Gruñó otra vez.
– Es imposible saberlo hasta que nos lo diga el forense, pero suponemos que sí -contestó-. Hablé con el capataz y me dijo que Zamar era el único que quedaba en el edificio cuando terminó el turno. En cuanto a que fuese provocado, tampoco puedo decir nada hasta que la brigada inspeccione la planta, pero dudo de que ese tipo muriera como consecuencia de alguna clase de negligencia.
Conrad desvió la conversación preguntándome sobre mi vieja amiga Lotty Herschel. Le había extrañado no verla en el hospital conmigo, siendo médico como era, además de mi gran protectora.
Le expliqué que no había tenido tiempo de hacer ninguna llamada. Seguía preocupada por Morrell, pero no iba a confiarle eso a Conrad. Seguramente en el hospital no se habían molestado en avisarle; de lo contrario, seguro que me habría llamado aunque sólo fuera para decirme que no podía venir a verme. Procuré no pensar en Marcena Love, la que ocupaba el cuarto de invitados de Morrell. Además, ella tenía cosas mejores que hacer esos días. O esas noches. De repente le pregunté a Conrad si le gustaba estar tan alejado de la acción.
– Si eres policía, South Chicago es el centro de la acción -dijo-. Homicidios, bandas, drogas, tenemos de todo. Y no faltan incendios provocados. Hay los que quieras, montones de fábricas viejas que se venden a compañías de seguros.
Detuvo el coche delante de mi casa.
– ¿El viejo Contreras sigue viviendo en los bajos? ¿Vamos a tener que pasar una hora con él antes de subir?
– Seguramente. Y no es preciso que emplees el plural, Conrad: puedo subir la escalera sin ayuda.
– Sé que no te faltan fuerzas, señora W., pero no pensarás que ha sido la nostalgia de tus bonitos ojos grises lo que me ha llevado al hospital esta mañana, ¿verdad? Ahora tú y yo vamos a hablar. Vas a contarme qué estabas haciendo en Fly the Flag ayer por la noche. ¿Cómo sabías que iba a saltar por los aires?
– No lo sabía -respondí. Estaba cansada, la herida me dolía, la anestesia me había debilitado.
– Ya, y yo soy el Ayatolá de Detroit. Estés donde estés siempre hay disparos que dejan lisiados y muertos, de modo que o sabías que iba a ocurrir o algo hiciste para que ocurriera. ¿Por qué te interesaba tanto esa fábrica?
La acusación implícita me causó tal enfado que salí de mi sopor.
– Hace cuatro años te dispararon porque no me escuchaste cuando sabía algo. Ahora no quieres escucharme cuando digo que no sé nada. Estoy harta de que no me escuches.
Me dedicó una repugnante sonrisa de policía. La blanquecina luz reinante arrancó un destello a su diente de oro.
– Pues tu deseo se ha hecho realidad. Voy a escuchar hasta la última palabra de lo que digas. Una vez que hayamos aguantado el acoso del vecino.
La segunda frase la pronunció entre dientes: por lo visto, el señor Contreras y los dos perros que comparto con él me habían estado buscando, ya que los tres se acercaron dando saltos por la acera en cuanto bajé del coche. El señor Contreras contuvo el impulso de echarse a correr cuando vio a Conrad. Aunque nunca había aprobado que saliera con un hombre negro, me había ayudado a cuidar de mi corazón roto cuando Conrad me dejó, y estaba claramente estupefacto al vernos llegar juntos. Los perros, en cambio, no se mostraron nada comedidos. No sabría decir si se acordaban de Conrad o no; Peppy es una golden retriever y su hijo Mitch es medio labrador: dispensan a todo el mundo, desde el empleado que viene a leer el contador hasta a Grim Reaper, el mismo caluroso y enérgico saludo.
El señor Contreras los siguió lentamente por la acera, pero cuando se dio cuenta de que estaba lesionada se mostró a un tiempo solícito y molesto porque no lo había avisado de inmediato.
– Habría ido a recogerte, tesoro, si me lo hubieses dicho. Te habrías ahorrado la escolta policial.
– Era muy tarde cuando todo ocurrió y me han dado el alta a primera hora -dije con amabilidad-. Además, ahora Conrad es comandante en el Distrito Cuarto. La fábrica que ardió anoche está en su territorio, y quiere averiguar lo que sé acerca de eso; no se cree que no sepa nada de nada.
Al final subimos todos juntos a mi apartamento, los perros, el anciano y Conrad. Mi vecino se puso a trajinar en la cocina y apareció con un cuenco de yogur con rodajas de manzana y azúcar moreno. Incluso logró sacarle un expreso doble a mi maltratada cafetera.
Me eché en el sofá y los perros hicieron lo propio en el suelo a mi lado. El señor Contreras ocupó el sillón mientras Conrad arrimaba la banqueta del piano para mirarme a la cara mientras hablaba. Sacó una grabadora del bolsillo y grabó la fecha y el lugar en que estábamos hablando.
– Muy bien, señora W., esto es una declaración oficial. Cuénteme toda la historia de lo que estaba haciendo en South Chicago.
– Es mi hogar -dije-. Soy más de allí que usted.
– Ni por asomo: lleva veinticinco años o más viviendo en otra parte.
– No importa. Usted sabe tan bien como yo que en esta ciudad el hogar de tu infancia te persigue toda la vida.
Recuerdos del pasado
Volver a South Chicago siempre me ha causado la impresión de un regreso a la muerte. Todas las personas a las que más amé, esos afectos tan intensos de la infancia, habían muerto en ese barrio limítrofe del sudeste de la ciudad. Es verdad que el cuerpo de mi madre y las cenizas de mi padre reposan en otra parte, pero allí había cuidado de ambos durante sus dolorosas enfermedades. Mi primo Boom-Boom, próximo como un hermano, en realidad, más próximo que un hermano, había sido asesinado allí quince años antes. En mis pesadillas, el humo amarillo de las plantas de laminación de acero me sigue nublando la vista, pero las gigantescas columnas de humo que dominaban el paisaje de mi infancia ahora ya no son más que fantasmas.
Después del funeral de Boom-Boom prometí no regresar jamás; sin embargo, tales juramentos suelen ser presuntuosos; no se pueden cumplir. Aun así, intento hacerlo. Cuando mi antigua entrenadora de baloncesto me llamó para rogarme, o tal vez para ordenarme, que la sustituyera mientras la operaban de un cáncer, contestar «no» fue un acto reflejo.
– Victoria, el baloncesto te sacó de este barrio. Estás en deuda con las chicas que siguen tus pasos. Merecen una oportunidad como la que tú tuviste.
No fue el baloncesto sino el empeño de mi madre en que tuviera una educación universitaria lo que me sacó de South Chicago, repliqué. Y mis notas de acceso fueron condenadamente buenas. Pero tal como señaló la entrenadora McFarlane, la beca por méritos deportivos que me concedió la Universidad de Chicago tampoco me vino mal.
– Aunque así sea, ¿por qué el instituto no contrata a un suplente? -pregunté con terquedad.
– ¿Piensas que me pagan por entrenar? -alzó la voz indignada-. Esto es el Bertha Palmer High, Victoria. Es South Chicago. No tienen recursos y además están de auditoría, lo cual significa que hasta el último centavo se destina a preparar a los chavales para las pruebas oficiales. Sólo porque mi trabajo es voluntario mantienen vivo el programa para las chicas, y apenas alcanzamos a sostener las constantes vitales, tal como están las cosas: tengo que andar pidiendo dinero por ahí para pagar los uniformes y el equipo.
Mary Ann McFarlane me había enseñado latín además de baloncesto; y también tuvo que ponerse al día en geometría cuando el instituto dejó de dar clases de lenguas excepto las de inglés y español. Pese a todos los cambios, siguió entrenando al equipo femenino de baloncesto. Yo no había sido consciente de nada de aquello hasta que ella misma me lo contó aquella tarde.
– Sólo son dos horas, dos días por semana -agregó.
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