Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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Después me senté y llamé a McGraw.

– Buenas tardes, Sr. McGraw. Me estaba buscando, ¿verdad?

– Sí, se trata de mi hija -dijo con voz insegura.

– No me he olvidado de ella, Sr. McGraw. De hecho, tengo una pista que me llevará, no directamente a ella, pero a gente que puede que sepa dónde está.

– ¿Hasta dónde ha llegado? Con esa gente, me refiero -dijo con brusquedad.

– Hasta donde he podido en el poco tiempo que he tenido. No es mi estilo alargar los casos para seguir cobrando.

– Nadie la está acusando, Srta. Warshawski, pero quería pedirle que abandone el caso.

– ¿Qué? -dije incrédula-. Monta todo este tinglado ¿y ahora no quiere que encuentre a Anita? ¿O es que ha aparecido?

– No, no ha aparecido. Pero creo que se me cruzaron los cables cuando vi que se había marchado del piso. Llegué a pensar que estaba implicada en el asesinato del chico. Ahora que la policía ha detenido a aquel drogadicto, ya veo que no.

Me estaba poniendo de mal humor otra vez.

– ¿Ah sí? Por inspiración divina, supongo. No faltaba nada en el piso y no se ha demostrado que Mackenzie estuviera allí. Lo siento, pero yo no me lo creo.

– Mire, Warshawski. ¿Quién se cree que es para dudar de la policía? Hace dos días que encerraron al esbirro ese. Si fuera inocente, ya lo habrían soltado. No me venga con el rollo de «Lo siento, pero yo no me lo creo» -me imitó despiadadamente.

– Desde la última vez que hablamos, McGraw, Earl Smeissen me ha destrozado la cara, el piso y el despacho para que dejara el caso. Si Mackenzie es el asesino, ¿qué le preocupa tanto a Smeissen?

– Lo que haga Earl no tiene nada que ver conmigo. Warshawski, le he dicho que deje de buscar a mi hija. De la misma manera que la contraté, puedo despacharla. Envíeme la factura de los gastos, e incluya lo del piso si quiere, pero deje de investigar.

– Es increíble. El viernes estaba preocupadísimo por su hija. ¿Qué ha cambiado desde entonces?

– ¡Abandone el caso, Warshawski! -gritó como un poseso-. Le he dicho que le pagaré. Deje de incordiar.

– Está bien -dije en un berrinche-. Estoy despachada. Le mandaré la factura, pero se equivoca en una cosa, McGraw, y dígaselo a Earl de mi parte: puede despacharme, pero no puede deshacerse de mí.

Colgué el teléfono. Qué retórica, Vic. Seguramente Smeissen creía que me había atemorizado bastante para que dejara el caso y no se me ocurría otra cosa que gritar amenazas como una histérica por teléfono. Tendría que escribir «Piensa antes de actuar» cien veces en la pizarra.

Por lo menos McGraw había reconocido que conocía a Earl, o que sabía quién era. Aunque aquello no era un gran descubrimiento, porque los Afiladores conocían a la mayoría de matones de Chicago. El hecho de que conociera a Earl no significaba que le hubiera pagado para que entrara en mi piso o para que matara a Peter Thayer, pero era la mejor conexión que tenía hasta el momento.

Llamé a Ralph pero no estaba en casa. Caminé un poco más y decidí que había llegado el momento de pasar a la acción. No averiguaría nada si me quedaba en casa pensando sobre el caso ni si tenía miedo de cruzarme con una bala de Tony. Me cambié los pantalones verdes por unos tejanos y unas zapatillas de deporte. En un bolsillo me puse la llave maestra, y en la otra las llaves del coche, el permiso de conducir, la licencia de detective y cincuenta dólares. Me ajusté la pistolera a una camisa ancha de hombre y desenfundé la pistola varias veces hasta que me salió con soltura y naturalidad.

Antes de salir me examiné la cara en el espejo del baño. Lotty no me había engañado: tenía mejor aspecto. El lado izquierdo aún estaba amarillento y con tonos verdes, pero la hinchazón era mucho menor. Ya podía abrir el ojo izquierdo completamente, aunque el color violeta se había extendido. No estaba mal. Conecté el contestador automático de Lotty, me puse una chaqueta tejana, salí y cerré con llave.

Los Cubs jugaban un doble encuentro contra el St. Louis; Addison estaba lleno de gente, los que salían del primer partido y los que venían a ver el segundo. Cuando puse la radio, DeJesus lideraba el final de la primera entrada con un fuerte golpe hasta que se paró en una base. No tardaron en eliminarlo.

Cuando salí de Wrigley Field, el tráfico era mucho más fluido: sólo tardé veinte minutos en llegar a mi despacho. Al ser domingo, encontré sitio para aparcar sin ningún problema. No vi coches de policía, pero cuando iba a entrar en el edificio se me acercó un guardia.

¿ Me puede decir adonde va, señorita? -preguntó con seriedad pero sin ser desagradable.

– Me llamo V. I. Warshawski. Tengo un despacho en este edificio y me han entrado a robar hace unas horas. He venido a inspeccionar los daños.

– ¿Puede enseñarme algún tipo de documentación?

Le enseñé el permiso de conducción y la licencia de detective. Los miró, asintió con la cabeza y me los devolvió.

– Está bien. Puede pasar. El teniente Mallory me dijo que vigilara el edificio y que sólo dejara entrar a los inquilinos. También me dijo que seguramente usted vendría.

Le di las gracias y entré. Cosa rara, el ascensor funcionaba; podía utilizar las escaleras para mantenerme en forma otro día que no estuviera tan hecha polvo. La puerta de mi despacho estaba cerrada, pero habían roto el cristal de la parte superior. Cuando entré, vi que los destrozos eran mucho menores que en mi piso. Habían tirado todos los archivos al suelo, pero los muebles no los habían tocado. Y bien, no existe ninguna caja de seguridad completamente segura. Habían forzado la caja escondida detrás de la pared. Pero tenían que haber estado horas para conseguirlo. No me extrañaba que se hubieran ensañado con mi piso: tanto esfuerzo para nada. Por suerte, esta vez no tenía ni dinero ni papeles importantes en la caja.

No toqué nada. Ya llamaría a alguien para que me archivara los papeles. Llamar a un carpintero sí que era urgente, o entraría cualquiera a robar. Ya había perdido una copa de Gabriella, no quería que me pasara lo mismo con la Olivetti. Llamé a un servicio de veinticuatro horas para que vinieran a cambiarme la puerta y bajé. Al guardia no le hizo mucha gracia lo que acaba de hacer, pero dijo que lo consultaría con el teniente. Mientras él hablaba por teléfono, cogí el coche y continué mi trayecto dirección sur.

El día seguía claro y fresco, era agradable conducir. Al horizonte el lago estaba lleno de barquitos y cerca de la costa la gente se bañaba. El partido estaba al final de la tercera entrada. Kingman hizo un strike: 2-0 para el St. Louis. Los Cubs también estaban pasando una mala racha; seguramente peor que la mía.

Aparqué en el solar del centro comercial que estaba detrás del piso de Thayer, y entré en aquel edificio por segunda vez. Los huesos de pollo habían desaparecido, pero el olor a pipí seguía incrustado. No me salió nadie al encuentro para preguntarme qué estaba haciendo allí, y enseguida encontré una llave que abrió la puerta del tercer piso.

Tendría que haberme imaginado que también habrían saqueado aquel piso, pero la verdad es que me pilló por sorpresa. La otra vez sólo se apreciaba el desorden típico de un piso de estudiantes. Ahora, el mismo o los mismos que habían entrado en mi piso habían hecho un trabajo similar aquí. Sacudí la cabeza para intentar ordenar las ideas. ¡Claro! Les faltaba algo y vinieron a buscarlo aquí. Como no lo encontraron, fueron a por mí. Me puse a silbar el inicio del tercer acto de Simón Boccanegra mientras decidía por dónde empezar. No sabía qué era lo que estaba buscando, pero seguramente era un papel o algo por el estilo. Pruebas de un fraude, o una foto, pero no creía que fuera un objeto propiamente dicho.

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