Ellery Queen - El Misterio De Los Hermanos Siameses
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– Me parece… -dijo Ellery, dudoso, y se detuvo-. ¿No has oído tú algo?
– No he oído más que un grillo pelmazo llamando a su hembra -gruñó el viejo caballero-, nada más. Bueno, bueno, ¿qué diablos piensas hacer ahora? Tú eres el cerebro de la familia, así que vamos a ver lo listo que eres y qué se te ocurre para que salgamos de este follón.
– No lo menees más -gimió Ellery-. De acuerdo que no he demostrado mucho talento esta noche. ¡Dios, tengo tanta hambre que me comería una familia entera de Gryllidae, o uno solo aunque fuera!
– ¿Qué?
– Ortópteros salúticos -explicó Ellery seriamente-. Para ti, grillos. Es el único nombre científico que recuerdo de la entomología. De todas formas no me sirve de mucho en este momento. Siempre he dicho que la alta cultura era absolutamente inútil ante las meras emergencias de la vida diaria.
El inspector dio un bufido, y se arropó con el abrigo, tiritando. Algo extraño en el aire hacía que éste enfriara su cabeza. Se movió para alejar los fantasmas que asediaban su imaginación, con imágenes de comida y de sueño. Cerró los ojos y suspiró.
Ellery rebuscó en la guantera del coche, encontró una linterna y escudriñó el sendero hasta la casa Subió las escaleras de piedra, pasó entre los maderos del porche y buscó la puerta principal con su linterna. Era una puerta sólida y muy poco invitadora. Hasta el llamador, labrado en piedra dura montada, con forma de punta o cabeza de flecha india, tenía un aspecto que alejaba la confianza. Ellery, de todas formas, lo alzó y comenzó a golpear las hojas de roble. Llamó golpeando con fuerza.
– Esto empieza a parecer una pesadilla -dijo malhumorado entre asalto y asalto a la puerta-. Es ilógico por completo que hayamos tenido que pasar la prueba del fuego -¡Tac!, ¡tac!-. Para salir sin obtener las recompensas a la penitencia. Además -¡tac!, ¡tac!-, creo que recibiría encantado al mismo Drácula si saliera ahora, después de lo que hemos pasado. ¡Dios, si esto recuerda de verdad el refugio de ese vampiro en los montes de Rumania!
Y siguió llamando hasta que le dolió el brazo, sin que el menor asomo de respuesta saliera de la casa.
– ¡Oh, vamos! -graznó el inspector-. ¿Para qué te sirve destrozarte el brazo como un idiota? Vámonos de aquí.
El brazo de Ellery cayó pesadamente. Recorrió el porche con el haz de la linterna.
– Casa desierta… ¿Irnos? ¿Y adónde podemos ir?
– No lo sé, qué demonios. Podemos volver a asarnos un rato el lomo, por ejemplo. Al menos allá se está más calentito.
– No me interesa -saltó Ellery-. Voy a sacar la estera y la manta del coche y a acampar aquí mismo. Y si quieres ser sensato, padre, haz otro tanto.
Su voz se alejó en el aire montañés. Durante un instante, sólo respondieron los élitros amorosos de los grillos. Y entonces, sin previo aviso, la puerta de la casa se abrió, y un paralelogramo de luz salió y se dibujó en el porche.
Contra la luz, recortada en negro sobre el rectángulo de la puerta, se erguía la silueta de un hombre.
La Cosa
La aparición había sido tan repentina que Ellery dio un paso atrás, apretando la mano sobre la linterna. Por debajo podía oír al inspector murmurando una especie de gemido placentero por la milagrosa aparición del buen samaritano, cuando todas las esperanzas parecían perdidas. Los pesados pasos del viejo rechinaron sobre la gravilla.
El hombre estaba en pie, recortado contra la luz indecisa de la entrada al hall que solamente tenía, visto desde donde estaba Ellery, una lámpara solitaria, una alfombra, una consola y la punta de una gran mesa de comedor, cerca de una puerta abierta, a la derecha.
– Buenas noches -dijo Ellery tragando saliva.
– ¿Qué quieren?
La voz de la aparición sorprendía. Una voz de viejo chillona, de tonos agudos rotos y bajos hostiles. Ellery parpadeó. La luz le cegaba un tanto, y lo único que podía ver del hombre era su silueta, refulgiendo en un halo de claridad dorada que surgía a su espalda. La silueta le hacía parecer una sombra chinesca, o una forma creada por tubos de neón, como un anuncio, con el escaso pelo sobresaliendo por arriba, como un plumero.
– Buenas noches -dijo desde detrás de Ellery la voz del inspector-. Perdone que le molestemos a estas horas, pero estamos… como perdidos -sus ojos contemplaban ávidamente los muebles de la entrada-. Nos hemos metido en un lío, sabe, y…
– ¿Qué, qué? -soltó el hombre.
Los Queen se miraron con desencanto. ¡No parecía una acogida muy calurosa!
– Pues verá usted -siguió Ellery, con débil sonrisa-, nos hemos visto obligados a subir hasta aquí, supongo que por su carretera, por causas ajenas a nuestra voluntad. Pensamos que podríamos…
Empezaron a ir viendo más detalles. El hombre era más viejo de lo que habían creído. Su cara era un verdadero parche arrugado y gris, repleto de arrugas y pétrea Sus ojos pequeños, negros, ardientes. Vestía un blusón de paño áspero que colgaba haciendo pliegues verticales desde los hombros.
– Esto no es un hotel -dijo fieramente y, dando un paso atrás, comenzó a cerrar la puerta.
Ellery rechinó los dientes y escuchó a su padre empezar a gruñir.
– Pero ¡hombre de Dios! -gritó-. ¿Es que no entiende? Estamos atrapados, no tenemos a donde ir.
El rectángulo se había estrechado, y ahora la luz apenas era un fino triángulo a sus pies; Ellery pensó en un delicioso trozo de pastel de carne.
– Están ustedes solamente a tres millas de Osquewa -dijo el hombre desde la puerta con voz árida-. No pueden equivocarse, sólo hay una carretera que baja. Cuando lleguen a una carretera más ancha que hay unas millas más abajo, tuerzan a la izquierda y vayan todo seguido hasta Osquewa. Allí hay una fonda.
– Gracias -ladró el inspector-. Vamos, Ellery, éste es un país de mierda. Dios, ¡qué tío cerdo!
– Un momento, un momento -dijo Ellery rápidamente-. No nos entiende usted, señor. No podemos ir por esa carretera, ¡está ardiendo!
Hubo un corto silencio; la puerta volvió a abrirse.
– ¿Ardiendo? -dijo con tono de sospecha.
– Millas enteras -gritó Ellery moviendo los brazos y subrayando sus palabras-. Todo arde como una tea, las colinas son una masa de llamas, es una horrible conflagración. El incendio de Roma al lado de esto era una fogatita de excursionista. Meterse por allí una sola milla es arriesgar la vida inútilmente. Se quemaría usted vivo antes de poder atravesar ni siquiera un pequeño trozo -respiró profundamente mientras vigilaba al hombre con el rabillo del ojo, ansioso hizo un visaje, se tragó su orgullo, sonrió con fe infantil (pensando en la suculenta comida y oyendo ya el bendito sonido del agua corriente), y siguió-: ¿Entonces, podemos entrar? -en tono implorante.
– Bueno… -el hombre se rascó la cara. Los Queen contuvieron el aliento. La solución de sus males pendía de un débil hilo. Según iba pasando el tiempo Ellery pensó que, tal vez, no había defendido su causa con fuerza suficiente. Debía de haber contado toda una saga de horror y sufrimiento y tragedia, a ver si así ablandaba la piedra de granito que ocupaba el lugar del corazón de aquel individuo.
Hasta que el hombre dijo:
– Esperen un minuto -y dio un portazo en sus propias narices, desvaneciéndose tan milagrosamente como había aparecido y dejándoles en plena oscuridad otra vez.
– ¡El muy hijo de tal! -explotó el inspector airadamente-. ¿Has visto nunca una cosa igual? ¡Todo este lío para esta hospitalidad de…!
– ¡Chist! -susurró Ellery mandón-. Vas a estropearlo todo. Trata de poner tu horrible cara más amable, sonríe o algo parecido. ¡Así está mejor! Creo que nuestro amigo vuelve ya.
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