Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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– Entonces no vas a denunciarlo -dijo Mallory-. No me extraña. Cambiemos de tema. Hablemos de tu piso. Aún no lo he visto pero me imagino que te lo han destrozado. McGonnigal me ha dado una descripción de los hechos. O sea, que estaban buscando algo. ¿Qué?

Negué con la cabeza.

– No tengo ni idea. Ninguno de mis clientes me ha dado nunca el secreto de la bomba de neutrones o siquiera una nueva marca de dentífrico. No acostumbro a tocar esa clase de temas. Además, si alguna vez tengo información confidencial, la guardo en la caja fuerte de mi despacho… -se me iba la voz.

¿Por qué no se me había ocurrido antes? Si habían entrado en mi piso buscando algo que no encontraron, el siguiente paso lógico era buscarlo en mi despacho.

– Dame la dirección -dijo Mallory.

Le di el nombre de la calle y el número, e inmediatamente pidió por radio que un coche patrulla pasara por mi despacho.

– Vicki, sé sincera conmigo por una vez. Sin testigos ni grabadoras. Entre tú y yo: dime qué cogiste del piso de Peter que alguien, llamémosle Smeissen, quiere recuperar desesperadamente.

Me miró con ojos paternales y comprensivos. ¿Qué perdía por contarle lo de la foto y el cheque?

– Bobby -dije muy seria-, eché un vistazo al piso, pero no vi absolutamente nada que pudiera involucrar a Earl o a cualquier otra persona. Además, aquel piso no lo había registrado nadie.

El sargento McGonnigal se acercó al coche.

– Teniente. Me ha dicho Finchley que quería hablar conmigo.

– Sí -dijo Bobby-. ¿Quién entró y salió del piso mientras esperaba a la Srta. Warshawski?

– Sólo una inquilina, señor.

– ¿Está seguro?

– Sí, señor. Una vecina del segundo piso: la señora Álvarez. He hablado con ella y me ha dicho que oyó mucho ruido alrededor de las tres, pero que no le dio importancia porque, según ella, la Srta. Warshawski tiene unos amigos muy raros y no le gusta que se metan en su vida,

Gracias, Sra. Álvarez. Eso es precisamente lo que necesita esta ciudad: más vecinos como usted. Tuve suerte de no estar en casa a las tres. ¿Pero qué buscaban con tanto afán en mi piso? El cheque demostraba que Peter trabajó en Ajax, pero eso no era ningún secreto. ¿Y la foto de Anita? Aunque la policía aún no la hubiera relacionado con Andrew McGraw, la foto no les ayudaría demasiado. Tanto la foto como el cheque, los había puesto en una pequeña caja de caudales, a prueba de fuego y bombas, que me hice empotrar a la pared dentro de la caja fuerte principal. Allí guardaba los papeles importantes desde que el director de Transicon contrató a un tipo para que destruyera unas pruebas de la caja fuerte hace dos años.

Estuvimos hablando de mi piso con Bobby media hora más, y un poco de mis heridas. Al final le pregunté:

– Bobby, ¿por qué no te crees que lo hiciera Mackenzie?

Mallory tenía la mirada perdida en el parabrisas.

– Sí que me lo creo. No me cabe ninguna duda. Estaría más contento si hubiéramos encontrado huellas o la pistola, pero me lo creo.

No hice ningún comentario.

– Pero me gustaría haberlo arrestado yo -dijo al cabo de un rato-. El inspector Sullivan llamó a mi capitán el viernes por la tarde para decirle que yo estaba estresado, y le pidió a Vespucci que me asignara a Carlson como ayudante. Me mandaron a casa a descansar. No me echaron del caso, sólo me dijeron que durmiera unas horas. Cuando me levanté al día siguiente, ya habían arrestado a un hombre.

Se giró hacia mí.

– Yo nunca te he contado esto -dijo.

Asentí con la cabeza para que no se preocupara. Bobby me hizo unas cuantas preguntas más, pero sin tanto entusiasmo. Al final se rindió.

– Si no quieres hablar, no hables. Pero recuerda que Earl Smeissen tiene poder. Ya sabes que la ley no ha conseguido doblegarlo. No le provoques porque no estás a su altura ni por asomo.

Asentí solemnemente.

– Gracias, Bobby. Lo tendré en cuenta.

Abrí la puerta.

– Ah, por cierto -dijo Bobby como quien no quiere la cosa-, ayer recibimos una llamada de una tienda de armas de Hazelcrest. Nos dijeron que una tal V. I. Warshawski compró una pistola ligera y que el encargado no sabía si vendérsela porque tenía un aspecto lamentable. No sabrás de quién se trata, por casualidad…

Salí del coche, cerré la puerta y me asomé a la ventanilla.

– Soy la única de mi familia con este nombre, Bobby, pero en esta ciudad hay más Warshawskis.

Cosa rara, Bobby no perdió los estribos. Se puso serio y me miró a los ojos.

– Cuando se te mete una idea en la cabeza, nadie puede hacerte cambiar de opinión. Pero si vas a utilizar esa pistola, hazme el maldito favor de registrarla en el ayuntamiento mañana a primera hora. Y dile al sargento McGonnigal dónde podemos localizarte mientras no te arreglen el piso.

Mientras le daba la dirección de Lotty a McGonnigal, la radio de Bobby emitió un gañido: también habían entrado en mi despacho. No estaba muy segura de que lo cubriera mi seguro de interrupción del trabajo.

– Vicki, recuerda que te estás enfrentando a un profesional -me avisó Bobby-. Suba, McGonnigal.

Y se fueron.

9.- Una reclamación

Llegué a casa de Lotty por la tarde, después de haber llamado a mi contestador por el camino. Un tal McGraw y un tal Devereux habían dejado mensajes con sus correspondientes números de teléfono. Los anoté en mi agenda de bolsillo pero no quise llamar hasta que no estuviera instalada en casa de Lotty. Me recibió con un gesto de preocupación.

– No tenían bastante con destrozarte la cara, han tenido que destrozarte el piso. ¡Qué brutos!

En sus palabras no había censura ni horror, una de las cosas que aprecio de Lotty.

Me miró el ojo con un aparato de oftalmología.

– Se está curando. La hinchazón te ha bajado. ¿Te duele la cabeza? ¿Un poco? Es normal. ¿Has comido? Con el estómago lleno te sentirás mejor. Ven, he preparado una sopa de pollo, la típica cena dominical de Europa del Este.

Lotty ya había comido pero tomó café mientras yo me acababa el pollo. Tenía un hambre que me moría.

– ¿Cuántos días puedo quedarme? -pregunté.

– No espero a nadie este mes. Te puedes quedar el tiempo que quieras hasta el diez de agosto.

– No creo que me quede más de una semana. Unos días serán suficientes. Si no te importa, me gustaría transferirme las llamadas de mi casa aquí.

Lotty se encogió de hombros.

– Entonces no desconectaré el teléfono de la habitación de invitados. Piensa que a mí me llaman a todas horas: mujeres que han roto aguas, chicos con heridas de bala. No tengo un horario fijo. Así que corres el riesgo de contestar mis llamadas, y si yo contesto alguna para ti, ya te lo diré.

Se levantó.

– Tengo que dejarte. Mi consejo como médico es que te quedes en casa, descanses y que tomes mucho líquido. Estás débil y acabas de recibir una impresión muy fuerte. Si decides no hacer caso de mis consejos profesionales, no me hago responsable de nada -se le escapó la risa-. Las llaves están en el cuenco del fregadero. El contestador está en mi habitación. Conéctalo si sales.

Me rozó la mejilla con un beso al aire y se fue.

Caminé un rato arriba y abajo del piso. Tenía que ir a mi despacho para evaluar los destrozos. Tenía que llamar a un conocido que trabajaba en un servicio de limpieza para que me adecentara el piso. Tenía que llamar a la compañía de teléfonos y pedirles que me transfirieran las llamadas a casa de Lotty. Y tenía que volver al piso de Peter Thayer para ver sí encontraba lo que aquellos desgraciados pensaban que estaba en el mío.

Lotty tenía razón: no estaba en perfectas condiciones. La escabechina de mi piso me había afectado más de lo que creía. Estaba llena de rabia, la rabia de la pobre víctima que no se puede vengar. Abrí mi maleta y saqué la Smith & Wesson. Mientras la cargaba, imaginé que tendía una trampa a Earl, o a quien fuera, para que volviera a mi piso. Yo lo esperaba escondida en el rellano y lo acribillaba a tiros. Era tan real que me lo imaginé varias veces. El efecto fue catártico; me desahogué tanto que llamé a la compañía de teléfonos. Les di el número de Lotty y aceptaron transferirme las llamadas.

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