Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– Por todos los santos, señora W., ¿qué está haciendo usted aquí?

Levanté la vista, asustada, y me sentí mareada de puro alivio.

– ¡Conrad! ¿De dónde sales? ¿Sabías que estaba aquí?

– No lo sabía, aunque tendría que haberme figurado que si estallaba algún edificio en mi territorio no andarías muy lejos. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. -La punzada de dolor me estaba atravesando otra vez, nublándome la vista-. Zamar. ¿Dónde está?

– ¿Quién es Zamar, tu última víctima?

– El propietario de la planta, jefe -dijo un hombre fuera de mi estrecho campo visual-. Está atrapado ahí dentro.

Un walkie-talkie chicharreaba, sonaban móviles, los hombres hablaban, los motores hacían ruidos metálicos, bomberos con el gesto alterado y con el rostro manchado de hollín arrastraban un cuerpo calcinado. Cerré los ojos y dejé que la corriente de dolor me llevara consigo.

Recobré el conocimiento al llegar la ambulancia. Fui tambaleándome hasta la puerta de atrás por mi propio pie, pero los sanitarios tuvieron que auparme al interior. Una vez atada con las correas, incómoda, de lado, la sacudida de la ambulancia al arrancar me redujo a un diminuto punto de dolor concentrado. Si cerraba los ojos se me revolvía el estómago, pero la luz me taladraba cuando los abría.

Al bajar en picado por la entrada de ambulancias reparé vagamente en el nombre del hospital, pero lo único que fui capaz de hacer fue mascullar respuestas a las preguntas que me hacía la enfermera de admisiones. De un modo u otro me las arreglé para sacar de la cartera la tarjeta del seguro, firmé formularios, escribí el nombre de mi médico, Lotty Herschel, y les dije que si me ocurría algo avisaran al señor Contreras. Quise llamar a Morrell, pero no me dejaron usar el móvil y me tendieron en una camilla. Alguien me clavó una aguja en el dorso de la mano, y otros desconocidos se cernieron sobre mí diciendo que tendrían que cortarme la ropa.

Intenté protestar: llevaba un buen traje debajo de mi chaquetón de marinero, pero para entonces el tranquilizante ya estaba surtiendo efecto y sólo conseguí farfullar. No me anestesiaron del todo, pero debieron de darme una sustancia que provocaba amnesia: aún hoy no recuerdo que me cortaran la ropa ni que me sacaran el trozo del marco de ventana de la espalda.

Estaba consciente cuando me llevaron a la cama. Los fármacos y el dolor punzante del hombro me despertaban de golpe cada vez que me adormilaba. Cuando la doctora residente vino a verme a las seis me encontró despierta, aunque en ese estado de cansancio y embotamiento que, después de una noche en vela, pone una especie de cortina de gasa entre una y el mundo.

También ella llevaba toda la noche sin dormir, ocupándose de urgencias quirúrgicas como la mía; pero a pesar del sueño era lo bastante joven para sentarse en la silla que había junto a mi cama y hablar con viveza y casi se podría decir que con alegría.

– Cuando la ventana estalló, se le clavó un fragmento del marco en el hombro. Ha sido una suerte que fuera una noche fría y llevase puesto el chaquetón, pues éste impidió que penetrara más y que le causara una lesión más grave.

Me enseñó un trozo de metal retorcido de unos veinticinco centímetros; podía quedármelo, si lo deseaba.

– Ahora la enviaremos a su casa -agregó después de tomarme el pulso, palparme la cabeza y comprobar los reflejos de mi mano izquierda-. Así es la nueva medicina, ya ve. Sales del quirófano y entras en un taxi. Su herida se curará sin problemas. Lo único que no debe hacer durante una semana es mojar el apósito, así que nada de duchas. Vuelva el próximo viernes a las consultas externas; le cambiaremos el apósito y veremos cómo va evolucionando. ¿Qué clase de trabajo hace?

– Soy investigadora. Detective.

– Pues no podrá investigar durante un par de días, detective. Descanse un poco, deje que su organismo elimine la anestesia y se encontrará bien. ¿Quiere avisar a alguien para que la acompañe a casa o prefiere que le pida un taxi?

– Anoche pedí que avisaran a un amigo -dije-. No sé si lo hicieron.

Tampoco sabía si Morrell estaría en condiciones de viajar hasta allí. Se estaba recuperando de las heridas de bala que casi lo matan en Afganistán el verano anterior; no estaba segura de que pudiera conducir sesenta kilómetros.

– Yo la llevaré.

Conrad Rawlings había aparecido en el umbral.

Estaba demasiado aletargada para sentirme sorprendida o complacida al verle.

– Sargento. Oh, un momento Te han ascendido, ¿verdad? ¿Ahora eres teniente? ¿Qué, de ronda para ver cómo siguen las víctimas de anoche?

– Sólo las que izan una bandera roja cuando están en un radio de setenta y cinco kilómetros de la escena del crimen.

Apenas advertí emoción en su cara cuadrada de tez cobriza; desde luego, no la preocupación de un antiguo amante, ni siquiera el enojo de un antiguo amante que me abandonó furioso.

– Sí -añadió-, me han ascendido: ahora soy el oficial de guardia en la Ciento tres con Oglesby. Estaré en el vestíbulo cuando la doctora dictamine que estás de nuevo en condiciones para destrozar el South Side otra vez.

La residente firmó los papeles del alta, me extendió recetas de Vicodin y Cipro y me puso en manos del personal de enfermería. Una auxiliar me entregó lo que quedaba de mi ropa. Pude ponerme los pantalones, aunque estaban manchados de tierra y olían a hollín, pero el chaquetón, la chaqueta y la blusa rosa de seda estaban cortados por los hombros. Hasta el tirante de mi sujetador habían cortado. Fue la blusa de seda la que me hizo romper a llorar, eso y la chaqueta. Formaban parte de un conjunto que adoraba; me lo había puesto la mañana del día anterior para asistir a una presentación de un cliente antes de dirigirme al South Side.

A la auxiliar de enfermería le daba igual mi desesperación, pero estuvo de acuerdo en que no podía salir a la calle sin ropa. Fue a hablar con la enfermera jefe y me consiguió una sudadera vieja en alguna parte. Para cuando se acabaron los trámites y conseguí un camillero que me llevara en silla de ruedas hasta el vestíbulo, ya eran casi las nueve.

Conrad se había valido del privilegio policial para aparcar justo delante de la entrada. Estaba dormido cuando el camillero me sacó a la calle, pero despertó en cuanto abrí la puerta del lado del acompañante.

– ¡Uf! Ha sido una noche muy larga, señora W., muy larga. -Se restregó los ojos para despejarse y puso el coche en marcha-. ¿Sigues en el viejo pesebre cerca del campo de béisbol de Wrigley? He oído que le mencionabas un novio a la doctora.

– Sí.

Para mi fastidio, tenía la boca seca y la palabra sonó como un graznido.

– Confío en que no sea ese tipo, Ryerson.

– No es Ryerson. Se llama Morrell. Escribe para la prensa. Lo cosieron a balazos el verano pasado mientras cubría la guerra de Afganistán.

Conrad soltó un gruñido de desdén dirigido a todos los escritores y periodistas cosidos a balazos; sin embargo, él mismo había sido herido de bala en Vietnam.

– Además, sé por tu hermana que tú tampoco has hecho votos monásticos.

Camilla, la hermana de Conrad, pertenece a la junta del mismo refugio para mujeres que yo.

– Siempre has tenido mucha labia, señora W. ¡Votos monásticos! No, de eso nada.

Acto seguido Conrad dobló con su Buick en Jackson Park. Nos sumamos al intenso tráfico de la hora punta de la mañana y circulamos por la zona en construcción hasta acceder a Lake Shore Drive. Un débil sol de otoño intentaba atravesar la capa de nubes y en el aire flotaba una luz enfermiza que me hacía daño en los ojos.

– Lo has llamado escena del crimen -dije finalmente, sólo para romper el silencio-. ¿Significa eso que fue un incendio provocado? ¿Era Frank Zamar a quien sacaron los bomberos?

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