Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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Era posible que Caroline conociera el significado de los documentos, pero no me dirigía la palabra. La única otra persona a la que se me ocurría preguntar era Ron Kappelman. La información del seguro no tenía aspecto de guardar relación alguna con la planta de reciclaje de PRECS, pero a Nancy le caía bien Ron, trabajaba en estrecha colaboración con él. Quizá hubieran visto las mismas posibilidades jugosas en la carta que ella poseía.

Gracias al cielo el número de su casa estaba en la guía, y -mayor milagro si cabe- Ron estaba allí. Cuando le conté de lo que se trataba pareció muy interesado, haciéndome muchas preguntas ladinas en cuanto a la forma en que había dado con ello. Yo respondí vagamente que Nancy me había legado la responsabilidad de algunos de sus asuntos personales, y conseguí que accediera a pasarse por mi casa a las nueve a la mañana siguiente antes de irse a trabajar.

Volví a contemplar el desorden del salón. Por muchos números atrasados del Wall Street Journal que quitara de en medio aquello no podía parecerse a su resplandeciente casa de Langley. Metí la sartén con el pollo en la nevera; había perdido todo interés en guisarlo, por no hablar de comerlo. Llamé a una vieja amiga mía, Velma Riter, y me fui con ella a ver Las brujas de Eastwick. Cuando al fin regresé a casa había conseguido despejarme la cabeza de Chigwell y Max lo bastante para permitirme dormir.

23.- Carrera final

Estaba en el garaje de Chigwell. Max me tenía asida por la muñeca apretándomela ferozmente. Me obligó a acompañarle al coche negro donde estaba el médico. «Ahora vas a matarlo, Victoria», dijo Max. Yo procuré soltarme, pero me tenía tan fuertemente cogida que me forzó el brazo hacia arriba, obligándome a apretar el gatillo. Cuando disparé se disolvió el rostro de Chigwell, convirtiéndose en el perro de ojos inyectados en sangre de la Laguna del Palo Muerto. Yo iba dando golpes ciegos a las altas hierbas del pantano, intentado escapar, pero el perro salvaje me perseguía implacablemente.

Me desperté a las seis empapada en sudor, jadeando, luchando contra el impulso de deshacerme en lágrimas. El perro del pantano de mi sueño era exactamente igual a Peppy.

Pese a ser tan temprano, no quería permanecer más en la cama; no iba a conseguir más que sudar, con la cabeza a punto de estallarme. Quité las sábanas, hice un bulto con ellas y el chándal sucio, me puse unos vaqueros y una camiseta y deambulé escaleras abajo a la lavandería del sótano. Si pudiera encontrar algo con que correr, podría sacar a la perra. Una carrera y una ducha fría me despejarían la cabeza para entrevistarme con Ron Kappelman.

Después de mucho buscar encontré los pantalones de calentamiento de la universidad metidos al fondo de una caja en el armario del recibidor. Tenían la goma suelta -con la cinta sola se sostendrían a duras penas- y el rojo oscuro se había convertido en un rosa descolorido, pero servirían para una mañana. Consideré la pistola, pero todavía tenía el sueño muy presente; aún no me sentía capaz de llevarla. Nadie iba a atacarme delante de todos los corredores que atestaban la orilla del lago. Sobre todo si iba acompañada de un perro grande. Eso esperaba.

El Sr. Contreras había soltado ya a Peppy cuando terminé de hacer los ejercicios de calentamiento. Me reuní con ella en las escaleras de la cocina y juntas nos pusimos en marcha.

Por el borde rocoso se veía un puñado de pescadores, esperanzados incluso con aquel tiempo tristón. Saludé con la cabeza a un trío con impermeables negros sentados en el rompeolas frente a mí y me dirigí hacia la entrada del puerto. Me detuve un momento en el extremo del promontorio, contemplando el agua taciturna estrellándose contra las rocas, pero con aquella neblina fría mis ropas sudadas empezaron a adherirse de forma molesta a mi cuerpo. Me até el cordón suelto de los pantalones y di media vuelta.

Las fuertes tormentas de comienzos de invierno habían arrastrado pedruscos por el rompeolas a todo lo largo de la orilla del puerto; más de una vez hube de salir del camino para evitar tropezar con una roca suelta. Cuando estuve de vuelta en el extremo de tierra del puerto tenía las piernas doloridas de correr sobre terreno irregular; aflojé el paso a un trote corto.

El trío de pescadores con impermeable había estado observando mi aproximación. No parecía que estuvieran pescando mucho. En realidad, no parecían siquiera tener los utensilios necesarios. Al alcanzar el final del rompeolas se levantaron y formaron una especie de barrera entre la carretera y yo. Un corredor solitario pasó a espaldas de los hombres.

– ¡Eh! -grité.

El corredor estaba totalmente absorto en sus auriculares Sony. No nos prestó la menor atención.

– No te esfuerces, ricura -dijo uno de los hombres-. Somos simples pescadores preguntando la hora a una chica guapa.

Empecé a alejarme de ellos, haciendo frenéticos intentos por pensar. Podía volver por el rompeolas en dirección al lago. Y quedar atrapada entre rocas y agua intentando atraer la atención de alguien en competencia con algún Walkman. Quizá si me moviera hacia un lado…

Un reluciente brazo negro se adelantó asiéndome por la muñeca izquierda.

– La hora, rica. Sólo vamos a mirarte el reloj.

Yo giré rápidamente bajo el círculo de su brazo, arremetiendo con fuerza y hacia arriba contra su codo. Estaba bien acolchado con impermeable y jersey, pero le cogí por el hueso lo bastante fuerte para hacerle gruñir y aflojar la mano. Al abrirse los dedos ligeramente saqué la mano de un tirón y salí despedida parque a través, pidiendo ayuda a gritos. Ninguna de las personas que se había aventurado entre la niebla estaba lo bastante próxima para oírme a través de sus auriculares.

Por lo general no hago más que seguir el rompeolas ida y vuelta. No conocía esta parte del parque, ni los posibles escondites que pudiera albergar, ni dónde me llevaría. Yo tenía la esperanza de que fuera a tierra. Al Paseo del Lago, pero cabía la posibilidad de que estuviera metiéndome irremediablemente en la boca del lobo.

Mis agresores iban lastrados por sus ropas pesadas. No obstante mi fatiga, puse cierta distancia entre nosotros. Vi a uno de ellos acercándose a mí por la izquierda. Los otros dos presumiblemente venían por el otro lado para situarse en lo alto, procurando cogerme en un movimiento de tenaza. Todo dependía de lo que tardara en llegar a la carretera.

Concentrando todas mis energías, di un quiebro variando la dirección que llevaba. Advertí que había cogido al hombre por sorpresa: dio un grito de aviso a los dos que no veía. Aquello me dio cierta confianza y empecé a correr con todas mis fuerzas, Iba a toda velocidad cuando vi el agua ante mí.

El lago. En esta parte metía un dedo líquido en el parque. El final de esta calita estaba a unas treinta yardas a mi izquierda. El hombre al que había golpeado se había trasladado allí, cerrándome el paso. A mi derecha vi los otros dos impermeables, avanzando hacia mí con un trote cómodo.

Esperé hasta que estuvieron a quince yardas, recobrando el aliento, acopiando valor. Cuando estuvieron lo bastante cerca para empezar a exclamar, «no sirve de nada correr… déjalo, rica… no tiene sentido que te revuelvas…», salté.

El agua era casi hielo. Me entró una bocanada congelada y sucia y escupí. Los pulmones y el corazón protestaron con fuertes palpitaciones. Me empezaron a doler los huesos y la cabeza. Me chillaron los oídos y vi lucecitas bailar ante mis ojos. Yardas. Son sólo unas yardas. Puedes hacerlo. Un brazo detrás de otro. Un pie arriba, un pie abajo, no pienses en el peso de los zapatos, casi estás al otro lado, casi fuera, hay una roca, deslízate por ella, ahora puedes andar, subir por esta orilla.

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