– ¿Por qué soportas todo esto? -inquirí.
– ¿Todo el qué? -dijo, volviendo a ruborizarse.
– Ya sabes; que esa mujer detestable de ahí fuera te trate como si fueras un crío subnormal de dos años. A esos paniaguados del distrito esperando a ponerte la carnada como si fueras una trucha. ¿Por qué no te buscas un puesto en otra agencia?
Sacudió la cabeza.
– Estas cosas no son tan fáciles como te parecen. Yo me gradué hace dos años. Si… si consigo demostrar a mi padre que puedo encargarme de una parte del trabajo… -su voz fue apagándose.
– Si te quedas para esperar su aprobación, te vas a pasar aquí el resto de tu vida -dije brutalmente-. Si no quiere dártela, no puedes hacer nada para obligarle. Te irá mejor si dejas de intentarlo, porque no vas a conseguir más que hacerte un desgraciado y no le vas a impresionar.
Su sonrisa triste me hizo desear agarrarle del cuello de la camisa y sacudirle.
– No le conoces a él ni me conoces a mí, o sea que no sabes de lo que hablas. Yo soy -he sido siempre- su gran decepción. Pero eso no tiene nada que ver contigo. Si has venido para hablarme de Nancy Cleghorn, no puedo ayudarte ahora más que esta mañana.
– ¿Tú y ella erais amantes, no? -me pregunté si sus dibujadas facciones habrían podido compensar a Nancy de su juventud e inseguridad.
Sacudió la cabeza sin decir palabra.
– Nancy tenía aquí un novio pero no quería que lo supiera ninguno de sus amigos. No me parece muy probable que fueran el trío de la Bencina de abajo. Ni siquiera la Sra. May; Nancy tenía mejor gusto. Y además, ¿por qué, si no, fuiste al funeral?
– Es posible que por respeto a la labor que hacía en la comunidad -musitó.
La Sra. May abrió la puerta sin llamar.
– ¿Necesitan alguna cosilla? Si no, me marcho ya. ¿Quieres dejarle alguna nota a tu padre sobre la entrevista, Art?
Me miró aturdido unos segundos, después volvió a sacudir la cabeza sin hablar.
– Gracias, Sra. May -dije yo con descaro-. Ha sido un placer conocerla.
Me dirigió una mirada asesina y cerró la puerta con fuerza. Vi su sombra dibujada tras la parte superior del cristal de la puerta mientras vacilaba considerando un posible golpe de desquite, después su silueta se desvaneció al marchar hacia su casa.
– Si no quieres que hablemos de tus relaciones con Nancy, por qué no me das la misma información que le diste a ella sobre los intereses de Papá Art en la planta de reciclaje de PRECS.
Asió el borde de la mesa de conglomerado y me miró implorante.
– No le dije nada. Apenas la conocía. Y no sé lo que tiene mi padre con la planta de reciclaje. ¿Y ahora serías tan amable de irte? Yo me alegraría tanto… como el que más si encontraras al asesino, pero tienes que comprender que no sé nada del asunto.
Fruncí el ceño con frustración. Estaba muy alterado, pero desde luego no era por mí. Tuvo que haber sido el amante de Nancy. Tuvo que ser él. De otro modo no habría estado en la iglesia por la mañana. Pero no se me ocurría modo alguno de lograr que confiara en mí lo bastante para hablar de ello.
– Ya, en fin, me voy. Una última pregunta. ¿Conoces bien a Leon Haas?
Me miró con expresión vacía.
– No he oído hablar de él en mi vida.
– ¿Y Steve Dresberg?
Se puso totalmente pálido y se desmayó a mis pies.
Cuando por fin llegué a mi casa había oscurecido ya. Había permanecido en Chicago Sur hasta cerciorarme de que el joven Art era capaz de conducir su coche. Me pareció una crueldad innecesaria el entregárselo a los paniaguados de la oficina para que le atendieran, pero mi exhibición de generosidad no aumentó sus ganas de hablar. Al fin, desesperada, le dejé a la puerta de las oficinas del distrito electoral.
El camino hacia el norte no me produjo solaz alguno. Recorrí fatigada el trecho hasta la puerta, tiré las llaves al forcejear con la puerta interior del vestíbulo, y volví a tirarlas al remontar las escaleras. Agotada hasta la médula, bajé los escalones para recuperarlas. Al otro lado de la puerta del Sr. Contreras, Peppy emitió un ladrido de bienvenida. Cuando empecé a subir otra vez oí sus cerrojos descorrerse a mi espalda. Me puse rígida, esperando el embate.
– ¿Eres tú, muñeca? ¿Ahora vuelves? Hoy era el funeral de tu amiga, ¿no? No habrás estado bebiendo, ¿verdad? La gente cree que es la forma de ahogar las penas, pero, en serio, no hace más que ponerte más triste que antes. Si lo sabré yo; lo he intentado más de una vez. Pero entonces, cuando murió Clara, me bebí una copa y me acordé de lo que le alteraba que volviera de un funeral bien alumbrado. Y dije que no iba a hacerlo más, por ella; no después de todas las veces que me llamó idiota, llorando por un amigo cuando estaba demasiado borracho para que me saliera hasta el nombre.
– No -dije, forzando una sonrisa y alargando la mano para que me lamiera la perra-. No he estado bebiendo. He tenido que ver a un montón de personas. No ha sido muy divertido.
– Venga, súbete y date un baño calentito, niña. Para cuando termines y hayas descansado un rato habré preparado algo de cena. Tengo un filete estupendo que he estado guardando para una ocasión especial, y eso es lo que hace falta cuando estás tan decaído. Un poco de carne roja, te pone la sangre en movimiento otra vez y la vida te parece mucho mejor.
– Gracias -dije-. Es muy amable de su parte, pero de verdad no puedo…
– Nada. Tú crees que quieres estar sola, pero créeme, preciosa, es lo peor cuando te sientes así. Su señoría y yo te vamos a alimentar, y después cuando ya estés dispuesta a quedarte sola, no tienes más que decirlo y nos bajamos a todo correr.
Sencillamente no tenía ánimos para ver sus desvaídos ojos pardos ensombrecerse al sentirse herido por mi insistencia en estar sola. Maldiciéndome por tener el corazón blando, subí pesadamente las escaleras hasta mi casa. A pesar de las aciagas palabras de mi vecino, me fui directa a la botella de Black Label, lanzando los zapatos al aire con los pies y quitándome las medias mientras desenroscaba el tapón. Bebí de la botella, un trago largo que esparció una cálida sensación por mis hombros cansados.
Llené un vaso y me lo llevé al cuarto de baño. Arrojé el vestido funeral al suelo y me metí en la bañera. Cuando el Sr. Contreras apareció con el filete, estaba algo borracha y mucho más relajada de lo que hubiera creído posible media hora antes.
Él había cenado ya; se subió la botella de grappa para hacerme compañía mientras comía. Tras unos pocos bocados hube de admitir a mi pesar -sólo para mis adentros- que tenía razón en cuanto a la comida: la vida empezaba en efecto a parecerme mejor. La carne estaba a la plancha, bien tostada por fuera y roja por dentro. Me había preparado unas patatas fritas al montón con ajos y un detalle de consideración a mi dieta, un plato de lechuga. Era un cocinero bueno y sencillo, arte que había aprendido por su cuenta como entretenimiento durante su viudedad; cuando su mujer vivía nunca había hecho en la cocina mucho más que coger alguna cerveza.
Estaba terminándome las patatas con lo que quedaba de jugo de la carne cuando sonó el teléfono. Le entregué a Peppy el hueso que había estado vigilando -no pidiéndolo, simplemente observándolo por si alguien se entrometía e intentaba robarlo- y fui hacia el piano, donde había dejado la extensión del salón.
– ¿Warshawski? -era la voz de un hombre, fría y áspera. Desconocida para mí.
– Sí.
– Creo que es hora de que te largues de Chicago, Warshawski. Tú ya no vives aquí, ni tienes nada que hacer aquí.
Deseé no haberme tomado el tercer whisky e intenté desesperadamente reunir mis desparramados sesos.
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