Ellery Queen - El Misterio De Los Hermanos Siameses

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El Misterio De Los Hermanos Siameses: краткое содержание, описание и аннотация

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Ellery Queen y su padre deben poner todo su ingenio a trabajar para resolver un caso en el que todo parece duplicado: los muertos, los hermanos, las claves, las soluciones y quizá incluso los culpables. Pero no hay nada que se resista a la sagacidad e imaginación de los Queen.

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Los ojos de rana miraron un instante sin expresión. Luego:

– Fuera del camino -dijo de nuevo el hombre, y cambió de marcha.

Ellery miró incrédulo. El tipo era un cretino o estaba loco.

– Bueno, si quiere ahumarse como un embutido -soltó Ellery-, es asunto suyo. ¿Adónde va esta carretera?

No hubo respuesta. El Buick seguía avanzando centímetro a centímetro con impaciencia. Ellery se encogió de hombros y volvió al Duesenberg. Entró, cerró la puerta, gruñó algo descortés, y empezó a dar marcha atrás. El camino era demasiado estrecho para dar paso a dos coches a la vez. Tuvo que meterse entre la maleza, aplastando matas hasta que tropezó con un árbol. Apenas quedaba sitio para que pasara el Buick, que roncaba hacia delante, lamiendo el guardabarros derecho de Ellery sin muchos miramientos, desapareciendo luego en la oscuridad.

– Un pájaro curioso -dijo el inspector pensativo, dejando su revólver mientras Ellery reemprendía la marcha-. Si fuera un poco más gordo se desbordaría él solo. Que se vaya al infierno.

Ellery soltó una carcajada salvaje.

– Volverá pronto, ya verás -dijo-, ¡condenada foca! -y dedicó ya toda su atención al volante.

Les pareció que ascendían, durante horas, una cuesta durísima que ponía a prueba las facultades del potente Duesenberg. Ni la menor señal de población. El bosque era cada vez más espeso y salvaje, si cabía alguna posibilidad. La carretera en vez de mejorar era cada vez peor, más estrecha, más piedras, más baches. Una vez, los faros se clavaron en la carretera, en los ojos de una serpiente enrollada.

El inspector dormía tranquilamente, tal vez como reacción a las emociones anteriores. Sus ronquidos herían los oídos de Ellery, que rechinó los dientes y apretó la marcha.

Las ramas iban quedando más bajas. Hacían un ruidillo constante, como murmullos de mujeres a lo lejos en algún idioma extraño.

Ni una sola vez, durante los minutos interminables de aquella subida sin descanso, pudo ver Ellery una sola estrella.

– Escapamos del infierno por los pelos -musitó para sí mismo-, y parece que hayamos ido derechos al Valhalla, ¡por san Jorge! ¿Qué altura tendría la montaña?

Se restregó los párpados y sacudió la cabeza para mantenerse despierto. No era prudente adormecerse en este viaje; la polvorienta carretera se retorcía y enrollaba como un bailarín siamés. Apretó las mandíbulas y empezó a concentrarse en el revoltijo de sus tripas vacías. Vendría bien una taza de caldo caliente, pensó; luego un buen trozo de solomillo, poco hecho, con salsa y patatas fritas; dos tazas de café caliente…

Oteó al frente, alerta. Le parecía que la carretera se ensanchaba y los árboles se separaban un poco. ¡Dios, ya era hora! Había algo allí delante; probablemente habían llegado a la cresta de la montaña y estarían pronto bajando por el otro lado, hacia el próximo valle, una ciudad, una cena caliente, una cama. Se rió en alto, descansado.

Cesó de reír. La carretera se había ensanchado por una excelente razón. El Duesenberg había entrado en un claro, y los árboles retrocedían a derecha y a izquierda, en la oscuridad. Por encima, un cielo cálido, macizo, salpicado por millones de brillantes. Un viento más silvestre ondeaba la corona de su gorro. A los lados de la carretera ensanchada había rocas caídas, entre las que surgían plantas feas y medio secas. Y justo enfrente…

Juró por lo bajo y salió del coche, notando un dolorcillo en el costado frío. A cinco metros del Duesenberg, reveladas por la luz de los faros se erguían dos altas verjas de hierro. A ambos lados de ellas se extendía un muro bajo, de piedras sin duda tomadas de aquel mal suelo. El muro se alejaba, divergiendo, en la oscuridad. Al otro lado de las verjas continuaba la carretera iluminada por los faros en su primer trecho. Lo que hubiera más allá estaba sumergido en la misma densa oscuridad que lo cubría todo.

¡Éste era el final del camino!

Se llamó tonto. Debía haberlo sabido. Los giros de la carretera no rodeaban la montaña, serpenteaban a un lado y a otro siguiendo la línea de menor resistencia. ¡Y ahora se daba cuenta! En ese caso, tenía que haber una razón para que el camino no diera la vuelta completa en su ascenso al pico Flecha. Y la única razón tenía que ser que el otro lado de la montaña era impracticable. Probablemente un precipicio.

En otras palabras: no había más camino de bajada que por el que había subido. Habían ido a dar a un callejón sin salida.

Rabioso contra el mundo entero, la noche, el viento, los árboles, él mismo y todos los seres vivos, avanzo hacia las verjas. Una placa de bronce estaba sujeta a una de las cancelas. Decía simplemente: Cabeza de Flecha.

– ¿Qué pasa ahora? -graznó el inspector, adormilado, desde las profundidades del Duesenberg-. ¿Dónde estamos?

La voz de Ellery sonó opaca:

– En una vía muerta. Hemos llegado al final del viaje, padre. Bonitas perspectivas, ¿eh?

– ¡Por todos los diablos! -explotó el inspector, arrastrándose fuera del auto-. ¿Quieres decir que esta carretera perdida del mundo no conduce a ninguna parte?

– Parece que no -Ellery se dio una palmada en el muslo-. ¡Oh, Dios -gimió-, castígame por idiota! ¿Qué estamos haciendo aquí parados? Ayúdame a abrir esas verjas.

Comenzó a empujar las pesadas rejas. El inspector arrimó el hombro, y las verjas cedieron despacio, protestando con un chirrido.

– Condenadamente oxidada -gruñó el inspector, contemplando las palmas de sus manos.

– Vamos -gritó Ellery, corriendo hacia el coche. El inspector trotó detrás-. ¿En qué estaba pensando? Unas verjas y un muro significan gente en una casa. ¡Naturalmente! ¿Para qué iba a ser esta carretera? Alguien vive aquí arriba, y eso quiere decir comida, un baño, reposo…

– Puede ser -dijo el inspector no muy de acuerdo, cuando ya empezaban a cruzar las verjas, avanzando-, puede ser que no viva nadie ahora aquí.

– Tonterías. Eso sería un golpe de mala suerte intolerable. Y además -dijo Ellery ya del todo alegre-, nuestro buen amigo caragorda, el del Buick, venía de alguna parte, ¿no? Y se ven huellas de neumáticos… ¿Dónde diablos están las luces de esta gente?

La casa estaba tan cerca que formaba parte de la misma oscuridad que la rodeaba. Un bloque ancho y oscuro que se recortaba en las estrellas en forma irregular. Los faros del Duesenberg alumbraron unas escaleras de piedra que conducían a un porche de madera El faro pirata, guiado por el inspector, recorría el edificio, barriéndolo de izquierda a derecha, descubriendo una larga terraza que corría a todo lo largo del frente, llena de mecedoras y sillas vacías. A sus lados, el terreno pedregoso, cubierto de matorrales; apenas unos pocos metros separaban la casa del bosque.

– No son muy educados -murmuró el inspector apagando las luces-. Si es que vive alguien ahí, que tengo mis dudas. Todos esos balcones que dan a la terraza están cerrados y parece como si estuvieran bloqueados hasta el suelo. ¿Ves alguna luz en el piso de arriba?

Había dos pisos, y un ático sobre las tejas de pizarra que cubrían el primer cuerpo. Pero todas las ventanas estaban oscuras. Parras medio resecas trepaban por las paredes de madera.

– No -dijo Ellery, con una nota de disgusto en la voz-, pero es completamente imposible que la casa esté deshabitada. Sería un golpe del que no me recobraría nunca, después de las increíbles aventuras de esta noche.

– Sí -concedió el inspector-, pero si vive alguien ahí, ¿por qué demonios no nos han oído? Dios sabe el ruido que hace ese carricoche tuyo, subiendo las cuestas hasta aquí. Aprieta el claxon.

Ellery apretó. La bocina del Duesenberg poseía un tono específicamente desagradable; un tono capaz de levantar a los muertos. El pitido cesó y los dos hombres avanzaron tendiendo el oído con patética ansiedad. No hubo respuesta alguna en la mole del edificio.

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