Ellery Queen - El Misterio De Los Hermanos Siameses
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El doctor estaba sentado sobre una silla de cuero y sacó cigarrillos.
– Y ahora, mientras esperamos por mi excelente ama de llaves, y las cosas que resulten de sus preparaciones, cuéntenme ustedes algo de ese… incendio.
Su expresión suave y ligeramente ausente no varió, pero algo raro sonó en su voz.
El inspector se puso a contar hasta los menores detalles, mientras su anfitrión asentía a cada frase, manteniendo un aire perfecto de cortés trastorno. Ellery sacó la funda de las gafas del bolso; le dolían los ojos, y decidió ponerse las gafas, tras limpiarlas un poco. Se sentía hipercrítico, que cualquier cosa le parecería mal, se dijo. ¿Por qué tenía que mostrar ese cortés trastorno el doctor Xavier? Su casa estaba colgada de lo más alto de la colina, y la base estaba ardiendo. Tal vez, pensó cerrando los ojos, tal vez el doctor Xavier no mostrase suficiente trastorno.
El inspector estaba diciendo pomposamente:
– Debíamos pedir alguna información. ¿Tiene usted teléfono, doctor?
– Junto a su codo, señor Queen, hay una línea directa con el Valley.
El inspector tomó el aparato y llamó a Osquewa Costó bastante establecer comunicación y cuando pudo por fin conseguirla fue para descubrir que toda la ciudad se encontraba tratando de controlar el incendio y que la única persona con la que se podía hablar -ni con el sheriff, ni con el alcalde, ni con ningún concejal- era la operadora de teléfonos que le informó.
El policía colgó el auricular con mirada grave.
– Me temo que esto sea algo más serio de lo normal. El fuego debe rodear ya toda la base de la montaña, doctor, y todos los hombres disponibles, hasta las mujeres, de muchas millas alrededor están luchando contra él.
– ¡Dios mío! -exclamó el doctor Xavier. Su trastorno había crecido, pero la cortesía había desaparecido. Se levantó y comenzó a moverse.
– De manera que nos veremos obligados a quedarnos aquí a pasar la noche, doctor -dijo el inspector.
– ¡Oh, sí! -dijo el médico moviendo su musculosa mano derecha-. Naturalmente. Nunca se me hubiera ocurrido dejarlos irse, ni siquiera en circunstancias normales -mordía el labio inferior, con el entrecejo fruncido. Siguió-. Esto empieza a parecer…
Ellery sentía dar vueltas su cabeza. Pese a la atmósfera de creciente misterio -su intuición le decía que algo muy extraño estaba sucediendo en aquella solitaria casa en lo alto de la montaña-, lo que más le apetecía era una cama y dormir. Hasta el hambre se había ido, y el fuego parecía muy lejos. No podía mantener los párpados abiertos, ni siquiera a nivel educado. El doctor Xavier, con su voz grave y profunda teñida ahora con una débil nota de excitación y disimulo, estaba diciendo algo sobre «la sequedad… probablemente combustión espontánea…». Fue lo último que Ellery oyó.
Despertó con sentimiento de culpabilidad. Una voz de mujer decía en voz baja a su oído: «Por favor, señor…», y saltó sobre sus pies, encontrándose la seca cara de la señora Wheary, ante su sillón, que tenía una bandeja en las manos.
– ¡Oh! Esto… Perdón -exclamó, enrojeciendo-. Qué falta de educación. Perdone usted, doctor. Es que, ya sabe usted, el coche… el incendio…
– Tonterías -dijo con una risilla abstracta el doctor-. Su padre y yo estábamos comentando precisamente la incapacidad de las generaciones más jóvenes para aguantar un duro trato corporal. No se preocupe, señor Queen. ¿Querría usted lavarse un poco antes de…?
– Si es posible… -Ellery miró la bandeja con cara de hambre. Los retortijones habían vuelto, pillándole desprevenido, y podría haberse comido en ese mismo instante toda la comida, bandeja incluida.
El doctor Xavier le condujo, junto al inspector, por un corredor, a la izquierda y luego por una escalera que daba a otro corredor que se cruzaba con el que llevaba al vestíbulo. Subieron las alfombradas escaleras y se encontraron en lo que parecía el piso de las habitaciones de dormir. Solamente había una débil luz en todo el hall, sobre la puerta Las puertas estaban cuidadosamente cerradas y las habitaciones, tras las puertas, silenciosas como los nichos de un cementerio.
– ¡Brrr! -murmuró Ellery al oído de su padre, mientras seguían a su anfitrión por el pasillo-. Buen sitio para un asesinato. Hasta el viento desempeña adecuadamente su papel. Escucha, ¿oyes cómo sopla? Con todas sus fuerzas.
– ¡Escúchalo tú si quieres! -gruñó sin ganas el inspector-. Ni un ejército entero me mueve a mí un pelo esta noche, querido. ¡Si esto parece el Palacio de Mármol! Creo que estás chalado, ¿asesinato? ¡Si es la casa más agradable que he visto en toda mi larga vida!
– Las he visto más agradables todavía -dijo Ellery-. Además, tú siempre te has dejado llevar por tus sentidos… ¡Ah! Doctor, muchísimas gracias.
Xavier había abierto una puerta. Tras ella había una amplia habitación -todas, en esta gargantuesca mansión, eran enormes- y en ella, alineados correctamente a los pies de las camas, estaban los objetos que formaban el equipaje de los Queen.
– Ni una palabra más -dijo el doctor Xavier con tono ausente, sin la cordialidad que habría de esperarse de un anfitrión tan perfectamente perfecto en todo lo demás-. ¿Adónde van a ir ustedes con el incendio que hay ahí abajo? Ésta es la única casa en muchas millas a la redonda, señor Queen… Me he tomado la libertad de decirle a Bones, mientras usted descansaba abajo, que recogiera su equipaje y lo colocara aquí. Bones, un raro nombre, ¿verdad? Pobre hombre, es una ruina, un infeliz que recogí hace años, y que me es muy fiel, pueden estar seguros, pese a una cierta falta de elegancia en sus maneras, ¡ja, ja! Bones se cuidará también de su coche. Tenemos garaje. Los coches se llenan de humedad si quedan al aire en este sitio tan alto.
– Así que Bones… -murmuró Ellery.
– Sí, sí… Aquí está el cuarto de baño. Hay otro mayor detrás del hall del piso. Bueno, les dejo con sus abluciones.
Sonrió y salió de la habitación, cerrando la puerta con suavidad. Los Queen se contemplaron mutuamente sin decir palabra, solitarios en medio del inmenso dormitorio. Luego, el inspector se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta del lavabo que le habían indicado.
Ellery le siguió, murmurando:
– ¡Abluciones! No había oído esa palabra desde hace veinte años por lo menos. ¿Te acuerdas de aquel griego que me daba clase en la escuela de Crosley? Me acuerdo que se equivocaba con la palabra, la usaba para decir absoluciones. ¡Abluciones! Te digo, padre, que cuanto más pienso en este ominoso lugar, menos me gusta.
– Tonto que eres -repuso el inspector con acompañamiento de agua corriente-. Esto es bueno. ¡Vive Dios! Tenía ganas. Vamos, hijo, vamos. La pitanza esa de abajo no es eterna.
Una vez lavados, peinados y cepillado el polvo de su ropa, salieron al oscuro corredor.
Ellery se detuvo.
– ¿Qué vamos a hacer, echarnos a correr escaleras abajo? Seamos educados como nuestro anfitrión, padre. Además, considerando el especial aire de misterio de esta casa, sería mejor que no…
– ¡Dios! -susurró el inspector.
Se había parado de repente, y agarrado el brazo de Ellery con dedos convulsos. Su mirada estaba fija, la mandíbula tensa, un terror desnudo en los ojos y la cara más gris que la más gris que Ellery hubiera visto en toda su vida. Algo había más allá, tras el hombro de Ellery.
Sus nervios, ya trabajados por todas las experiencias del día, cedieron. Ellery se dio la vuelta. La piel de sus brazos tensa, la nuca temblorosa.
No vio nada raro. El pasillo estaba tan oscuro y vacío como antes; se oyó, luego, el clic de una puerta que se cerraba.
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