Ellery Queen - El Misterio De Los Hermanos Siameses

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El Misterio De Los Hermanos Siameses: краткое содержание, описание и аннотация

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Ellery Queen y su padre deben poner todo su ingenio a trabajar para resolver un caso en el que todo parece duplicado: los muertos, los hermanos, las claves, las soluciones y quizá incluso los culpables. Pero no hay nada que se resista a la sagacidad e imaginación de los Queen.

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– Parece ser que es un curioso fenómeno meteorológico, muy poco frecuente -gritó el doctor Holmes-. He oído hablar de ello.

– ¿Y qué es? -preguntó Ellery sin dejar de mirar al cielo.

– Bajo determinadas condiciones de la atmósfera, se forman nubes sobre los incendios forestales de gran magnitud debido a la condensación de la humedad procedente del follaje. He leído en alguna parte que hay veces que los incendios se extinguen gracias a la lluvia caída de las nubes generadas por ellos mismos.

– Gracias, Dios mío -musitaba la señora Wheary. Ellery se volvió repentinamente. Estaban todos alineados a lo largo de la barandilla de la terraza, mirando hacia arriba. En todos los rostros, menos en uno, se leía la esperanza. La señora Carreau tenía pintado el horror, el horror de darse cuenta de que el fin del fuego significaría… Apretó con mayor fuerza los hombros de sus hijos.

– No le dé gracias tan pronto, señora Wheary -dijo Ellery con tono salvaje-. Nos hemos equivocado, no son truenos. ¿No ve aquella lucecita roja allá arriba?

– ¿No son truenos?

– ¿Qué luz roja?

Miraron en la dirección que señalaba su dedo. Y vieron una luz roja que avanzaba rápidamente, destacándose contra el firmamento de color vino oscuro.

Iba acompañada del trueno, en dirección a la cima del Flecha.

El trueno era el sonido de un motor, el de la avioneta cuya luz roja de posición avanzaba claramente hacia ellos.

El último refugio

Suspiraron en masse, un suspiro trágico que intentaba ocultar la muerte de su esperanza. La señora Wheary exhaló un gemido descorazonador, y la voz de Bones les sobresaltó, cortando el aire, chirriante como un proyectil.

Hasta que la señorita Forrest exclamó:

– ¡Es un avión! ¡Viene a buscarnos! ¡Nos traen ayuda!

Sus gritos les hicieron reaccionar. El inspector aulló:

– ¡Señora Wheary! ¡Bones! ¡Enciendan todas las luces de la casa! ¡Vamos, alguno, que alguien vaya! Y los demás, a buscar todo lo que se pueda quemar. ¡Rápido! ¡Vamos a encender un fuego para que localicen nuestra posición!

Salieron a toda prisa, embarullados. Bones comenzó a apilar todas las sillas de la terraza contra la barandilla. La señora Wheary se esfumó, desapareciendo por uno de los balcones, y las demás mujeres se desparramaron por el jardín y la terraza, trayendo sillas y objetos y colocándolos a una cierta distancia del edificio. Ellery entró en la casa y volvió al poco rato con un gran montón de periódicos y revistas viejas. Los gemelos, olvidándose con la excitación del momento de su problema personal, aparecieron portando un sillón que habían tomado del salón, ahora esplendorosamente iluminado. Parecían hormiguitas laboriosas en la noche…

El inspector organizó la pira y luego, con mano temblorosa, encendió una cerilla. La enorme pirámide de muebles y trastos empequeñecía aún más su figura. Se agachó, aplicó la cerilla a los papeles colocados en la base de la pira y se apartó a toda prisa. Los otros se apretujaban alrededor del fuego futuro, vigilando la llamita que empezaba a desarrollarse junto al suelo, contemplando también el cielo con mirada atenta.

La llama lamió a toda velocidad los papeles, hambrienta, y se lanzó crepitando hacia el misceláneo montón, que pronto comenzó a arder desaforadamente, haciéndoles retroceder y alejarse del intenso calor.

Contuvieron el aliento mientras vigilaban la lucecita roja de los aires. Estaba ya muy cerca, y el ruido del motor ensordecía. Era difícil precisar con exactitud la altura a la que podría estar el aparato, pero era seguro que apenas unos centenares de metros sobre sus cabezas. La luz roja, montada sobre el invisible fuselaje, se acercaba más y más…

Y de pronto notaron su paso justo encima, un ruido atronador, y que se alejaba.

En ese único y preciso momento pudieron ver, a medias y al resplandor de su hoguera de señales y del cielo escarlata, un pequeño monoplano de cabina descubierta.

– ¡Oh! ¡Ha pasado de largo! -gimió la señorita Forrest.

La lucecita roja comenzó a cambiar de dirección, girando lentamente hasta volver a dirigirse a la cima de la montaña.

– ¡Ha visto el fuego! -chilló la señora Wheary-. ¡Vengan aquí! ¡Que nos vean junto a la hoguera!

Las maniobras del piloto eran poco claras, hacía círculos alrededor de la cima, estudiando el terreno como si no estuviera seguro de él o no supiera muy bien qué hacer. Hasta que, de repente, volvió a alejarse.

– ¡Dios mío! -dijo abruptamente desde su lugar el doctor Holmes-. ¿No pensarán aterrizar? ¿Irán a abandonamos?

– ¿Aterrizar? ¡A quién se le ocurre! -replicó Ellery con irritación-. ¿Cómo van a aterrizar en este pedregal empinado? ¡Ni un pájaro! Está tomando altura para hacer un picado preciso. ¿Qué cree usted que hacía antes aquí encima, divertirse? Ha estado estudiando el terreno y ahora hará alguna cosa más seria.

Antes de que recuperasen el aliento ya estaba la avioneta dirigiéndose de nuevo hacia ellos con enorme ruido del motor y la hélice, y un fuerte silbido de viento. Bajaba más y más; directa hacia ellos, que la contemplaban petrificados y admirados: ¿se habría vuelto loco el piloto? Parecía que hubiera decidido suicidarse, estrellándose contra ellos. Estaba ya apenas a unos centenares de pies de distancia, y tan bajo que agacharon todos la cabeza, inconscientemente. El tren de aterrizaje rozaba casi las copas de los árboles, y pasó en un instante sobre sus cabezas, atronador, alejándose de nuevo, mientras todo vibraba a su alrededor. Antes de que se hubiesen recobrado del susto estaba más allá de la cima, elevándose de nuevo, ganando altura.

Pero habían comprendido ya que no había tal locura, sino valor y coraje y sangre fría.

Un objeto blanco, pequeño, había caído desde el avión, arrojado por un brazo humano desconocido, estrellándose con un ruido sordo a no más de diez metros de su hoguera.

El inspector ya trepaba por las incómodas y traidoras piedras como un mono, en dirección al objeto arrojado del avión. Le temblaban los dedos al desenvolver los papeles colocados alrededor de una piedra que les daba peso y consistencia.

Todos se apretujaron a su alrededor, agarrándose incluso de su chaqueta.

– ¿Qué es, qué es, inspector?

– ¿Qué dice?

– ¿Qué pasa?

– ¡Diga algo, por Dios!

El inspector leía con furia las líneas mecanografiadas a la luz cambiante de la hoguera. Y las líneas de su cara se ensombrecían según avanzaba en su lectura, sus hombros se hundían, toda sombra de esperanza, de vida, se borraba de sus ojos.

Todos pudieron vez en sus ojos la condena, los rostros se ablandaron, se desencajaron con la flaccidez de la muerte.

El inspector dijo despacio:

– Aquí está -y leyó, con voz ronca, ida:

Comandancia Provisional

Osquewa

Inspector Richard Queen:

Lamento tener que informar de que el incendio forestal del valle del Tomahawk y su zona de la sierra Tipi, con epicentro en el monte Flecha en el que se encuentran ustedes incomunicados, se encuentra fuera de nuestro control, y ya no tenemos ninguna esperanza de poder controlarlo ni reducirlo en un plazo normal. Avanza muy deprisa por las laderas del monte Flecha y alcanzará rápidamente la cima, a no ser que se produzca un milagro.

Hay centenares de hombres luchando contra él, los heridos son cada día más numerosos. Gran cantidad de ellos han sufrido quemaduras o intoxicaciones por humo, y todas las posibilidades de atención médica del hospital de este condado y de los vecinos están siendo explotadas a tope. La lista de muertos es ya de veintiuno. Lo hemos intentado todo, incluso dinamita y contrafuegos. Pero me temo que haya que admitir que hemos perdido.

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