Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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Quedó en silencio unos instantes y después refunfuñó.

– Lo siento, Vic. Pero no debiste mandarme mensajes amenazando a mamá.

– Está bien, pequeña. Lo entiendo. Entiendo que la única razón de que hayas estado dando más coces que de costumbre es porque hay alguien acorralando a Louisa. Quiero saber quién y por qué.

– ¿Cómo lo sabes? -exclamó abruptamente.

– Es tu carácter, cielo. Simplemente tardé algo en acordarme. Manipulas a los demás, te pasas las reglas por donde quieres con tal de lograr lo que buscas, pero no eres gallina. Sólo hay una cosa que puede aterrarte.

Volvió a callar un buen rato.

– No pienso decirte si te equivocas o no -dijo al fin-. No puedo ni hablar de ello. Si no te equivocas ya comprendes por qué. Si te equivocas… supongo que será porque doy coces.

Intenté transmitir toda la fuerza de mi personalidad por el teléfono.

– Caroline, esto es importante. Si alguien te ha dicho que le hará daño a Louisa a menos que me obligues a dejar de rastrear a tu padre, tengo que saberlo. Porque significa que hay alguna relación entre la muerte de Nancy y mis pesquisas sobre Joey Pankowski y Steve Ferraro

– Tendrías que embaucarme y no creo que puedas -su tono era serio, más maduro del que estaba acostumbrada a oírle.

– Por lo menos dame una pista, chiquilla. ¿Te vienes por aquí mañana a cualquier hora? Como puedes comprender, no estoy muy en forma ahora mismo, si no me pasaba a verte esta noche.

Al final, a regañadientes, accedió a venir mañana por la tarde. Colgamos el teléfono con una afabilidad que no habría creído posible hacía diez minutos.

27.- El juego está servido

Una irritante laxitud se había apoderado de mi cuerpo. Incluso la breve conversación con Caroline me había agotado. Me serví más té y encendí la tele. Faltando aún dos semanas para los entrenamientos de primavera, no había gran cosa durante el día. Pasé de un serial o otro serial, después de una lacrimógena congregación de rezo -la sollozante sucesora de Tammy Faye- y a Barrio Sésamo y apagué el aparato asqueada. Era mucho esperar que ordenara papeles o pagara facturas en mi debilitado estado; me envolví en la manta y me eché en el sofá para dormir un rato.

Desperté unos veinte minutos antes de la hora de llegada de Kappelman y me tambaleé hasta el cuarto de baño para mojarme la cara con agua fría. Alguien me había robado todas las toallas sucias, había fregado el lavabo y la bañera, y había ordenado los cachibaches de aseo y maquillaje. Eché un vistazo a mi habitación y me quedé pasmada al ver la cama hecha y prendas de vestir y zapatos guardados. Detestaba admitirlo, pero las habitaciones limpias alegraban mi ánimo afligido.

Había escondido los documentos de Nancy entre los montones de música del piano. Los duendes habían metido las partituras cuidadosamente en el banco del piano, pero los papeles del seguro permanecían intactos entre Italienisches Liederburch y las Arias de concierto de Mozart.

Estaba muy enfrascada con Che no sei capace -cuyo título me parecía admirablemente adecuado, puesto que no entendía nada- cuando Kappelman tocó el timbre. Antes de que pudiera llegar al telefonillo, el Sr. Contreras había salido de un salto al vestíbulo para inspeccionarle. Cuando abrí la puerta escuché sus voces en la escalera mientras subían juntos, procurando el Sr. Contreras acallar los recelos que le despertaba todo hombre que viniera a verme, y Kappelman disimular la impaciencia que le producía su acompañante.

Mi vecino empezó a hablarme en cuanto asomó su cabeza por el último giro de la escalera y me echó la vista encima.

– Ah, qué tal, pequeña. ¿Has descansado bien? Vengo sólo a recoger a su señoría, para que tome el aire y algo de comer. ¿No estarías dándole queso, verdad? Iba a decírtelo; no lo digiere.

Entró en la habitación y empezó a inspeccionar a Peppy por si hubiera señales de enfermedad.

– Ahora no debes llevártela de paseo sola, ni irte por tu cuenta a correr por ahí. Y no dejes que este joven te tenga levantada hasta que te agotes. Que necesitas mi ayuda para algo, la perra y yo estamos al tanto; no tienes más que darnos un grito.

Con esta advertencia apenas velada, recogió a Peppy. Remoloneó en la puerta con más admoniciones hasta que tuve que empujarle suavemente al descansillo.

Kappelman me miró agriamente.

– De haber sabido que el viejo me iba a investigar los papeles me habría traído a mi abogado. Yo diría que si lo tienes al lado no corres peligro; mataría con su charla a cualquiera que se le ocurriera atacarte.

– Es que le encanta imaginarse que tengo dieciséis años y es mi padre y mi madre -dije con más indulgencia de la que sentía. El deberle la vida al Sr. Contreras no me impedía encontrarle un tanto pesado.

Ofrecí una copa a Kappelman. Su primera opción fue cerveza, que casi nunca tengo en casa, seguida de coñac. Al fin conseguí topar con una botella de éste al fondo del armario de bebidas.

– Una chica del Sector Sur como tú tendría que tener siempre a punto un disparo y una cerveza -refunfuñó.

– Supongo que es un indicio más de hasta qué punto he abandonado mis raíces -le conduje al salón, doblando la manta que había dejado en el sofá para que pudiera sentarse. Mi casa nunca podría igualar su vitrina de la calle Pullman, pero al menos estaba aseada. No me felicitó por ello, pero es que tampoco podía saber cómo suele estar.

Después de unas cuantas naderías de cortesía sobre mi salud y su trabajo del día, le entregué el paquete de Nancy. Kappelman sacó unas gafas del bolsillo de la pechera de su raída chaqueta y repasó detenidamente los documentos uno a uno. Yo bebía mi vaso de whisky y leía la prensa del día procurando no mostrarme impaciente.

Cuando hubo terminado se quitó las gafas con un pequeño gesto de perpleja impotencia.

– No entiendo por qué tenía estos papeles Nancy. O por qué creía que podrían ser importantes.

Yo rechiné los dientes.

– No me digas que son totalmente insignificantes.

– No lo sé -encogió un hombro-. Tú puedes ver de lo que se trata igual que yo. No entiendo demasiado de seguros, pero me da la impresión de que Xerxes estaría pagando más que esos otros tipos y Jurshak intentaba persuadir a la compañía -miró los papeles buscando el nombre- Descanso del Marino para que le rebajaran las primas. Es evidente que eso significaba algo para Nancy, pero nada para mí. Lo siento.

Yo fruncí el ceño de un modo terrible, originando la clase de arrugas contra las que advierten a las estrellas en ciernes.

– Quizá la cuestión no sean los datos sino el hecho de que fuera Jurshak el que se ocupara del seguro. Quizá siga siendo esa la cuestión. Jurshak no sería la persona que yo elegiría ni como agente de seguros ni como garante.

Ron sonrió levemente.

– Tú te puedes permitir el lujo de ser exigente; porque no tienes que abrirte camino en Chicago Sur. Es posible que Humboldt creyera más fácil seguir la corriente general con Jurshak que recurrir a un agente independiente. O quizá sea un caso de verdadero altruismo, de querer dar trabajo a la comunidad donde ha montado su fábrica. Jurshak no era gran cosa en Chicago Sur, no digamos ya en la ciudad, en el año 63.

– Es posible -giré el vaso, viendo cómo el dorado líquido se volvía ámbar al reflejar la luz de la lámpara. Art y Gustav haciendo el bien por bien de la comunidad en general. Podía imaginarlo en carteles, pero no tan fácilmente en la vida real. Además yo me había criado cerca de Art y, por consiguiente, seguía lo que se decía de él: que gracias a ciertos tratos, él o su socio, Freddy Parma, eran directores -y agentes de seguros- de una compañía local de transportes por camión, una empresa de aceros, un transportista por ferrocarril y otros servicios. Las contribuciones a sus campañas electorales fluían desde estas compañías formando una corriente enormemente gratificante. Podría ser que la Compañía de Seguros Descanso del Marino no supiera estas cosas, pero Ron Kappelman debía saberlas.

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