Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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Cuando al fin encontré donde aparcar cerca del Edificio Federal eran ya las diez pasadas. En los últimos años, el Loop es objeto de un fervor urbanístico que ha convertido el distrito comercial en una copia atascada y ruidosa de Nueva York. Muchos de los garajes públicos han sido sustituidos por rascacielos más altos de lo permitido por las leyes municipales, de modo que tenemos cuatro veces más tráfico y nos disputamos la mitad de espacio para estacionar.

Cuando llegué al piso dieciséis del Edificio Dirksen no estaba del mejor humor posible. Y a ello no contribuyó la actitud de la recepcionista, que miró brevemente hacia mí antes de volver a su mecanografía con el lacónico anuncio de que no podía ver a Jonathan Michaels.

– ¿Se ha muerto? -repliqué insolente-. ¿No está en la ciudad? ¿Está procesado?

Me miró fríamente.

– Le he dicho que no puede verle y no necesita saber más.

Las puertas que llevaban a los despachos estaban siempre cerradas. O la recepcionista o alguien del interior podían apretar el botón para abrirlas, pero era evidente que esta mujer no me iba a permitir recorrer los cubículos para encontrar a Jonathan. Me senté en una de las sillas de plástico de respaldo recto y le informé de que esperaría.

– Como quiera -respondió bruscamente, apretando las teclas con furia.

Al entrar un hombre negro con traje de calle montó todo un número de amabilidad, cloqueando a su alrededor y hasta coqueteando un poco. Le lanzó una sonrisa almibarada y le deseó un buen día mientras abría el resorte de la puerta. Cuando me introduje detrás de él se quedó tan sorprendida que no pudo ni graznar.

Mi acompañante me miró arqueando las cejas.

– ¿Es usted de aquí?

– Pues sí -dije-. Yo le pago su sueldo. Y estoy aquí para contárselo a Jonathan Michaels.

Su expresión se volvió momentáneamente alarmada, mientras procuraba imaginar qué burócrata de Washington podría ser yo. Después comprendió lo que había querido decir y exclamó:

– En tal caso, quizá sea mejor que espere fuera hasta que Gloria le diga que puede entrar.

– Dado que no se ha molestado en preguntarme ni mi nombre ni lo que me trae, debo suponer que su interés en servir al público contribuyente no es abrumador.

Yo sabía dónde estaba el despacho de Jonathan y aceleré mi ritmo para adelantarme a mi acompañante. Oí sus pasos sobre la moqueta apresurarse tras de mí, exclamando:

– Señorita, señorita, por favor -mientras yo abría la puerta del rincón.

Jonathan estaba en el despacho de fuera junto a la mesa de su secretaria. Cuando me vio, su cara rubicunda se iluminó con una sonrisa.

– Ah, eres tú, Vic.

Yo sonreí a mi vez.

– ¿Es que te ha llamado Gloria para decirte que venía hacia tu despacho la guerrilla urbana para hacértelo añicos y arrancarte tu rubia cabellera?

– La que me queda -dijo quejumbroso. Estaba parcialmente calvo, lo cual le daba el aspecto de un Padre William rejuvenecido.

Jonathan Michaels era un idealista callado cuando éramos compañeros de curso en la facultad de derecho. Mientras que algunos estudiantes como yo -encerrados en nuestras camisas de fuerzas liberales, como lo expresara un doctor en leyes conservador- nos lanzamos a la defensa de oficio, Jonathan había estudiado las cuestiones sociales con sosiego. Había sido secretario judicial en un tribunal de jurisdicción federal durante dos años y después había pasado al Departamento de Trabajo. En estos momentos era magistrado en el distrito de Chicago.

Me llevó a su despacho y cerró la puerta.

– Tengo una docena de abogados de St. Louis en la sala de juntas. ¿Puedes exponerme tu asunto en treinta segundos?

Lo expliqué con rapidez.

– Quiero saber si existe algún rastro -a través de OSHA, la Comisión Nacional de Relaciones Laborales, la gente de Cumplimiento de Contratos, o quizá por Justicia- de Ferraro y Pankowski. Sobre un sabotaje y un pleito.

Escribí los nombres en uno de sus cuadernos amarillos y añadí el de Louisa Djiak.

– Es posible que estuviera implicada. No quiero contarte ahora toda la historia -no tienes tiempo- pero los datos me los proporcionó personalmente Gustav Humboldt. No está precisamente deseando que se hagan públicos.

Jonathan descolgó el teléfono mientras seguía hablando.

– Myra, di a Dutton que venga, por favor. Tengo un trabajo de investigación -enunció la cuestión en unas cuantas palabras y colgó-. Vic, la próxima vez, hazme un gran favor y cumple lo que pide el anuncio: llama antes.

Le besé en la mejilla.

– Desde luego, Jonathan. Pero solamente cuando pueda pasarme dos días jugando al ratón y al gato con tu teléfono antes de poder hablar contigo. Ciao, ciao, bambino.

Jonathan estaba de vuelta en la sala de juntas antes de que yo hubiera alcanzado la puerta de salida. Cuando Gloria me vio otra vez en la zona de recepción empezó a aporrear las teclas con energía nuevamente. Por pura malevolencia esperé fuera un minuto, después eché un vistazo entreabriendo la puerta. Gloria había cogido el Herald-Star.

– A trabajar -dije severamente-. Los contribuyentes esperan recibir algo a cambio de su dinero.

Me dirigió una mirada de aborrecimiento. Llegué hasta el ascensor riendo quedamente para mis adentros. Espero poder superar algún día esta clase de placeres juveniles.

Caminé las cuatro manzanas hasta mi oficina. Al comprobar las llamadas de mi contestador supe que Nancy Cleghorn había estado intentando localizarme. Primero esta mañana, mientras yo me autocompadecía junto al camino del lago, y otra vez hacía diez minutos. Con esa irritante costumbre que suele tener la gente, no se había molestado en dejar un número de teléfono.

Suspiré afligida y saqué la guía telefónica urbana de debajo de un montón de papeles que había en el hueco de la ventana. El metro elevado de Wabash pasa bajo mis ventanas y la guía tenía una fina capa de tizne, con el que embadurné el delantero de mi traje de lana verde.

Nancy era directora de asuntos medioambientales en el grupo pro desarrollo de la comunidad regentado por Caroline. Busqué PRECS, lo cual fue una pérdida de tiempo, porque, naturalmente, estaba bajo Proyecto de Rehabilitación de Chicago Sur. Y aquello fue también una pérdida de tiempo porque Nancy no estaba allí, ni lo había estado en todo el día, y no sabían cuándo iría. Y no, no podían darme su teléfono particular, especialmente si era su hermana la que llamaba, porque allí todos sabían que tenía cuatro hermanos, y si no dejaba de molestar iban a llamar a la policía.

– ¿Puedo por lo menos dejar un mensaje? Es decir, ¿sin que llamen a la policía? -deletreé mi nombre lentamente, dos veces, aunque ya sabía que no serviría de nada; al final saldría Watchski o alguna otra mutación horripilante. La secretaria me dijo que se ocuparía de entregar el mensaje a Nancy con ese tono por el que sabes que el papel irá al cesto en cuanto cuelgues.

Volví a la guía. Nancy no aparecía, pero Ellen Cleghorn seguía viviendo en Muskegon. Hablar con la madre de Nancy supondría un cambio grato frente a las acogidas de que había sido objeto en el día de hoy. Me recordaba perfectamente, le encantaba leer cosas sobre mí cuando algunos de mis casos llegaba a la prensa, le hubiera gustado que me acercara a cenar con ellos alguna vez cuando estaba en el barrio.

– Nancy se ha comprado una casa en South Shore. Una de esas mansiones inmensas que se cae a pedazos. La está arreglando. Es un poco grande para una mujer sola, pero a ella le gusta -me dio el número y colgó con repetidas invitaciones a cenar.

Nancy no estaba en casa. Me di por vencida. Si tantas ganas tenía de hablar conmigo ya me volvería a llamar.

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