Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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Mientras permanecía inmóvil, dejando pasar por mi mente imagen tras imagen, comprendí que esta vez, al menos, no era el deseo de regalar con una pitada a los poderes fácticos lo que me había mantenido la boca cerrada. Estaba real y verdaderamente asustada. Cada vez que intentaba dirigir mi pensamiento hacia los tres hombres de impermeable negro, retrocedía ante el recuerdo como un caballo aterrado por el fuego. Había varias partes del asalto que no había relatado a Bobby, no porque quisiera ocultarle algo sino porque no soportaba acercarme siquiera a su memoria. La esperanza de que alguna frase o cadencia olvidada pudiera proporcionarme una pista sobre la identidad de la persona para la que trabajaban, no bastaba para forzar el recuerdo de aquella espantosa y casi mortal asfixia.

Revelar a Bobby todo lo que sabía, haciéndole depositario de todo aquel turbio asunto, sería la forma de decirlo bien claro: eh, vosotros, quién quiera que seáis, me habéis cogido. No me habéis matado pero me habéis asustado tanto que estoy abdicando toda responsabilidad sobre mi vida.

Una vez que aquel pequeño dato de autoconocimiento pudo flotar hasta la superficie de mi conciencia, empecé a ser presa de una terrible furia. No iban a conseguir convertirme en eunuco, obligarme a vivir mi vida dentro de los límites decididos por una voluntad ajena. No sabía qué estaba pasando en Chicago Sur, pero nadie, ni Steve Dresberg ni Gustav Humboldt, ni siquiera Caroline Djiak, iba a impedirme averiguarlo.

Cuando Murray Ryerson se presentó algo después de las once, me encontró paseando por la habitación con los pies descalzos y el camisón del hospital ondeando en torno a mis piernas. Vagamente, había visto a mi compañera de habitación aparecer vacilante en la puerta y volver a marchar, y confundí la presencia de Murray con su vuelta hasta que empezó a hablar.

– Me han dicho que has estado a quince minutos de la muerte, pero ya sabía yo que eso no podía creérmelo.

Di un salto.

– ¡Murray! ¿No te enseñó tu madre a llamar antes de entrar embistiendo?

– Lo intenté, pero no estabas por el planeta Tierra -arrastró la silla junto a mi cama-. Pareces el tigre siberiano que hay en la zona abierta del zoológico de Lincoln Park, V. I. Me estás poniendo nervioso. Siéntate y dame la exclusiva de tu roce con la muerte. ¿Quién ha querido liquidarte? ¿La hermana del Dr. Chigwell? ¿Los tipos de la fábrica Xerxes? ¿O tu amiguita Caroline Djiak?

Eso me hizo parar. Cogí la silla de mi compañera para sentarme frente a Murray. Yo tenía la esperanza de mantener los asuntos de Louisa al margen de la prensa, pero una vez que Murray empezara a husmear se enteraría prácticamente de lo que le diera la gana.

– ¿Qué te ha dicho la pequeña Caroline? ¿Que yo era de las que sabía reconocer cuándo había metido la pata?

– Es un tanto desconcertante hablar con Caroline. Dice que estabas investigando la muerte de Nancy Cleghorn por encargo de PRECS, aunque nadie de esas oficinas parece saber nada del asunto. Afirma que no sabe nada de Pankowski y Ferraro, aunque no estoy seguro de creérmelo.

Murray se sirvió un vaso de agua de la nueva jarra traída por un enfermero.

– Los de Xerxes insisten en referirnos a su asesoría legal si queremos enterarnos de algo sobre esos dos. O sobre el médico suicida. Y cuando alguien sólo está dispuesto a hablar por medio de abogados empiezas a recelarte algo. Estamos trabajándonos a la secretaria de la fábrica, la chica empleada con el contable y administrador de personal. Y uno de mis ayudantes ronda por el bar donde van los del cambio de turno al salir del trabajo, o sea que algo vamos a pillar. Pero desde luego tú podías facilitárnoslo, Srta. Marple.

Me deslicé de la silla a la cama y me tapé hasta la barbilla. Caroline estaba protegiendo a Louisa. Evidentemente. Eso era lo que había detrás de toda aquella pantomima. Una posible amenaza a su madre era lo único que podía asustarla, la única explicación consistente con su fiera personalidad de perro terrier. Nada le importaba su salvaguarda; y desde luego tampoco la mía lo bastante para ponerse histérica por no haber querido yo abandonar la investigación.

Era difícil imaginar qué peligro podía correr una mujer en el estado de Louisa. Quizá hacer explotar públicamente unos asuntos privados que ella deseaba ardientemente mantener ocultos; acaso fuera su mayor preocupación en sus últimos meses de vida. Aunque Louisa no tenía aspecto de estar alterada cuando la había visto el martes…

– Venga, Vic. Afloja -la voz de Murray tenía un filo que me hizo volver a la habitación.

– Murray, hace dos días me mirabas lleno de desdén con el mentón muy subido diciéndome que no necesitabas nada de mí y no estabas dispuesto a hacer nada por mí. Entonces, dame una razón para que de pronto tenga que echarte un cable.

Murray agitó la mano señalando en torno a la habitación del hospital.

– Ésta, cielo. Alguien te la tiene jurada a muerte. Cuantas más sean las personas que saben lo que tú sabes, menos probabilidades habrá de que te pesquen la segunda vez.

Sonreí tiernamente; por lo menos ésa era mi intención.

– He hablado con la policía.

– Y les has dicho todo lo que sabes.

– En eso tardaría más tiempo del que el teniente Mallory dispone. Le conté con quién había hablado el día antes del… del ataque. Eso te incluye a ti; no estuviste muy simpático y el teniente quería saber si alguien se había mostrado agresivo.

Los ojos de Murray se entornaron por encima de su barba roja.

– He venido dispuesto a ser compasivo, y hasta a aplicarte ungüento en las partes doloridas. Te las pintas sola para destruir los buenos sentimientos, chiquilla.

Hice un gesto agrio.

– Curioso; Bobby Mallory dijo prácticamente lo mismo.

– Como haría cualquier hombre sensato… En fin, oigamos la historia del ataque. Lo único que tengo es el apunte que el hospital facilitó a la policía. Anoche apareciste en los titulares informativos de las cuatro televisiones, eso para que te sientas importante.

Pues no era así. Me hizo sentirme más expuesta. Quienquiera que hubiera intentado tirarme al pantano de Chicago Sur había tenido pleno acceso a la noticia de que había conseguido salir de allí. No tenía ningún sentido pedirle a Murray que lo mantuviera tapado: le comuniqué todo lo que me fue tolerable revelar sobre la experiencia.

– Retiro lo dicho, V. I. -dijo cuando hube acabado-. Es una historia espantosa aun faltándole la mayor parte de los detalles. Tienes todo el derecho a dar rabotazos algún tiempo.

Pese a ello, procuró sonsacarme más información, no cejando hasta que trajeron la comida -pollo y guisantes reblandecidos- seguida nerviosamente por la mujer que estaba recuperándose de cirugía plástica. Me llevé una rociada bastante seria de la jefa de planta por tener visitas que impulsaban a mi compañera a abandonar su cama del susto. Puesto que Murray ocupa aproximadamente el mismo espacio que un oso gris crecidito, dirigió los suficientes comentarios hacia él como para hacerle salir de allí un tanto avergonzado.

Después de comer, una diminuta subalterna asiática vino para informarme de que la Dra. Herschel había dado instrucciones de que me sometieran a calor intenso en la sección de fisioterapia. Me trajo una bata de hospital. Pese a tener yo el doble de su volumen, me ayudó solícita a sentarme en una silla de ruedas y me condujo hasta la unidad de FT, en las profundidades cavernosas del hospital. Pasé una agradable hora de compresas húmedas, calor intenso y masaje, terminando con diez minutos en la piscina de rehabilitación.

Cuando al fin mi acompañante me devolvió a la habitación, estaba soñolienta y con ganas de dormir. Pero no iba a poder ser: encontré a Ron Kappelman sentado en la silla de visitas. Dejó una carpeta de papeles cuando me vio y me ofreció un tiesto de geranios.

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