Sophie Hannah - No es mi hija
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Sé que no debería discutir. Ya casi es viernes. El viernes empieza la noche del jueves, a medianoche. Caminamos cruzando el prado hacia el río. Me inclino para acariciar la suave mejilla de La Pequeña. No puedo evitar decir con tono petulante:
– Quiero conservar mi bolso de mano, y mis llaves del coche. No quiero que estén en la cocina.
Vivienne suspira.
– Alice, quisiera no tener que plantear este tema…
– ¿Qué? -pregunto, alarmada. ¿Hay algo más que ella y David pretendan quitarme? No me ha quedado nada, aparte del estúpido dictáfono de David que todavía está en el bolsillo de mi pantalón. Lo había olvidado hasta este momento.
– Cuando llegué ayer a casa encontré el cuarto de baño de arriba en lo que únicamente puede describirse como un estado inaceptable -Mi cara comienza a arder con el recuerdo de los acontecimientos de la mañana anterior, pero al mismo tiempo no tengo ni idea de lo que está hablando. Fregué ese cuarto baño de rodillas, hasta sacarle brillo.
– Veo que sabes a lo que me estoy refiriendo -dice Vivienne.
– No. No, yo…
Levanta una mano para detenerme.
– No quiero entrar en detalles sobre el asunto, te lo aseguro. Ya he dicho lo que tenía que decir.
Mi cabeza nada en incredulidad y siento que mis percepciones, mi visión global del mundo, vuelven a tambalearse una vez más. Una urgencia de ser violenta me invade, y me aferro al cochecito hasta que mis nudillos se tornan blancos. No quiero imaginarme qué es lo que Vivienne puede querer decir, pero llego a la conclusión obvia. ¿Cómo podía haberse rebajado tanto David?
– Cuando dejé el cuarto de baño, estaba limpio -susurro, mortificada.
– Alice, las dos sabemos que eso no es verdad -dice Vivienne pacientemente, y por un momento me pregunto si realmente me estaré volviendo loca-. Estás claramente peor de lo que yo suponía. Tienes que admitir que realmente no sabes lo que estás haciendo en este momento. No pareces tener autocontrol.
Trago saliva y asiento, la cabeza me da vueltas. Si acepto que estoy enferma, confiará en mí. Quiere que esté enferma.
– También he encontrado tu móvil en el armario del cuarto de baño, debajo de todas las toallas. ¿Estabas intentando esconderlo?
– No -susurro.
– No te creo -dice Vivienne-. Alice, tienes que enfrentarte a la realidad. Estás enferma. Estás padeciendo un caso extremo de depresión posparto.
Me da una palmada en el hombro.
– No hay nada de qué avergonzarse. Todos necesitamos que se ocupen de nosotros de vez en cuando. Y tienes más suerte que la mayor parte de la gente. Me tienes a mí para cuidarte.
Capítulo 28
9/10/03, 12.00 horas
Charlie y Simon se sentaron juntos en un gran sofá verde que estaba cubierto de lechosas manchas blancas y beige. Estaban en casa de Maunagh y Richard Rae, Richard Fancourt en realidad. La casa de tres pisos semiadosada se hallaba junto a una amplia carretera rodeada de árboles, en Gillingham, Kent. El viaje desde Spilling había sido incómodo, la conversación artificial y cortés, pero por lo menos Charlie no había sido demasiado hostil.
Frente a Simon, en un asiento con un remiendo oscuro y grasiento con forma de cabeza en mitad del respaldo, estaba sentado un muchacho vestido con un uniforme escolar marrón y pantalones negros. Llevaba desordenado el cabello color arena, un bocadillo a medio terminar en la mano, y emanaba un tufillo institucional que a Simon le hacía recordar a Gorse Hill, la escuela secundaria a la que había asistido durante los años setenta y ochenta.
– Mamá y Papá no tardarán ni un minuto -dijo Oliver Rae, cuya escuela había cerrado por la tarde pues la calefacción central se había estropeado. Simon lo miraba masticar el pan grueso, desmigajado, que parecía asquerosamente saludable. El hermanastro de David Fancourt. Tendría ya unos trece años, adivinó Simon. Definitivamente no era un bebé. No era La Pequeña, como Alice había afirmado en su desesperación.
La puerta del salón, que no encajaba correctamente en su marco, chirrió al abrirse, y un enorme labrador negro entró co- rriendo y, ladrando furiosamente, hundió su nariz en la entrepierna de Simon.
– ¡Abajo, Moriarty! ¡Abajo, chico! -gritó Oliver. El perro obedeció a regañadientes. Maunagh Rae entró en la habitación envuelta en una nube de fuerte perfume almizclero. Era una mujer gorda de cabello plateado liso cortado en melena, y la nariz y mejillas salpicadas con pecas. Simon pudo apreciar su parecido con Oliver. Vestía un jersey de cuello alto morado, pantalones negros y zapatos de tacón, y pequeños discretos pendientes de oro y perla. Una mujer con buen gusto, habría dicho su madre.
Su aspecto inteligente fue una sorpresa. Dado el estado de la casa, había esperado a alguien más desaliñado. Estaba acostumbrado a ver casas en estados peores que este, pero por lo general no eran tan grandes. Solían ser viviendas de protección oficial en las que vivían drogadictos, traficantes de drogas y pensionistas. Y perros mucho más flacos que no se llamaban Moriarty.
El salón donde estaban sentados poseía dos grandes ventanas que daban a la calle cuyos bordes superiores remataban en vidrios de color. Los marcos estaban podridos. Cada vez que soplaba el viento los vidrios vibraban. La alfombra era fina y brillante, más bien parecía un brillo marrón sobre el suelo. Sin embargo, las seis pinturas, distribuidas asimétricamente sobre las paredes, parecían ser todas originales, así que los Rae deben haber poseído una buena cantidad de dinero con el que jugar. Simon no podía imaginarse por qué habían decidido gastarlo en enormes lienzos salpicados de manchas coloridas. Suponía que Maunagh o Richard debían haber tenido algún amigo artista en mala racha, y le habían comprado toda esta bazofia por compasión. Las cuatro esquinas donde las paredes se unían al techo estaban ennegrecidas, como si hubieran sido chamuscadas por las llamas.
– Deduzco que le ha costado un buen rato localizar a Richard -dijo Maunagh.
– Porque ha cambiado su nombre -replicó Charlie. Cuando Colin Sellers por fin pudo localizar al padre de David Fancourt, lue muy mordaz acerca de los hombres que adoptan los apellidos de sus mujeres después del matrimonio. Charlie lo llamó bruto neandertal, pero en su fuero interno Simon coincidía con él. La tradición es la tradición.
– Cada vez más hombres lo están haciendo -dijo Maunagh, como si sintiera algo de su desaprobación y necesitara defenderse.
Un hombre, un pequeño gnomo de jardín de hombros encorvados y barba blanca, entró en la habitación arrastrando los pies. Llevaba la chaqueta gris mal abotonada y los cordones de sus zapatos desatados. Inmediatamente el estado de la casa cobró más sentido. Richard Rae se apresuró a estrechar la mano de Charlie y Simon. Mientras les daba la mano a cada uno, se balanceaba hacia atrás y adelante, casi llegando a chocar con la cabeza de Charlie.
– Richard Rae -dijo-. Me alegro de que hayan venido hasta aquí, como le dije por teléfono, no estoy seguro de poder ayudarle.
– ¿Ha visto a Alice Fancourt o sabido algo de ella desde el jueves pasado? -inquirió Charlie. Simon la había escuchado hacerle la misma pregunta por teléfono. Este viaje a Kent probablemente resultaría insustancial.
– No.
– ¿Se ha puesto en contacto con ustedes alguien de forma inusual? ¿Recuerdan algo que haya sucedido en estas últimas semanas, alguien que les haya parecido extraño, alguien merodeando alrededor de la casa?
Los tres Rae sacudieron la cabeza.
– No -contestó Richard-, Nada. Como le dije, nunca conocí a Alice. No sabía que David se hubiese casado otra vez.
– ¿Entonces, usted sabía de su primer matrimonio?
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