Ellery Queen - El Misterio De Los Hermanos Siameses

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El Misterio De Los Hermanos Siameses: краткое содержание, описание и аннотация

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Ellery Queen y su padre deben poner todo su ingenio a trabajar para resolver un caso en el que todo parece duplicado: los muertos, los hermanos, las claves, las soluciones y quizá incluso los culpables. Pero no hay nada que se resista a la sagacidad e imaginación de los Queen.

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Ellery abrió la puerta de su habitación y se detuvo, sorprendido. Luego se deslizó dentro como una sombra, cerrando la puerta deprisa y con suavidad.

– ¡Padre! -susurró-. ¿Estás en la cama ya? ¿Por qué has apagado la luz?

– ¡Cállate! -oyó decir con fuerza a su padre-. No hagas más ruido del imprescindible. Hay algo raro en todo esto y me parece que ya voy sabiendo qué es.

Ellery calló durante unos segundos. Sus pupilas se iban contrayendo por efecto de la oscuridad, y comenzaba a ir percibiendo algunos detalles entre las sombras. Una débil luz, la de las estrellas, brillaba a través de las ventanas de detrás. Su padre, en calzoncillos, estaba arrodillado sobre el suelo. Había una tercera ventana en la pared de la derecha por la que el inspector estaba atisbando.

Ellery acudió junto a su padre, y miró hacia fuera. La ventana, lateral, daba sobre un patio formado por un entrante de la pared posterior de la casa, más o menos a la mitad de ésta. Era un patio estrecho. Sobre el exterior de esa pared trasera, en el patio, y a la altura del primer piso, había un balcón que daba, aparentemente, al dormitorio de al lado de los Queen. Ellery llegó junto a la ventana justo a tiempo de ver una sombra que se separaba del balcón y entraba en la casa a través del ventanal francés, desapareciendo. A la luz de las estrellas quedó fijo el brillo último de una blanca mano femenina que surgió, un instante, de la habitación para cerrar las dos hojas de la puerta del ventanal.

El inspector se levantó con un gemido, bajó todas las persianas, caminó hasta la puerta y encendió la luz nuevamente. Sudaba copiosamente.

– ¿Y bien? -inquirió Ellery, de pie junto a la cama. El inspector se echó sobre la cama, como un gnomo semidesnudo, y se atusó pensativamente una de las guías del bigote.

– Me acerqué a la ventana para cerrar la persiana -masculló- y vi a una mujer por la ventana lateral. Estaba en el balcón, de pie, mirando al infinito, o algo así… Me di rápidamente la vuelta y apagué la luz para mirarla a gusto sin ser descubierto. No se movió. Tan sólo miraba a las estrellas. Medio lunática. La oí sollozar. Lloraba como un niño pequeño. Ella sola. Hasta que llegaste tú y se volvió a meter en la habitación.

– ¿Sí? -dijo Ellery. Se acercó a la pared de la derecha y apoyó la oreja en ella, tratando de descubrir algún sonido-. No puedo oír nada de nada con estas paredes tan gruesas, ¡perra suerte! Bueno, y ¿qué es lo que hay de extraño en todo esto? ¿Quién era, la señora Xavier o esa otra chica asustada, la señorita Forrest?

– Eso es precisamente lo que hace que sea algo raro -dijo el inspector.

Ellery se quedó mirando a su padre.

– ¿Suspense, eh? -comenzó a quitarse la chaqueta-. Vamos, venga, suéltalo ya Seguro que era alguien a quien no habíamos visto esta noche. Y que no era el centollo.

– Has acertado -dijo el viejo gruñón-. No era ninguno de los de antes. Era… ¡Marie Carreau! -soltó el nombre como producido por un encantamiento.

Ellery se quedó parado, en mitad de su lucha con la camisa.

– ¿Marie Carreau? Vamos, vamos. ¿Quién diablos es Marie Carreau? Nunca he oído hablar de ella.

– ¡Dios mío! -gimió el inspector-. ¡Dice que nunca ha oído hablar de Marie Carreau! ¡Esto es lo que pasa por educar a estos animales! ¿No lees los periódicos, idiota? Alta sociedad, muchacho, ¡alta sociedad!

– Ya lo oigo, ya lo oigo.

– La más alta de la alta. Montones de dinero. El todo Washington. Su padre, embajador en Francia. De origen francés, de la época de la Revolución. Su tataraloque-sea y Lafayette eran uña y carne -el viejo juntó la yema de su pulgar con la uña del corazón-. Toda la familia, primos, hermanos y sobrinos, andan metidos en la carrera diplomática. Se casó con un primo suyo, del mismo apellido, hace como veinte años. Ya murió. Sin hijos. No se volvió a casar, aunque es joven todavía, tendrá unos treinta y siete años -hizo una pausa para recobrar el aliento, y lanzó una mirada a su hijo.

– ¡Bravo! -se rió Ellery, haciendo flexiones de brazos-. ¡Te la sabes completa! Así que tu vieja memoria fotográfica sigue funcionando. Pero ¿qué pasa con eso? A decir verdad, me siento mucho más tranquilo. Al menos empezamos a entendérnoslas con misterios tangibles. Está claro que esta gente quería ocultar por alguna razón el hecho de que tu preciada señora Carreau estaba en la casa. Ergo, cuando oyeron un coche subiendo hacia la casa esta noche, escondieron a tu preciada joya de sociedad en su habitación. Todas esas historias sobre si tenían miedo de los visitantes desconocidos y demás eran puras monsergas. Lo que ponía nervioso a nuestro anfitrión y a los demás era el miedo a que descubriéramos su presencia aquí. Lo que me pregunto es por qué.

– Te diré el porqué -respondió con calma el inspector-. Lo leí en los periódicos hace tres semanas, cuando salimos de viaje, y tú lo hubieras visto también si te ocuparas lo necesario de enterarte de lo que pasa por el mundo. ¡La señora Carreau se supone que está en Europa!

– ¡Ajá! -dijo, suavemente, Ellery. Sacó un cigarrillo de su cajetilla y se acercó a la mesilla de noche para buscar una cerilla-. Muy interesante, pero ni necesariamente inexplicable. Tenemos un famoso cirujano y tal vez la señora tenga algún problema con su sangre azul, o sus tripas de oro y lo más probable es que no quiera que nadie lo sepa… No, eso no me parece muy plausible… Tiene que ser algo más que eso… Un bonito rompecabezas. ¿Y dices que lloraba? Tal vez la hayan raptado -dijo esperanzado-. Nuestro encantador anfitrión podría haberla secuestrado. ¿Dónde diablos hay una cerilla?

El inspector no se dignó contestar. Se mesaba el bigote, mirando distraídamente la puerta.

Ellery abrió el cajón de la mesilla de noche, y encontró una caja de cerillas. Dio un silbido.

– ¡Caramba! -exclamó-. ¡Vaya previsor que nos ha salido nuestro doctor! Echa una miradita a todo lo que hay en este cajón.

El inspector gruñó.

– Realmente es un hombre de ideas fijas -dijo Ellery, con admiración-. Lo de los juegos debe ser una manía absoluta, como una fobia benigna y no puede pasarse sin tratar de transmitirla a sus invitados. Tenemos todo lo necesario para pasar un fin de semana descansando. Un paquete de cartas sin estrenar, un libro de crucigramas completamente virgen, ¡por Vesta!, un ajedrez, uno de esos libros de preguntas y respuestas y Dios sabe qué más. ¡Y el lápiz está recién afilado! ¡Qué barbaridad! -suspiró, cerró el cajón y encendió su cigarrillo.

– Maravilloso -murmuró el inspector.

– ¿Qué?

El viejo arrancó:

– Estaba pensando en voz alta Sobre la señora esa del balcón, vamos. Una preciosidad, realmente, El. Llorando… -movió la cabeza-. Bueno, no creo que sea un asunto de nuestra incumbencia. Somos un par de metomentodo -echó la cabeza arriba, y la luz dio en sus ojos grises-. Me olvidaba. ¿Encontraste algo afuera? ¿Había algo?

Ellery estaba echado, a propósito, del otro lado de la cama, con los pies cruzados sobre la colcha. Echó una bocanada de humo hacia el techo.

– ¿Te refieres a tu amigo el centollo gigante? -dijo con sorna.

– ¡Sabes más que de sobra a qué me refiero! -gruñó el inspector poniéndose colorado hasta las orejas.

– Pues es bastante problemático -confesó Ellery-. El corredor estaba desierto y todas las puertas cerradas. Ni un ruido. Crucé el vestíbulo haciendo ruido y entré en el cuarto de baño. Y luego salí, sin hacer ruido. No tardé mucho… Por cierto, ¿estás al tanto de las preferencias gastronómicas de los crustáceos?

– Venga, venga… -graznó el inspector-. ¿En qué estás pensando ahora? ¡Siempre tienes que decir las cosas enrevesándolas!

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