que los hilos de sangre que corrían por la pierna de Celine y la cara de April hacían bien patente, pero finalmente dijo que lo hablaría con el entrenador de los chicos: si íbamos a limpiar el gimnasio, deberíamos tener derecho a usarlo en primer lugar. Añadió que ordenaría al conserje que nos proveyera de más fregonas y detergente.

Fomentar el compañerismo fregando suelos resultó ser un buen ejercicio: al final de la tarde las cuatro estaban unidas en su rabia contra mí. Ya habían dado las seis cuando por fin las dejé marchar. Tenían los uniformes empapados y estaban agotadas, pero el entarimado resplandecía como no lo hacía desde…, bueno, desde un día de veintisiete años atrás cuando mis compañeras de equipo y yo lo habíamos fregado. Después de un episodio bastante peor que una mera pelea entre pandilleras. No era un episodio de mi vida en el que me gustara recrearme, y prefería no pensar en ello.

Las seguí al vestuario. El moho formaba manchas afelpadas a lo largo de las duchas y las taquillas, faltaban algunos asientos de retrete y varias tazas estaban llenas de compresas y otros desechos sanguinolentos. A lo mejor podría conseguir que la señora Gault presionara al conserje para que fregara aquello ahora que el equipo había limpiado el gimnasio. Aguanté la respiración y le grité a Josie que la estaría esperando en el almacén de material.

Capítulo 7

Distancias cortas

Josie vivía con su madre (y su hermana mayor, el hijo de su hermana y sus dos hermanos menores) en un viejo edificio de Escanaba. Mientras íbamos en coche hacia allí me suplicó que no le dijera a su madre que la había castigado.

– Mamá piensa que tendría que ir a la universidad y todo eso, y si se entera de que me he buscado problemas durante el entrenamiento igual me dice que no puedo jugar más al baloncesto.

– ¿Tú quieres ir a la universidad, Josie?

Aparqué detrás de una camioneta último modelo estacionada delante de su edificio. Cuatro altavoces montados en la caja sonaban con el volumen tan alto que todo el vehículo vibraba. Tuve que acercarme a Josie para oír su respuesta.

– Supongo que sí. O sea, no quiero pasarme la vida trabajando tan duro como mi madre, y si voy a la universidad a lo mejor puedo ser maestra o entrenadora o algo así. -Se arrancó un trocito de piel del dedo mirándose las rodillas y acto seguido espetó-: No sé qué es la universidad, cómo es, quiero decir. O sea, ¿serán todos unos creídos y no les caeré bien porque soy latina, ya sabe, y me he criado aquí? He conocido a algunos niños ricos en la iglesia, y es como si sus familias no quisieran que traten conmigo por culpa del lugar donde vivo. Me preocupa que la universidad sea igual.

Recordé el programa de intercambios parroquiales que Billy el Niño había mencionado. Su coro había cantado con el de la iglesia pentecostal de Josie. No me costaba imaginar que familias ricas como los Bysen no quisieran que sus hijos hicieran demasiada amistad con las niñas de South Chicago.

– Yo me crié aquí, Josie -dije-. Mi madre era una inmigrante pobre, pero aun así fui a estudiar a la Universidad de Chicago. Por supuesto, había imbéciles que se creían superiores a mí porque se habían criado con un montón de dinero y yo no. Pero a casi toda la gente que conocí, estudiantes y profesores, lo único que les importaba era cómo era yo como persona. Ahora bien, si quieres ir a la universidad, vas a tener que aplicarte a fondo en tus estudios, no sólo en el baloncesto. Eso lo tienes claro, ¿verdad?

Asintió, y eso fue todo. Se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó del coche. Mientras la seguía hacia el portal vi a cinco chavales que fumaban canutos junto a la camioneta. Uno de ellos era el tipo taciturno que solía sentarse en las gradas con sus hijos durante los entrenamientos. Nunca había visto a ninguno de los cuatro, aunque saltaba a la vista que Josie los conocía. Le gritaron algo en tono burlón pero no alcancé a oírlo debido a los retumbantes altavoces.

Josie repicó a voz en cuello:

– Más os vale que el pastor Andrés no aparezca por aquí: le hará un buen arreglo a ese coche como hizo la última vez.

Los chavales le gritaron algo más. Cuando me pareció que iba a plantarles cara la empujé hacia el portal. El ruido nos siguió por las escaleras hasta la segunda planta; pese a que los Dorrado vivían en la parte trasera del edificio, yo todavía notaba los graves retumbando en mi vientre mientras Josie abría la puerta del piso.

La puerta daba directamente a una sala de estar. Sentada en el sofá había una chica que sólo llevaba un camisón corto y unas bragas. Estaba viendo la televisión totalmente arrebatada; su mano derecha iba y venía de su boca a la bolsa de patatas fritas que tenía en el regazo. A su lado, tendido sobre el asiento forrado de plástico, un bebé contemplaba el techo con expresión ausente. Los únicos adornos de la habitación eran un gran crucifijo en una pared y una imagen de Jesús bendiciendo a unos niños.

– ¡Julia! La entrenadora ha venido a ver a mamá. Vístete ahora mismo -ordenó Josie-. ¿Cómo se te ocurre andar medio desnuda a esta hora?

Al ver que su hermana no se movía, Josie se acercó a ella y agarró la bolsa de patatas.

– Levanta. Baja de las nubes y vuelve al mundo real. ¿Está mamá en casa?

Julia se inclinó y acercó la cara a tres palmos de la pantalla, donde una mujer de rojo era abordada por un hombre en el momento en que salía de una habitación de hospital. La conversación, en español, giró en torno a la mujer que yacía postrada en la habitación que tenían detrás.

Josie se interpuso entre el aparato y su hermana.

– Puedes volver a ver Mujer mañana y pasado y el otro. Ahora ve a vestirte. ¿Está mamá en casa?

Julia se levantó de mala gana.

– Está en la cocina -respondió-, preparando el biberón de María Inés. Ocúpate de María Inés mientras me pongo los vaqueros.

– He quedado con April. Hacemos juntas un trabajo de Ciencias, así que no cuentes con que vaya a quedarme en casa cuidando de tu bebé -advirtió Josie cogiendo al crío en brazos-. Lo siento, entrenadora -añadió dirigiéndose a mí por encima del hombro-. Julia vive dentro de esa telenovela. Hasta le ha puesto a su hija el nombre de uno de los personajes.

La seguí hasta una habitación que hacía las veces de comedor y dormitorio; vi ropa de cama cuidadosamente doblada en un extremo de una mesa vieja de madera, y platos y cubiertos apilados en el otro. Había dos colchones hinchables guardados debajo de la mesa, y, junto a ellos, una caja con Power Rangers y otros juguetes que debían de haber pertenecido a los hermanos de Josie.

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