Ellery Queen - El Misterio De Los Hermanos Siameses

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El Misterio De Los Hermanos Siameses: краткое содержание, описание и аннотация

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Ellery Queen y su padre deben poner todo su ingenio a trabajar para resolver un caso en el que todo parece duplicado: los muertos, los hermanos, las claves, las soluciones y quizá incluso los culpables. Pero no hay nada que se resista a la sagacidad e imaginación de los Queen.

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– Naturalmente -y dirigió una mirada enigmática a su marido.

– Sugiero que hablemos de algún tema más agradable -dijo Ellery encendiendo un cigarrillo-. Del doctor Xavier, por ejemplo.

– Vamos, vamos -dijo el cirujano, ruborizándose.

– ¡Es una gran idea! -gritó la señorita Forrest saltando sin respiro de su asiento-. Hablemos de usted, doctor Xavier, de lo famoso y amable y realizador de milagros, y de todo lo que es. Llevo días queriendo hacerlo, pero no me he atrevido por miedo a que la señora Xavier me arrancase el pelo, o algo así.

– Vamos, señorita Forrest -dijo medio enfadada la señora Xavier.

– ¡Oh, perdón! -exclamó la joven dando vueltas por la habitación. Parecía que se hubiera esfumado el dominio de sí misma anterior; sus ojos brillaban extraordinariamente-. Creo que estoy muy nerviosa. Con dos médicos en la casa…, quizá un sedante… ¡Oh, vámonos, Sherlock! -y tiró del brazo del doctor Holmes. El joven estaba alarmado y sorprendido-. No te quedes ahí como un poste. Hagamos algo.

– Es que -dijo rápido el joven médico, casi temblando-. Ya sabes que…

– ¿Sherlock? -dijo, sonriendo, el inspector-. Es un nombre muy raro, doctor Holmes. ¡Oh! ¡Oh, claro!

– Naturalmente -dijo, tajante, la señorita Forrest. Se colgó del brazo del pobre hombre, cada vez más confuso-. Sherlock Holmes. Así es como le llamo yo. Su nombre verdadero es Percival, o algo así de serio… Pero es un verdadero Sherlock Holmes, ¿verdad, querido? Siempre a vueltas con sus microscopios, líquidos extraños y todas esas cosas.

– Vamos, vamos, niña -dijo, ya como un pimiento, el doctor Holmes.

– Y además es inglés -añadió Xavier con una mirada cariñosa hacia el joven-, lo que hace todavía más adecuado el nombre, señorita Forrest. Pero creo que se está usted pasando de la raya. Ya sabe que Percival, como casi todos los británicos, es muy sensible, y usted está poniéndole demasiado nervioso.

– No, no -dijo el joven Holmes cuya capacidad dialéctica no parecía muy grande. Y lo dijo, además, muy deprisa.

– ¡Oh, Dios mío! -sollozó la señorita Forrest dejando caer los brazos y llevándose las manos a la cara-. Nadie me quiere -y fue, silenciosamente, a situarse al lado del silencioso Mark Xavier, junto al ventanal.

– Precioso -pensó Ellery-. Toda esta troupe debería estar en un escenario y no aquí -luego, en alto, dijo sonriente-. Supongo que no tiene que ver con el Holmes de Baker Street, doctor Holmes. En algunos círculos resultaría excesivo.

– No puedo evitar los chistes -dijo el joven inglés brevemente, y se sentó.

– Bien -intervino el doctor Xavier-. Percival y yo no estamos de acuerdo en eso. Pero yo le tengo gran cariño.

– El problema es -dijo el doctor Holmes inesperadamente, tras una breve y furtiva mirada hacia la espalda de la señorita Forrest- su horrorosa información médica Un verdadero follón, créame. Cualquiera pensaría que lo menos que se podría hacer era conseguir información médica suficiente. Y luego cada vez que incluyen algún personaje inglés en sus novelas…, las novelas americanas, quiero decir, pues hacen que hablen como… como…

– Es usted una paradoja viviente, doctor -dijo Ellery con un guiño-. No creí que un solo inglés usara una palabra como follón.

Hasta la señora Xavier se permitió una sonrisa.

– Es usted demasiado capcioso, querido -intervino el doctor Xavier-. Una vez leí una historia en la que se cometía un asesinato inyectando aire a la víctima con una jeringuilla hipodérmica, para causarle una explosión de la coronaria Pero, como usted sabe, seguramente esa muerte no se produciría ni en un caso entre cien. No me importó.

El doctor Holmes gruñó. La señorita Forrest estaba metida en una aparentemente fluida conversación con Mark Xavier.

– Es reconfortante encontrarse con un médico tolerante -soltó Ellery recordando cartas agresivas o sarcásticas de médicos que le escribían alegando supuestos errores de hecho en algunas de sus propias novelas-. ¿Lee usted para entretenerse, doctor? Aunque deduzco por este lujo de juegos que tiene aquí desplegado que es usted un apasionado de los rompecabezas y los problemas mentales. ¿Le gusta resolverlos, verdad? -terminó Ellery.

– En efecto, es mi verdadera e inevitable pasión, me temo que para disgusto de mi señora, que es una fanática de las novelas francesas. ¿Un cigarro, señor Queen? -la señora Xavier había esbozado otra vez una sonrisa, una sonrisa cruel, mientras el doctor seguía examinando sus juegos de mesa imperturbablemente-. De hecho tengo un sentido del juego anormalmente desarrollado, como ha indicado usted. De cualquier clase de juegos. Creo que es una necesidad que siento para distraerme de la concentración y el agotamiento físicos de la cirugía. O creía… quiero decir -añadió con un extraño cambio de tono. Una sombra cruzó su agradable rostro-. Hace ya algún tiempo que no he entrado en un verdadero quirófano. Me he retirado, ¿sabe usted?… Pero esto ya es un hábito y, desde luego, un buen sistema para relajarse. Todavía trabajo duro en el laboratorio -dejó caer la ceniza de su cigarro, inclinándose para llegar al cenicero y, al echarse hacia delante, sus ojos buscaron un instante la cara de su mujer.

La señora Xavier estaba sentada con la misma vaga sonrisa en su rostro extraordinario, asintiendo, silenciosamente, a cada frase. Pero se la notaba tan lejana y fría como la Cruz del Sur. Una mujer de hielo que, dentro, ¡era un volcán! Ellery la estudiaba sin que pareciera que lo hacía.

– Por cierto -dijo de pronto el inspector cruzando las piernas-, nos encontramos con otro invitado suyo cuando subíamos.

– ¿Otro invitado? -el doctor Xavier parecía confuso, y la suave piel de su frente se arrugaba inquisitivamente.

El cuerpo de la señora Xavier se puso rígido, con un movimiento que recordó a Ellery el de un pulpo. Luego se volvió a su posición erecta de siempre. Las voces graves de Mark Xavier y de la señorita Forrest que sonaban junto al balcón, enmudecieron de golpe. Solamente el doctor Holmes no pareció afectado, contemplando la raya de sus pantalones con la mente, al parecer, a años luz de distancia.

– Pues sí, eso supongo -murmuró Ellery, alerta-. Nos dimos de narices con él mientras tratábamos de escapar de nuestro Hades privado, allí abajo. Llevaba un Buick bastante viejo.

– Pero si no hemos… -empezó el doctor Xavier, despacio, y se detuvo. Sus ojos se cerraron un poco-. Es muy raro, ¿saben?

Los Queen se miraron. ¿Y esto?

– ¿Raro? -dijo con suavidad el inspector. Rechazó una mecánica oferta de cigarrillos que le hizo su anfitrión y sacó una cajita marrón de su bolsillo y aspiró un poco de su contenido por la nariz-. Una sucia costumbre -dijo disculpándose-; ya sé… ¿Raro por qué, doctor?

– Rarísimo. ¿Qué clase de hombre era?

– Ordinario y gordo, por lo que pude ver -dijo Ellery rápidamente-. Con ojos de sapo, voz de ultrabajo y una impresionante anchura de hombros, y de unos cincuenta y cinco años, más o menos.

La señora Xavier volvió a estremecerse.

– Es que no hemos tenido ningún visitante, ¿sabe usted? Ninguno -dijo con calma el cirujano.

Los Queen estaban atónitos.

– Pero entonces, ¿de dónde salía? -exclamó Ellery-. ¡Si no hay ningún otro sitio en toda la montaña!

– Así es; estamos completamente aislados, puedo asegurárselo. Sarah, querida, ¿sabes tú algo?

Su mujer se humedeció los labios, mientras parecía que en su interior se libraba una batalla Se notaba cálculo, indecisión y una cierta crueldad en sus ojos negros. Al fin dijo con voz sorprendida:

– No.

– Es curioso -dijo el inspector-. Bajaba todo derecho montaña abajo, y puesto que no hay más que esta carretera que trae hasta aquí, y que aquí no hay nadie más que ustedes…

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