Al fin, tras una cierta espera, volvió a cerrar la puerta y a forrarla con los trozos del vestido de Ann Forrest. El inspector acudió con un cubo de agua, como un autómata.
– Pero ¡ella…! -susurró sorprendida la señorita Forrest-. Ella es… es…
Se rió histéricamente y se refugió entre los brazos del doctor Holmes, sollozando, riendo y tosiendo a la vez, sin control.
Los Queen descendieron lentamente la escalera.
– Pero El -gruñó quejumbroso el inspector-, por qué… no entiendo bien -se pasó la mano tiznada por la frente.
– Lo tuvimos delante todo el tiempo sin verlo -exclamó Ellery, ausente, sin vida en la mirada-. John Xavier era un coleccionista de gemelos, tenía cajones llenos hasta arriba. Y no tenía ni un mal anillo, ni uno solo. ¿Por qué? -se humedeció los labios-. No podía haber otra razón más que su propia esposa fuera una cleptómana. Me di cuenta en cuanto pensé en la cleptomanía por primera vez. Y se preocupaba por alejar las tentaciones de ella.
– ¡La señora! -chilló el ama de llaves de repente, erguida sobre un saco de carbón. Su cuerpo sufría sacudidas espasmódicas.
Ellery se sentó de nuevo sobre el peldaño de abajo de la escalera y se cubrió la cara con las manos.
– Lo más dramático de todo este asunto, padre -dijo con amargura-, es que tenías tú razón en un principio. Tenías razón aunque fuera por razones falsas. Y lo más curioso es que cuando la acusamos de haber asesinado a su marido al día siguiente del crimen confesó. ¿Te das cuenta? ¡Confesó! Y su confesión era sincera, no encubría a nadie. Lo contó todo como la débil criatura que… era -se estremeció-. ¡Qué imbécil fui! Al demostrar que las pruebas con que se la acusaba eran pruebas falsas la dejé en la mejor posición posible para recuperarse y apoyarse en su exoneración de culpa para afirmarse y alimentar nuestras sospechas de que trataba de encubrir a algún otro. ¡Idiota de mí! ¡Cómo debe haberse reído de nosotros!
– Ahora ya no seguirá riéndose, la infeliz -dijo la señora Carreau.
Ellery no la oyó.
– Pero sí tenía yo razón en lo del engaño, lo de la falsa acusación -murmuró-. Fue inculpada por Mark Xavier, como expliqué entonces. Y lo más paradójico es que Mark Xavier, al componer las cosas para acusarla a ella en vez del que él creía ser el verdadero asesino, estaba acusando al auténticamente verdadero. Por pura casualidad, pero resultó una irónica casualidad. ¡Colocar el lazo al cuello del culpable creyéndolo inocente! Estoy seguro de que estaba convencido de que habían sido los mellizos, según dedujo del medio valet de diamantes que encontró, aunque tal vez más adelante comenzara a sospechar la verdad. Creo que sí. ¿No recuerdas aquella vez que le vimos tratando de entrar sin ser visto en la habitación de su cuñada? Lo había adivinado por la manera en que ella confesó el crimen; había comprendido que, por accidente, él había colocado la prueba contra el verdadero asesino, y seguramente trataba de intensificar los datos contra ella añadiendo alguna pista más. No lo sabremos nunca. Y sin duda fue también ella quien dejó el otro medio valet de diamantes en la mano de Mark después de administrarle el veneno. El pobre hombre no tuvo demasiada suerte, desde luego. Nunca creí que un moribundo quisiera… o pudiera -se detuvo con la cabeza baja.
La levantó de nuevo y miró a los presentes. Intentó sonreír. Smith estaba sumido en un estupor aterrado. La señora Wheary se quejaba lastimeramente sobre su lecho de carbón.
Consiguió hablar con gran esfuerzo.
– Bueno, ya lo he dicho todo. Ahora…
Volvió a callarse. Al mismo tiempo que todos se ponían en pie de un salto, alarmados.
– ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso?
Se había sentido una especie de estallido trepidante, un gran ruido que conmovió hasta los cimientos del edificio, resonando largo rato, perdiéndose débilmente, con el eco, por las montañas.
El inspector subió las escaleras de un salto. Empujó fuertemente la puerta para abrirla cubriéndose los ojos con el brazo para protegerse de las llamas. Atisbo el exterior, como pudo.
Pudo ver un retazo de cielo. Los pisos superiores de la casa se habían derrumbado hacía ya tiempo y eran unas ruinas calcinadas. Ante sus pies se extendía un curioso fenómeno: millares de pequeñas estrellas que hervían. Nubes de vapor se elevaban, mucho más evanescentes que el humo, por todas partes.
Cerró la puerta y descendió los peldaños con exquisito cuidado, como si cada uno de ellos fuera una plegaria y una bendición. Cuando llegó abajo y se acercó a ellos, pudieron ver que su cara estaba blanca como el papel y que tenía los ojos inundados por el llanto.
– ¿Qué sucede? -gritó Ellery.
El inspector repuso, entrecortadamente:
– Un milagro.
– ¿Un milagro? -articuló Ellery, atónito, con la boca abierta, idiotizado.
– Está lloviendo.
***