Ellery Queen - El Misterio De Los Hermanos Siameses
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Pero al abrirse la puerta había un nuevo hombre ante ellos, un hombre que se diría de un mundo diferente. Era increíblemente alto y de anchas espaldas, y ofrecía una sonrisa lenta y cálida.
– Pasen -dijo con voz agradable-. Me temo que he de pedirles perdón por los espantosos modales de mi criado Bones. Siempre desconfiamos un poco de los visitantes nocturnos aquí arriba, tan aislados. Les pido perdón, sinceramente. ¿Qué es esa historia sobre un fuego en la carretera?… Pero pasen… pasen…
Sorprendidos por la calurosa y amabilísima acogida que se les dispensaba ahora, tras las reticencias y groserías del viejo criado, los Queen estaban un tanto perplejos, parpadearon y obedecieron mecánicamente la invitación. El hombre alto de voz agradable y traje de tweed cerró la puerta tras ellos, suavemente, sin dejar de sonreír.
Se encontraron en un hogar tibio, reconfortante y delicioso. Ellery, con su perspicacia habitual se dio cuenta enseguida de que la pared que sujetaba la puerta por la que habían entrado tenía también un fino dibujo, de gran calidad, copiado de la Lección de anatomía de Rembrandt. Pensó, mientras su huésped cerraba la puerta y le observaba, que qué clase de hombre podía ser el que recibía a sus invitados con la visión de una obra de arte tan macabra, y sintió, por un instante, un estremecimiento; miró de lado al hombre, su agradable aspecto y su distinguida expresión, y se vio obligado a atribuir mentalmente su estremecimiento a su precaria condición física Su imaginación estaba un tanto sobrecargada, decidió; si el buen hombre tenía aficiones quirúrgicas… ¡Aficiones quirúrgicas! ¡Claro! Tuvo que reprimir una mueca. Sin duda alguna ese hombre era un miembro de la profesión médica, un cirujano. Ellery se sintió mejor de inmediato. Echó una mirada a su padre, pero las sutilezas de la decoración de las paredes parecían haber escapado a su observación. El inspector se humedecía los labios y olisqueaba furtivamente. No había dudas de que había un delicioso olorcillo a cerdo asado.
El viejo ogro que los había recibido en primera instancia había desaparecido. Probablemente, pensó Ellery con una risita, para volver a su caverna a lamer sus heridas y su miedo a los visitantes nocturnos.
Al pasar junto al hogar, pudieron ver, mientras sujetaban los sombreros todavía en las manos, a través de una puerta semicerrada, una habitación amplia, sin luz, iluminada solamente por las estrellas. Parecía, pues, que alguien había subido las cortinas de ese cuarto mientras el otro hombre les daba la bienvenida en el vestíbulo. ¿Había sido ese curioso individuo a quien su amo llamaba Bones? Probablemente no, puesto que llegaban hasta ellos varias voces susurrantes desde la habitación de la derecha y que, entre ellas, Ellery reconoció sin lugar a dudas el timbre agudo de una femenina.
¿Y por qué diablos estaban a oscuras? Ellery notó que el escalofrío volvía a sentirse, y lo alejó con impaciencia. Desde luego, había algunas cosas bastante misteriosas, pero lo que pasara en la casa no era asunto suyo. ¡Allá ellos! Lo verdaderamente importante era la comida que estaba en la mesa.
El hombre alto ignoró la habitación de la derecha. Sin dejar de sonreír los condujo a través de un corredor que dividía la casa en dos mitades de atrás a delante, y que terminaba, al fondo, en una puerta cerrada que se veía vagamente entre la oscuridad del final del pasillo. Se detuvo ante una puerta abierta, a la izquierda.
– Por aquí -murmuró, haciéndoles entrar en una gran habitación que ocupaba todo el frente de la terraza, en su mitad entre el hogar y el lado izquierdo de la casa.
Era una sala de estar, con una pared perforada por grandes balcones a la francesa cubiertos con pesadas cortinas, lámparas aquí y allá y salpicada de armarios, sillones y alfombras pequeñas, una piel de oso blanco y algunas mesitas redondas que sostenían libros, revistas, ceniceros y humedecedores. Una gran chimenea ocupaba buena parte de la otra pared. De las paredes colgaban óleos y dibujos, todos ellos un poco desvaídos, y unos elaborados candelabros lanzaban sombras que se entremezclaban con las sombras de la chimenea. Pese a su templada temperatura, sus libros y sus invitadores sillones deprimió a los Queen: estaba vacía.
– Siéntense, por favor -dijo el hombre alto-, y quítense esas cosas. Pónganse cómodos y así hablaremos mejor.
Tiró de un cordón junto a la puerta, sonriente aún. Sonó una campana. Ellery comenzaba a sentir una leve irritación. ¡No veía ninguna razón para sonreír!
El inspector, por su lado, debía estar hecho de una pasta menos criticona. Se dejó caer sobre un bien mullido sillón y lanzó un profundo suspiro de satisfacción, estirando sus cortas piernas. Murmuró:
– ¡Ah! ¡Esto es lo bueno! Le estoy muy agradecido, señor mío.
– Por favor, no es nada -sonrió el anfitrión.
Ellery, de pie, estaba un poco despistado. A la luz de las lámparas y la chimenea, le parecía que el hombre le resultaba vagamente familiar. Tenía una contextura muy fuerte, unos cuarenta y cinco años, grande de todo y a pesar de ser más bien rubio, Ellery pensó que parecía galés. Llevaba la ropa con el descuido inconsciente del que está habituado a no preocuparse de lo convencional. Una bestia con un encanto y atractivo físicos y morales indudables. Lo más notable eran sus ojos brillantes y profundos, unos ojos de estudiante. Sus manos tenían una enorme vida, grandes, amplias, de largos dedos y gesto autoritario.
– Pues, para empezar, qué quiere, estaba la cosa fea, escapamos y salvamos la vida por los pelos -dijo el inspector con una mueca. Ahora se veía que ya se encontraba perfectamente.
El hombre alto frunció el ceño.
– ¿Tan mal está? No saben cómo lo siento. ¿Un incendio?… ¡Ah! ¡Señora Wheary!
Una seca mujer vestida de negro con cuello y puños blancos apareció por la puerta del corredor. Estaba muy pálida, pensó Ellery, y claramente nerviosa por alguna causa.
– ¿Llamó usted, doctor? -temblaba como una colegiala.
– Sí. Llévese las cosas de estos caballeros, por favor, y mire a ver si puede encontrar alguna cosa de comer -la mujer asintió silenciosamente con la cabeza, tomó los sombreros y el guardapolvo del inspector, y se evaporó-. Estoy seguro de que están hambrientos -dijo el hombre-. Nosotros ya hemos cenado, de modo que no puedo invitarles a nada muy especial.
– Si he de decirle la verdad -gruñó Ellery sentándose al fin y sintiéndose inmediatamente mucho mejor-, estamos casi al borde del canibalismo.
El hombre rió abiertamente.
– Supongo que debemos presentarnos, tras la desgraciada forma de nuestro encuentro. Soy John Xavier.
– ¡Ah! -exclamó Ellery-. Sabía que le conocía de algo, doctor Xavier. He visto su foto en los periódicos muchísimas veces. Y además deduje enseguida que el dueño de la casa era un médico en cuanto vi el cuadro de Rembrandt de la entrada. Nadie más que un médico podía haber colocado eso ahí; es un, ejem, un gusto muy original en materia de decoración -hizo un gesto-. Reconoces al doctor, ¿no, padre? -el inspector afirmó con la cabeza entusiasmado muy a medias; no se encontraba de humor para recordar nada-. Nosotros somos los Queen, padre e hijo, doctor Xavier.
El doctor murmuró, algo cortés:
– Señor Queen -dijo dirigiéndose al inspector, que intercambió una mirada con su hijo.
Estaba claro que su anfitrión ignoraba la conexión de su huésped con la policía, y los ojos de Ellery advirtieron a su padre, que asintió silenciosamente, casi sin que se notara. Parecía absurdo sacar a relucir su cargo oficial. La gente, por lo general, se muestra incómoda ante criaturas como detectives y policías.
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