Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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– ¿Y se ofrecieron a mostrarte esas extraordinarias pruebas?

– ¡No me hacía falta verlas! No soy tan desconfiada como tú.

Puse una mano de contención sobre Peppy que empezaba a gruñir.

– ¿Y te han amenazado con mutilarte si no me obligabas a retirarme?

– A mí las amenazas me darían igual. ¿Es que no puedes creerlo?

La miré con toda la calma posible. Era una persona desbocada, manipuladora y falta de escrúpulos a la hora de hacer su voluntad. Pero ni por lo más remoto la consideraría nunca cobarde.

– Puedo creerlo -dije lentamente-. Pero quiero saber la verdad. ¿Te dijeron realmente que me harían daño si no dejaba de buscar?

Los ojos de genciana miraron hacia otro lado.

– Sí -susurró.

– No me sirve, Caroline.

– Cree lo que quieras. Si te matan, no esperes que asista a tu funeral porque me dará igual -estalló en llanto y salió de la casa como un vendaval.

20.- Un elefante blanco

El Sr. Contreras se marchó finalmente hacia la una. Yo pasé una noche inquieta, con la cabeza hecha un remolino por la visita de Caroline. Caroline no temía nada. Por eso me seguía confiada hacia la espuma embravecida del Lago Michigan cuando tenía cuatro años. Ni siquiera se asustó cuando estuvo a punto de ahogarse; después que le hube limpiado de agua los pulmones, estuvo dispuesta a volver a entrar inmediatamente. Si alguien le hubiera dicho que mi vida pendía de un hilo, podría haberle enfurecido, pero no le habría aterrado.

Alguien la había llamado para decirle que Joey Pankowski era su padre. Eso no podía habérselo sacado del bolsillo. Pero ¿habían añadido la coletilla de que iban a hacerme daño, o era aquello una simple suposición fundada? Yo llevaba un decenio sin ver a Caroline, pero no se olvidan los gestos característicos de las personas con las que te crías: esa mirada de soslayo cuando pregunté directamente me inducía a pensar que mentía.

La única razón por la que me inclinaba a creerla -en cuanto a las amenazas, claro- era que yo también había recibido esa llamada. Hasta que Caroline apareció yo había supuesto que la llamada provenía de Art Jurshak por haber acosado a su hijo. O por haber hablado con Ron Kappelman. ¿Pero, y si provenía de Humboldt?

Cuando el brillo de los números verdes del reloj me informó de que eran las tres y cuarto, encendí la luz y me senté en la cama para llamar por teléfono. Murray Ryerson se había marchado del periódico cuarenta y cinco minutos antes de su hora. Todavía no estaba en casa. Probando suerte llamé al Golden Glow: Sal cierra a las cuatro. A la tercera fue la vencida.

– ¡Vic! Estoy abrumado. Tienes insomnio y has pensado en mí. Ya veo los titulares: «Mujer detective no puede dormir de amor».

– Y yo convencida de que eran las cebollas que me he comido para cenar. Eso es lo que me debió pasar el día que accedí a casarme con Dick. ¿Te acuerdas de nuestra pequeña conversación de ayer?

– ¿Qué conversación? -bufó-. Yo te conté cosas sobre Nancy Cleghorn y tú escuchaste con papel adhesivo en la boca.

– Me ha vuelto algo a la memoria -dije yo sin rodeos.

– Mejor será que sea bueno, Warshawski.

– Curtís Chigwell -dije-. Es el médico que vive en Hinsdale. Trabajó en la fábrica de Chicago Sur.

– ¿Él ha matado a Nancy Cleghorn?

– Por lo que yo sé, ni siquiera conocía a Nancy Cleghorn.

Sentí más que oí a Murray farfullar.

– He tenido un día duro, V. I. No me hagas jugar a las Veinte Preguntas contigo.

Del suelo, junto a la cama, alcancé una camiseta. Por algún motivo, la noche me estaba haciendo sentirme demasiado vulnerable en mi desnudez. Al inclinarme, la luz de la lámpara resaltó el polvo de un rincón de la habitación. Si vivía una semana más, pasaría el aspirador.

– Eso es lo que tengo para ti -dije pausadamente-. Veinte preguntas. Ni una respuesta. Curtís Chigwell sabe algo que no quiere contar. Hace veinticuatro horas no creía que tuviera la más remota relación con lo de Nancy. Pero he recibido una llamada de amenaza esta noche advirtiéndome que me largara de Chicago.

– ¿De Chigwell? -casi pude sentir el aliento de Murray a través de la línea telefónica.

– No. Yo pensé que tenía que ser de Jurshak o Dresberg. Pero es que hay otra cosa; un par de horas después me ha dicho lo mismo alguien que sólo me conoce por el lado de Xerxes; la fábrica donde trabajaba Chigwell.

Le expliqué las discrepancias que habían surgido entre la versión de Manheim y la de Humboldt sobre el pleito de Pankowski y Ferraro -sin decirle que lo había sabido por el propio Humboldt.

– Chigwell sabe cuál es la verdad y por qué. Pero no quiere contarlo. Y si los de Xerxes me están amenazando, él tiene que saber por qué.

Murray ensayó mil métodos distintos para lograr que le dijera más cosas. Pero, sencillamente, no podía entregarle a Caroline y a Louisa; Louisa no se merecía ver su triste pasado rodando por las calles de Chicago. Y no sabía nada más. Nada sobre la posible relación entre la muerte de Nancy y Joey Pankowski.

Al fin Murray afirmó:

– Tú no quieres ayudarme, tú lo que quieres es que te haga de correveidile. Lo presiento. Pero no es una mala historia; mandaré a alguien a hablar con el tipo.

Cuando colgamos conseguí dormir un poco, pero volví a despertarme definitivamente hacia las seis y media. Amaneció otro día gris de febrero. El frío cortante y la nieve habrían sido preferibles a esta eterna neblina inclemente. Me puse la ropa de gimnasia, hice mi calentamiento y después levanté a la brava al Sr. Contreras llamando en su puerta hasta que la perra le despertó a ladridos. Me la llevé de ida y vuelta al lago, deteniéndome de vez en cuando para atarme el zapato, sonarme la nariz, tirarle un palo: gestos que me permitían vigilar mi retaguardia disimuladamente. No creí ver a nadie en ella.

Tras haber depositado a la perra me fui al café de la esquina para desayunarme unas tortitas. De vuelta a casa para cambiarme, estaba casi decidida a hacerle una visita a Louisa por ver si ella podía darme alguna pista sobre el pánico de Caroline, cuando llamó Ellen Cleghorn. Estaba muy alterada: había ido a casa de Nancy en Chicago Sur para recoger sus documentos financieros y la había encontrado arrasada.

– ¿Arrasada? -repetí absurdamente-. ¿Cómo lo sabe?

– Como se sabe siempre, Victoria; la casa estaba hecha auténticas trizas. Nancy no tenía mucho dinero y sólo había podido amueblar dos habitaciones. Los muebles estaban destrozados y había papeles desparramados por todas partes.

Me estremecí involuntariamente.

– Parece como si fueran ladrones enloquecidos. ¿Sabe si falta alguna cosa?

– No intenté comprobarlo -la voz se le quebró ligeramente con un sollozo nervioso-. Miré en su habitación y salí corriendo todo lo deprisa que pude. Yo… te agradecería si pudieras venir a revisar la casa conmigo. No soporto estar allí sola con esa… esa destrucción de Nancy.

Le prometí que me reuniría con ella frente a su casa dentro de una hora. Habría preferido ir directamente a casa de Nancy, pero la Sra. Cleghorn estaba excesivamente nerviosa por el asalto para acercarse a casa de su hija, aunque permaneciera en el exterior. Terminé de ponerme los vaqueros y la sudadera, y después, sin muchas ganas, me dirigí a la pequeña caja fuerte que tengo empotrada en el armario de mi habitación y saqué la Smith & Wesson.

Yo no suelo llevar pistola; si la llevas, tiendes a depender de ella y se te entorpece la sesera. Pero estaba ya bastante asustada entre el asesinato de Nancy y la amenaza de mandarme al pantano a hacerle compañía. Y ahora esta agresión a la casa. Supuse que cabía la posibilidad de que fueran gamberros del barrio que hubieran espiado la casa y comprobado que no había nadie. Pero el destrozo del mobiliario. Podía haber sido un drogata tan absolutamente ido que hubiera despedazado los muebles en busca de dinero. Pero también pudieron ser sus asesinos buscando algo que ella tenía y podía incriminarlos. Por eso, introduje un segundo cargador en el bolso y me metí la pistola cargada en la cintura de los vaqueros; mi sesera no era lo bastante rápida para detener una bala a toda velocidad.

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