Kappelman se mostró educadamente de acuerdo; el que me creyera era otra cuestión. Se terminó su grappa con un gran trago, respingó cuando el alcohol puro le llegó al esófago, y dijo que me acompañaba al coche.
– Los parientes son una lata, ¿verdad? -añadió con socarronería.
Esperó pacientemente mientras registraba el coche en busca de alguna señal obvia de bomba, después me cerró la puerta con una cortesía anticuada discordante con sus destartaladas ropas.
La temperatura había bajado unos diez grados, alcanzando el bajo cero. Tras las opacas nieblas de las últimas semanas, aquel aire afilado me reanimó. Unos cuantos copos de nieve empezaban a depositarse en el parabrisas, pero las carreteras estaban despejadas e hice una carrera rápida desde la Eisenhower hasta la Carretera de York.
La Srta. Chigwell me esperaba a la puerta, con su fiero rostro enjuto inalterado por los penosos acontecimientos de los últimos días. Me agradeció sin una sonrisa el que hubiera hecho el viaje, pero yo empezaba a conocerla y sabía que sus maneras bruscas no pretendían ser tan desabridas como parecía.
– Me estoy tomando una taza de té. Mi hermano no hace más que decirme que es una señal de debilidad recurrir a los estimulantes cuando estás alterado, pero creo haber demostrado que soy más fuerte que él. ¿Quiere una taza?
Una ración de té al día era todo el estímulo que podía encajar. Rehusándola todo lo cortésmente que pude, la seguí al salón. Este presentaba un aspecto de confortable domesticidad digna de Harriet Beecher Stowe. El fuego que ardía limpiamente sobre la parrilla refractaba intensos colores en el servicio de té de plata colocado en una mesa baja cercana. La Srta. Chigwell me invitó con un gesto a sentarme en uno de los sillones de chintz de cara a la chimenea.
– En mi época, las jovencitas no tenían vida alguna fuera de la casa -me dijo abruptamente, echando té en una taza de porcelana traslúcida-. Nuestro deber era casarnos. Mi padre era médico aquí cuando esto era aún un pueblecito, y no formaba parte de la ciudad. Yo solía ayudarle. Cuando cumplí los dieciséis años ya sabía arreglar una fractura simple, y trataba muchas de las fiebres que él atendía. Pero cuando llegó el momento de la universidad y la formación médica, ésa era función de Curtís. Después de muerto mi padre en 1939, Curtís intentó mantener la clientela. Pero no se le daba muy bien; los pacientes no hacían más que cambiar de médico y al final tuvo que tomar el puesto de la fábrica.
Me miró con fijeza.
– Veo que es usted una joven muy activa, que hace lo que quiere y no admite un no como respuesta. Ojalá hubiera yo tenido sus agallas a su edad, eso es todo.
– Sí -dije suavemente-. Pero yo tuve ayuda. Mi madre se encontró sola en un país extraño; no sabía el idioma, lo único que sabía era cantar. Estuvo a punto de morir como consecuencia, y juró que yo nunca me vería tan inerme y tan asustada como ella. Créame, eso cambia mucho las cosas. Se está exigiendo demasiado al pensar que debería haberlo hecho todo por su cuenta y riesgo.
La Srta. Chigwell se bebió el té con grandes tragos, agitando los músculos de la garganta, apretando y abriendo la mano izquierda. Por último se encontró lo bastante sobrepuesta para volver a hablar.
– En fin, como ve, yo no me casé. Mi madre murió cuando yo tenía diecisiete años. Yo atendí en los quehaceres domésticos a mi padre y después a Curtís. Hasta aprendí a escribir a máquina para ayudarles en su trabajo.
Sonrió melancólica.
– Nunca hice por enterarme de los asuntos de Curtís en la compañía donde trabajaba. Mi padre había sido un gran médico rural, un maestro del diagnóstico. Sospecho que Curtís se limitaba a tomarles la temperatura a los que se ponían enfermos para comprobar si tenían una excusa legítima para salir del trabajo antes de la hora. Hacia 1955, cuando empezó con esos archivos detallados, yo no sabía ya qué pasaba en el mundo de la medicina; los cambios eran inmensos con respecto a mis días de infancia. Pero seguía sabiendo escribir a máquina, y por eso mecanografiaba todo lo que me traía a casa.
Su historia me hizo estremecerme ligeramente. Y susurrar una palabra de agradecimiento al espíritu de mi madre. Fiera, intensa y espinosa como era, resultaba difícil vivir con ella, pero entre mis primeros recuerdos figuraba su firme creencia en mí y en lo que podía lograr en mi vida.
La Srta. Chigwell debió advertir algo de mis reflexiones en mi expresión.
– No me compadezca. He pasado muchos momentos buenos en esta vida mía. Y nunca me he abandonado a la autocompasión; una debilidad mucho mayor que el té, y a la que Curtis es muy propenso.
Permanecimos en silencio unos momentos. Se sirvió una segunda taza de té y la bebió a sorbos pausados, mesurados, mirando fijamente sin ver el fuego. Cuando hubo terminado dejó la taza con un decidido chasquido y corrió la bandeja hacia un lado.
– Pero no está bien que la entretenga con mis divagaciones. Ha venido desde muy lejos y me doy cuenta que está bastante dolorida, aunque quiera disimularlo.
Se puso en pie con un esfuerzo mínimo. Yo la emulé lentamente, con el cuerpo tirante, y la seguí por las escaleras enmoquetadas hasta el segundo piso. El rellano de arriba estaba forrado de estanterías. Era evidente que muchos de los buenos momentos de la Srta. Chigwell se los habían procurado los libros; habría fácilmente unos mil, todos esmeradamente limpios y cuidadosamente alineados en sus estantes. Cómo era posible que se hubiera percatado de que algo fallaba en aquella ordenada infantería era increíble. Para que yo supiera que mi casa había sido víctima de una invasión habría hecho falta que alguien me hiciera astillas la puerta a hachazos.
La Srta. Chigwell señaló con la cabeza hacia la puerta abierta de mi derecha.
– El despacho de Chigwell. Vine aquí el lunes pasado por la noche porque olía a fuego. Estaba intentando quemar sus cuadernos en la papelera. Una idea de loco porque la papelera es de cuero y también empezó a arder despidiendo un olor espantoso. Entonces supe que lo que le preocupaba tenía relación con aquellos registros. Pero pensé que estaría muy mal por su parte querer dar la espalda a los hechos destruyéndolos.
Sentí una molesta compasión hacia Curtís Chigwell, que había de convivir con este batallón de rectitud. A mí me induciría a otros estimulantes más fuertes que el té.
– En fin, los cogí, y los escondí detrás de mis libros de deportes náuticos. Claramente una equivocación estúpida, porque la navegación ha sido siempre mi mayor afición. Sería el primer sitio en el que se le habría ocurrido buscar a Curtís. Pero creo que se sintió tan humillado porque le sorprendiera con las manos en la masa, o posiblemente tan asustado de no haber podido deshacerse de su secreto culpable, que a la tarde siguiente intentó matarse.
Agité la cabeza. De modo que Max tenía razón en cierto modo. Al remover las aguas en torno a Xerxes había apretado tanto a Chigwell que se había creído acorralado. Aquello me produjo un cierto mareo. Seguí a la Srta. Chigwell en silencio por el pasillo, hundiendo los pies en la blanda alfombra gris.
La habitación del fondo contenía una profusión de plantas en flor que atrajo mi vista. Esta era la habitación de estar de la Srta. Chigwell, con una mecedora, su cesta de costura, y una útil Remington antigua sobre una mesa pequeña. Los libros se continuaban allí, en estantes construidos hasta la altura de la cintura, y servían de plataforma para las flores rojas, amarillas y moradas.
Se arrodilló ante una balda contigua a la máquina de escribir y empezó a sacar de allí unos volúmenes encuadernados en piel. Eran libros de memoria de estilo anticuado, con encuadernación de un verde intenso y las letras Horace Chigwell, D. M., labradas en dorado en las portadas.
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