No era muy probable que aún estuviera en el piso. Peter podría habérselo dado a su novia. En este caso, Anita corría mayor peligro del que creía. Me rasqué la cabeza. Daba la impresión de que los chicos de Smeissen habían agotado todas las posibilidades. Habían rajado los sofás y los libros estaban tirados por el suelo. Era difícil de imaginar que se los hubieran mirado todos, página por página. Si después de buscar por todo el piso no encontraba nada, ya me dedicaría a buscar entre los libros. En un piso de estudiantes había un montón de libros, y mirarlos todos uno a uno suponía muchas horas. Lo único que seguía intacto era el suelo y los electrodomésticos. Busqué baldosas sueltas por todas las habitaciones. Encontré algunas, pero cuando las levanté con un martillo que cogí de debajo del fregadero de la cocina, sólo hallé termitas. En el cuarto de baño miré todos los artilugios uno por uno. Miré en el teléfono de la ducha y en las tuberías del váter y el lavabo. Eso fue un poco pesado. Tuve que bajar al coche para coger herramientas y forzar la puerta del sótano para cortar el agua. Tardé más de una hora en desenroscar las piezas oxidadas para ver qué había dentro. No fue ninguna sorpresa ver que únicamente había agua. Si alguien lo hubiera abierto antes que yo, las piezas se habrían soltado con más facilidad.
Cuando volví a la cocina el sol se estaba escondiendo: eran las seis y media. La silla en la que se había sentado Peter estaba delante de la cocina de gas. Era posible que lo que estaba buscando no lo hubiera escondido, si no que se hubiera caído. Tal vez debajo de la cocina descansaba un trozo de papel. Me tumbé en el suelo e iluminé la parte inferior de la cocina con una linterna. No vi nada y la abertura era muy pequeña. ¿Hasta dónde quería llegar? Me dolían los músculos y me había dejado la fenilbutazona en casa de Lotty. Fui al salón y cogí unos ladrillos de una estantería. Utilicé el gato del maletero de mi coche para hacer palanca y los ladrillos como calzo. Poco a poco, conseguí levantar la cocina. Pero me costó muchísimo porque el gato despegaba la cocina del suelo pero cuando intentaba meter un ladrillo debajo, cedía y la cocina volvía a su posición inicial. Al final acerqué la mesa y la levanté con el gato al mismo tiempo que la cocina. Conseguí poner un ladrillo en el extremo derecho. Poner el otro en el izquierdo fue mucho más fácil. Comprobé que no estuviera a punto de cargarme la tubería del gas y puse otro ladrillo. Me puse bocabajo otra vez y miré debajo de la cocina. Ahí estaba, un trozo de papel grasiento pegado. Lo despegué con cuidado para que no se rompiera y me lo llevé a la ventana para leerlo mejor.
Era una copia de papel carbón de tamaño cuartilla. En el extremo superior izquierdo había el logo de Ajax. En el centro ponía «Borrador: no negociable». Era para Joseph Gielczowski, del 13227 South Ingleside, Matteson, Illinois. Si lo llevaba a un banco para que lo certificaran, Ajax pagaría al banco la suma de 250 dólares en concepto de indemnización por accidente laboral. Aquel nombre no me decía nada, y la transacción parecía de lo más legal. Entonces, ¿por qué era tan importante aquel papel? Ralph lo sabría, pero no quería llamarle desde aquí. Sería mejor que pusiera la cocina de gas en su sitio y me fuera cuanto antes.
Levanté un poco la cocina utilizando la mesa como calce y saqué los ladrillos. La cocina hizo un ruido seco cuando se puso en su sitio. Recé para que los vecinos de abajo no estuvieran en casa o simplemente estuvieran demasiado ensimismados para llamar a la policía. Recogí mis herramientas, doblé el borrador de la reclamación, me lo metí en el bolsillo de la camisa y me fui. Cuando bajaba las escaleras. Se abrió la puerta del segundo piso.
– Soy fontanera -le dije-. Esta noche no habrá agua en el tercer piso.
Cerraron la puerta y salí deprisa.
Cuando subí al coche el partido se había acabado hacía rato, y tuve que esperarme a las noticias de las ocho para saber el resultado. Los Cubs se habían recuperado en la octava entrada. El bueno de Jerry Martin había conseguido un doble, Ontiveros, un sencillo, y el maravilloso Dave Kingman había salvado a los tres con su trigésimo segundo home run de la temporada. Y todo eso con dos jugadores eliminados. Sabía cómo se sentían los Cubs y canté un poco de Fígaro en su honor.
Lotty levantó las cejas cuando me vio entrar en el salón.
– Ah, se nota que estás contenta por la forma de andar. ¿Tu despacho estaba en condiciones?
– No, pero he encontrado lo que andaban buscando.
Saqué el borrador del bolsillo y se lo enseñé.
– ¿Ves algo raro?
Se puso las gafas y leyó el papel con atención mordiéndose los labios.
– He visto unas cuantas reclamaciones como ésta, sabes, cuando me pagan por gestionar accidentes laborales. A simple vista, todo parece legal, pero la verdad es que yo no me fijo en el contenido; sólo les echo un vistazo y los envío al banco. Y este nombre, Gielczowski, no me dice nada, excepto que es polaco, ¿no?
Me encogí de hombros.
– No sé. A mí tampoco me dice nada. Pero haré una copia y la esconderé en alguna parte. ¿Has cenado?
– Te estaba esperando, cielo -contestó.
– Pues deja que te invite a cenar. Lo necesito. Me ha costado mucho trabajo encontrar este papel, a trabajo físico, me refiero, aunque el proceso mental también me ha servido. No hay nada mejor que la universidad para adquirir un poco de lógica.
Lotty me dio la razón. Me duché y me puse unos pantalones decentes. Una blusa y una chaqueta ancha completaron el conjunto, y la pistolera ajustada bajo el brazo izquierdo. Guardé el borrador de la reclamación en el bolsillo de la chaqueta.
Lotty me miró de arriba abajo cuando entré en el salón.
– Lo disimulas muy bien, Vic.
Hice cara de no entender nada y ella se echó a reír.
– Cielo, tiraste la caja vacía en la basura de la cocina. Y te aseguro que yo no he comprado una Smith & Wesson. ¿Vamos?
Solté una carcajada pero no hice ningún comentario. Fuimos a cenar a una antigua bodega austríaca reconvertida en un pequeño y acogedor restaurante en el hotel Chesterton de Belmont con Sheridan. Lotty dio el aprobado al café que servían y probó un par de pasteles vieneses.
Cuando volvimos a casa, insistí en comprobar las puertas trasera y delantera antes de entrar para asegurarme de que no se había colado nadie. Nada más llegar, llamé a Larry Anderson, mi amigo del servicio de limpieza, y le pedí que adecentara mi piso. Mañana no podía porque ya lo habían contratado para otro servicio, pero iría el martes sin falta con sus mejores empleados. De nada, era un placer. Llamé a Ralph y quedamos para cenar al día siguiente en Ahab's.
– ¿Cómo va la cara? -me preguntó.
– Mucho mejor, gracias. Mañana por la noche estaré casi presentable.
A las once le di las buenas noches a Lotty y me tumbé en la cama. Me dormí al instante y caí en el negro inconsciente. Más tarde empecé a soñar. Las copas venecianas estaban alineadas en la mesa del comedor de mi madre.
– Toca un do mayor sostenido -me decía mi madre.
Hice un esfuerzo increíble para sostener la nota. Bajo mi mirada aterrorizada, la fila de copas se convertía en un charco rojo. Era la sangre de mi madre. Me costó mucho despertarme. Estaba sonando el teléfono.
Cuando conseguí orientarme en aquella cama extraña, Lotty ya lo había descolgado desde su habitación. Aun así, cogí el auricular y oí su voz clara y calmada: «Sí, soy la Dra. Herschel.» Colgué y miré la hora en el despertador que había en la mesilla de noche: las 5.13. Pobre Lotty, pensé, qué vida, y volví a dormirme.
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