La casa de los Cleghorn tenía un aspecto distante y destartalado bajo la niebla grisácea. Incluso la torrecilla que había sido habitación de Nancy parecía algo lánguida. La Sra. Cleghorn me esperaba frente al camino de acceso, su cara redonda, por lo general plácida, estaba demacrada y tensa. Me ofreció una sonrisa trémula y subió al coche.
– Vamos en tu coche si no te importa. Estoy tan agitada que no sé cómo he conseguido llegar a casa.
– Si quiere puede simplemente darme las llaves de la casa -dije-. No hace falta que venga si se siente mejor quedándose aquí.
Sacudió la cabeza.
– Si fueras sola no haría más que pasar el tiempo preocupándome por si alguien te estuviera acechando
Mientras seguía sus directrices para hacer el camino más corto hacia allí, a través de Chicago Sur hasta Yates, le pregunté sí había llamado a la policía.
– Creí mejor esperar. Esperar hasta que hubieras visto lo que ha pasado. Entonces -torció la boca en una sonrisita-, podrías llamarla tú en mi lugar. Creo que ya he hablado con la policía todo lo que puedo soportar. No ya ahora, sino para toda la vida.
Pasando el brazo por encima de la palanca de cambios le estreché ligeramente la mano.
– Está bien. Encantada de poder ayudarla.
La casa de Nancy estaba en Crandon, cerca de la Calle Setenta y Tres. Comprendí por qué la Sra. Cleghorn la calificaba de elefante blanco: era un enorme monstruo blanco de madera, tres pisos que llenaban un solar de tamaño excesivo. Pero también comprendí por qué la había comprado Nancy; las pequeñas cúpulas de las esquinas, las ventanas de vidriera artística, la barandilla de madera tallada de la escalera una vez dentro, todo ello evocaba el confort y el orden de una Alcott o un Thackeray.
No era inmediatamente evidente que alguien hubiera estado en la casa. Al parecer, Nancy había invertido todo lo que tenía en comprarla, de modo que el vestíbulo de entrada no tenía muebles. Hasta que no hube subido las escaleras de roble y encontrado el dormitorio principal no vi los daños. Entonces comprendí plenamente la decisión de la Sra. Cleghorn de esperarme en la entrada.
Al parecer, Nancy había convertido este dormitorio en objeto de sus primeros planes de rehabilitación. El suelo estaba acuchillado, las paredes emplastecidas y pintadas, y en la pared frente a la cama se había instalado una chimenea, con marco de azulejo y accesorios de latón reluciente. El efecto habría sido encantador, pero el mobiliario y la ropa de cama estaban desparramados por el suelo de la habitación.
De puntillas avancé entre aquel destrozo. Estaba violando todas las normas policiales posibles: no llamar para informar de los daños, recorrer el lugar alterando la evidencia, añadir mis detritus a los de los vándalos. Pero es sólo en los libros de reglamento donde todo delito recibe una inspección detallada en el laboratorio. En la vida real no creía que prestaran demasiada atención, pese a haber sido asesinada la propietaria del inmueble.
Fuera lo que fuera lo que buscaban los asaltantes, no debía ocupar mucho espacio. No sólo habían desgarrado la funda del colchón y hecho cortes en el relleno, sino que habían sacado la parrilla de la chimenea y quitado varios ladrillos. O bien dinero, si me atenía a la teoría del adicto con mono. O papeles. Algún tipo de prueba que Nancy poseía de algo tan espantoso, que había gente dispuesta a matar para ocultarlo.
Volví al piso bajo, con las manos algo temblorosas. La destrucción de una casa es una violación terriblemente personal. Si no puedes sentirte seguro entre las paredes de tu vivienda, no tienes seguridad en ningún sitio.
La Sra. Cleghorn me esperaba al pie de la escalera. Me rodeó la cintura con un brazo maternal; el verme tan descompuesta le ayudó a lograr cierta compostura.
– El comedor es la única otra habitación que Nancy había arreglado realmente. Estaba utilizando los armarios empotrados como una especie de despachito hasta que tuviera tiempo y dinero para hacer su estudio.
Le sugerí a la Sra. Cleghorn que permaneciera en el vestíbulo. Si los merodeadores no habían encontrado arriba lo que buscaban, tuve la visión involuntaria del aspecto que podrían tener aquellos armarios.
La realidad era mucho peor que todo lo que había podido imaginar. Por el suelo se veían desparramados platos y vajilla. Habían sido arrancados los asientos de las sillas. Todos los estantes de los armarios de nogal que formaban parte del fondo de la habitación estaban hechos astillas. Y los papeles que componían la vida privada de Nancy estaban esparcidos por todas partes como serpentinas después de un gran desfile.
Apreté los labios fuertemente, procurando contener mis emociones mientras avanzaba con cuidado entre toda aquella devastación. Pasado un tiempo, la Sra. Cleghorn me llamó desde la puerta: yo llevaba allí tanto tiempo que estaba preocupada y se había preparado para enfrentarse a la destrucción. Juntas reunimos estadillos bancarios, sacamos una agenda del amontonamiento y nos llevamos todo lo relativo a hipotecas o seguros para que la Sra. Cleghorn lo repasara posteriormente.
Antes de salir, metí la cabeza en las restantes habitaciones. Aquí y allá habían levantado una tabla del entarimado. En las chimeneas -había seis en total- faltaban las parrillas. La anticuada cocina había sido también sometida a su parte de destrozo. Posiblemente no era demasiado atractiva para empezar: instalaciones de los años veinte, pila vieja, nevera vieja, y la pintura de la pared descascarillándose por todas partes. En típico estilo vandálico, los intrusos habían arrojado harina y azúcar al suelo y sacado todo lo que contenía la nevera. Si la policía les llegaba a echar el guante, yo recomendaría hacerles pasar un año arreglando la casa como parte de la condena.
Habían entrado por la puerta trasera. La cerradura había sido apalancada y no se habían molestado en cerrarla bien al salir. El patio trasero estaba tan lleno de hierbajos altos, que los que pasaran por el callejón no se habrían percatado de que la casa estaba abierta. La Sra. Cleghorn encontró un martillo y clavos en el taller que había montado Nancy contiguo a la despensa; yo clavé un tablón cruzando la puerta trasera para que quedara cerrada. No parecía que pudiéramos hacer nada más para devolver su integridad al lugar. Nos marchamos en silencio.
De regreso a la casa de Muskegon, llamé a Bobby para comunicarle lo ocurrido. Emitió un gruñido y dijo que iba a referir el asunto al Tercer Distrito, pero que no me marchara por si deseaban hacerme alguna pregunta.
– Sí, claro -farfullé-. Me quedaré pegada al teléfono el resto de la semana para complacer a la policía -probablemente fuera una suerte que Bobby hubiera colgado ya el teléfono.
La Sra. Cleghorn empezó a preparar un café. Me lo trajo al comedor, con lo que quedaba de un bizcocho y una ensalada.
– ¿Qué buscaban, Victoria? -preguntó al fin después de su segunda taza.
Pellizqué distraídamente un poco de bizcocho de especias.
– Algo pequeño. Plano. Papeles de algún tipo, supongo. No creo que hayan podido encontrarlos, si no, no habrían arrancado los ladrillos de las demás chimeneas. Entonces, ¿en qué otro lugar pudo Nancy haber guardado cosas? ¿Está segura de que no dejó nada por aquí?
La Sra. Cleghorn movió la cabeza.
– Es posible que viniera mientras yo estaba trabajando. Pero… no sé. ¿Quieres buscar en su antigua habitación?
Me mandó sola por las escaleras del ático arriba hasta la vieja torrecilla donde Nancy y yo habíamos esperado a la Hermana Ana o a piratas armados hasta los dientes. Era una habitación insoportablemente triste, con los restos de la infancia olvidados sobre el gastado mobiliario. Levanté ositos de peluche y trofeos y carteles descoloridos de los primeros Beatles con estudiada indiferencia, pero no encontré nada.
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