Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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– Srta. Warshawski. Qué amable por su parte venir en plazo tan breve -extendió una mano firme.

– No tiene importancia, Sr. Humboldt.

Me indicó con la mano un sillón de cuero al otro lado de la chimenea, frente a él. Sabía por la entrada del Quién es quién que tenía ochenta y cuatro años, pero podría haber dicho que tenía sesenta sin sorprender a nadie. Su cabello poblado mostraba aún algún vestigio de rubio claro, sus ojos azules eran despiertos y despejados y su rostro casi falto de arrugas.

– Anton, tráenos un coñac -¿bebe usted coñac, Srta. Warshawski?-, y después ya nos arreglamos solos.

El mayordomo desapareció durante un par de minutos, durante los cuales mi anfitrión inquirió cortésmente si el fuego no era excesivamente caluroso para mí. Antonio regresó con una botella de cristal y copas anchas, nos sirvió, colocó cuidadosamente la botella en el centro de una mesita a la derecha de Humboldt, removió el fuego con las tenazas. Comprendí que tenía curiosidad con respecto a las intenciones de Humboldt y buscaba modos de remolonear, pero Humboldt le despidió con ligereza.

– Srta. Warshawski, tengo una cuestión delicada que hablar con usted, y le ruego sea indulgente si no lo hago con la máxima elegancia. Después de todo, soy industrial, un ingeniero industrial más a sus anchas entre productos químicos que entre jóvenes bonitas.

Había venido a América ya adulto; aún después de casi sesenta años conservaba un leve acento.

Sonreí burlona. Cuando el propietario de un imperio de diez billones de dólares empieza a disculparse por su estilo, ha llegado el momento de agarrar tu bolso con fuerza y contarte los dedos.

– Estoy segura de que se subestima, señor.

Me dirigió una mirada rápida de reojo y decidió que aquello merecía una carcajada ronca.

– Veo que es usted una mujer prudente, Srta. Warshawski.

Bebí un sorbo de coñac. Era pasmosamente suave. Por favor, que me llame muchas veces a consulta, pedí al dorado líquido.

– Puedo ser temeraria si hace falta, Sr. Humboldt.

– Bien, eso está muy bien. De modo que es investigadora privada. ¿Y le resulta un trabajo en que puede ser prudente y temeraria al mismo tiempo?

– Me gusta ser mi propio jefe. Y no tengo deseo de llegar a serlo hasta el nivel que ha logrado usted.

– Sus clientes hablan maravillas de usted. Hoy mismo, mientras charlaba con Gordon Firth mencionó lo agradecida que estaba la junta directiva de Ajax a sus esfuerzos.

– Me alegro mucho de saberlo -dije, recostándome en el sillón y tomando otro sorbo.

– Gordon se ocupa de gran parte de mis seguros, claro.

Claro. Gustav llama a Gordon y le comunica que necesita diez toneladas de seguros y Gordon dice no faltaba más y treinta jóvenes de ambos sexos trabajan un mes a ochenta horas semanales para dejarlo todo listo y después ambos se estrechan las manos cordialmente en el Club Standard y se agradecen mutuamente las molestias que se han tomado.

– De modo que pensé que podría echarle una mano con una de sus investigaciones. Después de escuchar el caluroso informe de Gordon me di cuenta que era usted inteligente y discreta y no inclinada a abusar de una información que se le diera confidencialmente.

Con mucho esfuerzo conseguí no saltar en el asiento y llenarme toda la falda de coñac.

– No puedo imaginar dónde coinciden nuestras respectivas esferas de acción, señor. Por cierto, este coñac es excelente. Es como beber un buen licor de malta.

Ante aquello Humboldt soltó una carcajada estrepitosa y auténtica.

– Estupendo, querida Srta. Warshawski. Estupendo. ¡Recibir con tanta serenidad mis palabras y después alabar mi licor con el más sutil insulto! Me gustaría convencerla para que dejara de ser su propio jefe.

Sonreí y dejé la copa.

– Me gustan los cumplidos tanto como a cualquiera, y he tenido un día duro; me vienen muy bien. Pero empiezo a preguntarme quién tiene que ayudar a quién. Y no es que no sea un privilegio poder prestarle algún servicio.

Asintió con la cabeza.

– Creo que podremos prestarnos servicios mutuos. Me preguntó dónde coincidían nuestras esferas de acción -una excelente expresión-. Y la respuesta es que en Chicago Sur.

Reflexioné unos instantes. Por supuesto. Tenía que haberme dado cuenta. Xerxes debía formar parte de Químicas Humboldt. Pero yo estaba tan acostumbrada a considerarlo parte de mi paisaje de infancia que no había visto la relación cuando Anton me llamó.

Mencioné el nombre con indiferencia y Humboldt volvió a asentir.

– Muy bien, Srta. Warshawski. La industria química realizó una gran contribución al esfuerzo bélico. Hablo de la Segunda Guerra Mundial, claro. Y el esfuerzo bélico a su vez fomentó la investigación y el desarrollo a gran escala. Muchos de los productos de los que todos -hablo de Dow, Ciba, Imperial Chemical, todos- comemos hoy día se remontan a las investigaciones que realizamos entonces. La xerxina fue uno de los grandes descubrimientos de Xerxes, uno de los 1, 2 dicloretanos. A este último yo mismo pude dedicarle tiempo.

Se interrumpió con una mano vuelta hacia arriba.

– Usted no es química. Todo eso no le interesará nada. Pero llamamos Xerxes al producto debido a la xerxina, claro está, y abrimos la fábrica de Chicago Sur en 1949. Mi mujer se dedicaba al arte. Ella hizo el dibujo del logotipo, la corona en campo morado.

Paró de hablar para ofrecerme la botella. No quería parecer ansiosa. Por otra parte, rehusar habría podido parecer descortés.

– Pues bien, esa planta de Chicago fue el comienzo de la expansión internacional de Humboldt, y siempre le he tenido mucho cariño. De modo que pese a que yo no me ocupo ya del funcionamiento diario de la compañía… tengo nietos, Srta. Warshawski, y a los viejos nos gusta creer que rejuvenecemos con los niños. Pero mi gente sabe lo que quiero a esa fábrica. O sea que cuando empieza a fisgar por allí una detective joven y bonita, a hacer preguntas, es natural que me lo comuniquen.

Sacudí la cabeza.

– Sentiría mucho que le hubieran alarmado innecesariamente, señor. No estoy fisgando en la fábrica. Simplemente intento rastrear a unos hombres como parte de una indagación personal. Por algún motivo su Sr. Joiner -el jefe de personal- ha querido hacerme creer que nunca trabajaron en su empresa.

– Entonces ha encontrado al Dr. Chigwell -su voz profunda había bajado a un murmullo sordo, difícil de entender.

– Al que mi pregunta causó aún mayor conmoción que al joven Joiner. No pude evitar el pensar que acaso tuviera sus propias cuentas pendientes. Alguna transacción de su juventud que estuviera pesándole en la conciencia a la vejez.

Humboldt levantó la copa para mirar al fuego a través de ella.

– Cómo se apresura la gente a protegerte cuando eres viejo y quieren que sepas que tus intereses no les son indiferentes -hablaba al cristal-. Y qué conflictos causan innecesariamente. Es un constante tema de discusión con mi hija, una de las preocupaciones de la naturaleza.

Volvió a dirigirme la mirada.

– Tuvimos una cuestión con esos hombres, con Pankowski y Ferraro. Una cuestión lo bastante problemática para que incluso recuerde sus nombres, comprende, entre los cincuenta y tantos mil empleados que tengo en todo el mundo. Intentaron llevar a cabo un acto de sabotaje en la fábrica. En el producto, en realidad. Un cambio de proporción en la mezcla de modo que resultaba un gas muy inestable y unos residuos que bloqueaban las tuberías de salida. Tuvimos que cerrar la planta tres veces en 1979 para limpiarlo todo. Hizo falta un año de investigación para descubrir quién estaba detrás de aquello. Ellos y otros dos hombres fueron despedidos, y entonces nos demandaron por despido improcedente. Todo aquello fue una pesadilla. Una pesadilla horrible.

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