Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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Di estériles patadas a la manta, intentando quitarme el perro de encima. Por la nariz se me introdujeron pequeñas lágrimas de terror. Mientras tanto, al otro lado, los colmillos lanzaban tarascadas a la cabeza, a los brazos. Cuando hubieran traspasado la manta ¿cómo podría protegerme la garganta? Tenía los brazos a la espalda. El perro no hacía caso alguno de mi débil forcejeo.

Los oídos me rugieron de pánico, convirtiendo mis piernas en una masa inútil. Por encima del bramido oí voces. Con la ínfima energía que aún quedaba en mí, procuré gritar.

– ¿Ya la tienes? ¿La has encontrado? ¿Eres tú, niña? ¿Estás ahí? ¿Me oyes?

No era el perro del infierno, sino Peppy. Con el Sr. Contreras. Me invadió una euforia tal que mis doloridos músculos parecieron momentáneamente curados. Gruñí débilmente. El viejo se debatía febrilmente con los nudos, hablando para sí sin cesar.

– Tendría que haberme traído el cuchillo en vez de la llave inglesa. Tenías que habértelo imaginado, viejo estúpido, ¿para qué querías una llave cuando lo que hace falta es un cuchillo? Tranquila, niña, casi lo tengo, no te des por vencida ahora que estamos ya tan cerca.

Al fin consiguió desgarrar la manta por la parte de la cabeza.

– ¡Ay, Dios! Esto tiene mal aspecto. Vamos a sacarte de aquí.

Trabajó frenéticamente, torpemente, con los nudos de mi espalda. La perra me miró con ansiedad y después empezó a lamerme la cara; yo era su cachorro perdido y hallado en el momento crítico. Mientras el Sr. Contreras iba desatándome las manos, devolviéndome a los brazos un remedo de circulación, la perra no cesó de lavarme la cara.

El Sr. Contreras se impresionó al verme en ropa interior, temiendo que me hubieran violado, y le costó aceptar mi repetida afirmación de que mis atacantes sólo buscaban ahogarme. Apoyándome pesadamente sobre su hombro, le dejé que me guiara, casi en brazos, a la carretera.

– Tengo aquí a un chicarrón. Dice que es abogado. No se creía que realmente pudieras estar aquí, o sea que ha esperado en el coche. Cuando su señoría volvió del lago sin ti, empecé a preocuparme. Entonces este niñato se presenta, dice que habías quedado con él a las nueve y que dónde estás, que no puede esperar todo el día. Ya sé que no quieres que meta las narices en tus asuntos, muñeca, pero yo estaba allí cuando el tipo llamó, oí a tu amiguita decirte que te iban a tirar al pantano, y le obligué a que me trajera aquí en el coche. A mí y a su señoría, sabes porque me figuré que podríamos encontrar el sitio después que me lo habías mostrado en el mapa y eso.

Siguió dándole vueltas a la historia en el trayecto hasta la carretera. Allí nos esperaba Ron Kappelman, recostado en su destartalado Rabbit, silbando quedamente y mirado al infinito. Cuando nos vio acercarnos a los tres se incorporó rápidamente y cruzó la carretera a saltos. Ayudó al Sr. Contreras a subirme por encima de la alambrada y depositarme en el asiento trasero de coche. Peppy emitió un ladridito y empujó para introducir su pesado cuerpo junto al mío.

– Mierda, Warshawski. Cuando faltas a una cita lo haces a lo grande. ¿Qué demonios te ha pasado?

– Joven, haz el favor de dejarla en paz y no hables mal. Hay muchísimas palabras en el diccionario sin tener que andar con tacos a todas horas. No sé qué iba a pensar tu madre si te oyera, pero lo que tenemos que hacer es llevar esta señorita a un médico, que la arregle, y después metes la nariz y le preguntas cómo llegó al sitio donde estaba, y es posible que tenga ganas de contártelo.

Kappelman se puso rígido como para responder al ataque, después comprendió que sería en vano y se sentó en el asiento del conductor. Perdí el conocimiento antes de que hubiera girado el coche.

No recuerdo nada del resto del día. Que Kappelman paró a una patrulla de policía estatal que nos escoltó a ochenta millas por hora hasta la clínica de Lotty, ante la terca insistencia del Sr, Contreras que no les permitió llevarme a un hospital sin su aprobación. Ni que Lotty, al echarme una sola ojeada en el asiento trasero del coche, llamó a una ambulancia para transportarme al Beth Israel a toda velocidad. Ni siquiera que Peppy se resistió a confiarme a los asistentes clínicos. Al parecer, había cogido la muñeca de una mano entre sus fuertes mandíbulas y se había negado a soltarla. Me dijeron que me habían despertado el tiempo suficiente para hacer que dejara libre el brazo del camillero, pero no recuerdo nada de ello, ni siquiera como fragmento de un sueño.

Al fin resucité hacia las seis de la mañana del jueves. Tras unos cuantos minutos de perplejidad, comprendí que estaba en la cama de un hospital, pero no conseguía imaginar qué hacía allí ni por qué estaba allí. Tan pronto como intenté incorporarme, sin embargo, mis hombros me transmitieron un mensaje de dolor tan severo que la memoria me volvió como una marea.

La Laguna del Palo Muerto. El horrible envoltorio de muerte. Levanté los brazos a la altura de los ojos, no obstante la agonía que me produjo el movimiento. Tenía las muñecas y las manos vendadas con gasa; los dedos parecían salchichas de un rojo vivo sobresaliendo por encima del vendaje blanco. Tenía una aguja intravenosa sujeta al antebrazo izquierdo con esparadrapo más arriba de la gasa. Seguí la goma hasta una serie de bolsas suspendidas en lo alto y guiñé los ojos para leer las etiquetas. D5.45NS. Mucho me decía aquello.

Uní suavemente las yemas de los dedos. Estaban hinchados, pero tenía tacto. Volví a echarme, embargada de una sosegada satisfacción. Había sobrevivido. Tenía las manos bien. Habían querido matarme, humillarme en el momento de mi muerte, pero estaba viva. Volví a dormirme.

Cuando desperté otra vez fue en pleno ajetreo de la rutina hospitalaria -tensión arterial, temperatura, visita- y ni una respuesta a mis preguntas: «el médico se lo dirá». Después de las enfermeras vino un eficiente interno que me miró los ojos y me clavó agujas en los pies. Aquellos alfileres eran al parecer la más avanzada tecnología de la neurociencia. Otro interno estaba ocupado con mi compañera de habitación, una mujer de mi edad a la que habían hecho cirugía plástica. Cuando terminaron entró Lotty en persona, con sus ojos oscuros brillándole de una emoción nada clínica. Mi interno revoloteó a su espalda, ansioso por informarle de sus hallazgos en mi cuerpo. Lotty escuchó un minuto y después lo despidió con un imperioso movimiento de mano.

– Estoy convencida de que tienes los reflejos a la perfección, pero déjame comprobarlo personalmente. Veamos primero el pecho. Respira. Quieta. Exhala. Sí -me auscultó de cabo a rabo, después me hizo cerrar los ojos y juntar las manos, salir de la cama-, un proceso lento y vacilante, y caminar con los talones, después de puntillas. No era gran cosa si se comparaba con mis ejercicios habituales, pero me dejó sin respiración.

– Tendrías que tener hijos, Victoria; ibas a producir una especie nueva de superhéroes. Por qué sigues viva en estos momentos es un milagro médico, no digamos ya el que puedas caminar.

– Gracias, Lotty. La verdad es que estoy bastante satisfecha de mí. Dime cómo he llegado aquí y cuándo me puedo ir.

Me contó los detalles de Peppy y los camilleros.

– Y tu amigo el Sr. Contreras está esperando ansioso en el pasillo. Ha pasado aquí toda la noche, con la perra, totalmente en contra de las normas hospitalarias, pero las dos hacéis buena pareja, tercas, obstinadas, y con una sola forma de hacer las cosas: la vuestra.

– La sartén llamando negro al cazo, Lotty -dije impenitente, tumbándome-. Y no me digas que la perra se ha quedado aquí sin tu connivencia. O por lo menos la de Max.

Fruncí levemente el ceño y me mordí la lengua, recordando mi última conversación con el director ejecutivo del hospital. Lotty me contempló comprensiva.

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