Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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– Sí, Max también quiere hablar contigo. Tiene su poco de remordimiento. Y es indudablemente que por eso ha pasado la perra la noche en el hospital. Pero ahora tiene que irse, o sea, que si quieres decirle al pesado de tu vecino que vas a vivir para seguir embistiendo molinos, se irán los dos. Mientras tanto, dado que tu cerebro no está peor que de costumbre, voy a buscar a alguien que te quite esa aguja.

Giró sobre sus pies a sus normales cuarenta nudos. El Sr. Contreras entró en un minuto o dos después, con los ojos llenos de lágrimas y las manos temblándole ligeramente. Bajé los pies a un lado de la cama y le abrí los brazos.

– Ay, niña. No voy a olvidar nunca en qué estado te encontramos ayer. Más muerta que viva, estabas. Y ese pollo sin creer que pudieras estar allí y yo tenerle casi que aporrear para que nos llevara en el coche. Y después no conseguía que ninguna enfermera me dijera nada de cómo ibas, yo no hacía más que preguntar y no me decían porque no era de la familia. Yo, no ser yo tu familia. A ver quién tiene más derecho, que me lo digan, les decía, un primo lejano de Melrose Parle que ni siquiera le felicita las Pascuas, o yo que le he salvado la vida. Pero la Dra. Lotty se presentó y lo dejó todo bien claro, ella y el Sr. Loewenthal juntos, y me metieron con la perra en una habitación vacía de este pasillo, pero tuvimos que prometer no molestarte.

Sacó un inmenso pañuelo rojo del bolsillo trasero y se sonó la nariz ruidosamente.

– Pero bueno, a buen fin mejor principio, y tengo que llevar a casa a su señoría para darle de comer, pero no vuelvas a decirme que me meta en mis cosas, niña, no cuando haya tipos como éstos por el medio.

Le expresé mi agradecimiento lo mejor que pude, dándole un fuerte abrazo y un beso. Cuando se hubo marchado volví a tenderme en la cama, maldiciendo mi falta de energía. Lotty quería que me quedara un día más; había dicho que no descansaría si me iba por mi cuenta. Tenía razón: me encontraba ya en un estado bastante inquieto, más irritable aún a causa de los doloridos músculos de los hombros. Pero Lotty me había tirado la ropa y no me iba a traer otra hasta el viernes por la mañana.

A fin de cuentas la mayoría de las personas que yo habría querido ver vinieron a visitarme, así como otras cuantas de las que podría haber prescindido, como la policía. El teniente Mallory apareció en persona, señal no de mi importancia sino de su furibunda preocupación; furibunda porque tendría que haberme mantenido del todo al margen de un asunto policial, preocupación porque había tenido afecto a mis padres.

– Vicki, ponte en mi lugar por una vez. Uno de tus mejores amigos muere y cada vez que das media vuelta te encuentras a su única hija haciéndote un corte de mangas. ¿Cómo crees que me sienta?

– Sé cómo te sienta; me lo has dicho seis billones de veces -respondí recalcitrante. Detesto hablar con nadie cuando estoy vestida con un camisón de hospital; es como si fueras un crío metido en la cama a quien vienen a dar las buenas noches.

– Si te hubieran matado, habría cargado con esa responsabilidad hasta la tumba. ¿Es que no lo entiendes? ¿No ves que cuando te doy órdenes es porque me preocupa tu seguridad, porque se lo debo a Tony y Gabriella? ¿Qué hace falta para hacerte entrar en razón?

Miré colérica a las sábanas.

– Soy autónoma precisamente para no tener que recibir órdenes de nadie. Además, Bobby, accedí a no ir con la historia de Nancy Cleghorn al fiscal del estado. Y accedí a decírtelo si topaba con algo que pudiera parecer una pista sobre su muerte. Pues eso no ha pasado.

– ¡Es evidente que sí! -vociferó, descargando el puño sobre la mesilla de noche con tal fuerza que tiró la jarra. Eso le hizo recapacitar. Pidió a gritos un ordenanza desde la puerta, después le chilló al hombre hasta que el suelo estuvo limpio a su gusto. Mi compañera de habitación apagó el Juego del amor de la televisión y se escabulló hacia la sala de espera.

Cuando la habitación estuvo seca Bobby hizo un esfuerzo por sofocar su ira. Me hizo repasar los detalles del episodio, esperando pacientemente en los puntos de los que me resultaba difícil hablar, inquiriendo muy profesionalmente cuando había algo que no recordaba bien. El hecho de que contara con un nombre, aunque no fuera más que un nombre de pila, le animó levemente -si Troy era un profesional ligado a alguna organización conocida, la policía tendría ficha suya.

– Vamos a ver, Vicki -Bobby estaba siendo afable-, vayamos al fondo del asunto. Sí no sabías nada sobre la muerte de Cleghorn, ¿por qué han querido matarte de la misma manera y en el mismo sitio que la mataron a ella?

– Huy, Bobby. Visto así, supongo que tendría que saber quién la mató. O al menos por qué.

– Exacto. Pues habla.

Sacudí la cabeza, con cuidado, porque la espalda seguía más bien dolorida.

– Es sólo visto así. Como yo lo veo, he debido hablar con alguien que se figura que sé más de lo que parece. El problema es que he hablado con tanta gente en los últimos días y todos han sido tan desagradables que no sé con cuál quedarme como sospechoso óptimo.

– Muy bien -Bobby estaba siendo decididamente paciente-. Vamos a ver con quién hablaste.

Miré hacia las manchas de humedad del techo.

– Pues está el joven Art Jurshak. Ya sabes, el hijo del concejal. Y Curtís Chigwell, el médico que quiso suicidarse el otro día en Hindsdale. Y Ron Kappelman, asesor legal de PRECS. Gustav Humboldt, claro. Murray Ryerson…

– ¿Gustav Humboldt? -el tono de voz de Bobby subió un registro.

– Ya sabes, el presidente de Químicas Humboldt.

– Sé a quién te refieres -dijo cortante-. ¿Vas a hacerme partícipe de por qué hablaste con él? ¿Con relación a la chica Cleghorn?

– Lo que hablé con él no tenía nada que ver con la chica Cleghorn -dije con expresión seria, mirando hacia la mandíbula apretada de Bobby-. Eso es lo que te decía. Que no he hablado de Nancy con ninguna de estas personas. Pero dado que todas fueron más o menos desagradables, cualquiera de ellas pudo querer tirarme en el pantano.

– No me costaría más de dos centavos que te volvieran a dejar allí. Me ahorraría mucho tiempo. Tú sabes algo y te crees que vas a ser otra vez la reina del día, ponerte a buscar sin decirme nada de nada. Esta vez casi te cogen. La próxima te cogen de seguro, pero hasta que eso pase tengo que malgastar dinero municipal poniéndote a alguien para que te vigile.

Le centellearon los ojos azules.

– Eileen se ha alterado mucho al saber que estabas aquí. Quería mandarte flores, y llevarte a nuestra casa y cubrirte de cuidados. Le dije que no te lo merecías.

25.- Horas de visita

Cuando Bobby salió me tumbé de espaldas. Intenté dormir, pero el dolor del hombro se había trasladado al primer plano de mi cabeza. Los ojos me escocían con lágrimas de ira. Casi me habían matado, y todo lo que se le ocurría era insultarme. No merecía las molestias de cuidarme, y sólo por no ser una bocazas dispuesta a contarle todo lo que sabía. Había procurado mencionar el nombre de Gustav Humboldt, y lo único que había conseguido a cambio era un grito de incredulidad.

Me retorcí incómoda. El nudo del camisón se me estaba clavando en los resentidos músculos del cuello. Claro que podía haberle comunicado todas mis actividades de la última semana con pelos y señales. Pero Bobby jamás habría creído que un pez gordo como Gustav Humboldt pudiera estar implicado en aporrear jovencitas en la cabeza. Aunque quizá si se lo presentara todo en blanco y negro… ¿Tenía razón Bobby? ¿Estaba yo simplemente faroleando con el propósito de volver a hacerle un corte de mangas?

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