Sophie Hannah - No es mi hija

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No es mi hija es la historia de una mujer, Alice, que sale a dar un paseo poco después de haber dado a luz a su hija Florence. Al regresar, descubre que el bebé que está en la cuna no es su hija, a pesar de que su marido insiste en que está equivocada. A partir de ese momento empieza la agónica pesadilla de Alice para conseguir que alguien la crea y descubrir qué ha pasado con su bebé.

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Vivienne está cambiando las sábanas de la cuna, observándome pero sin mirarme para comprobar que me estoy comportando apropiadamente. De vez en cuando La Pequeña me lanza una mirada; su expresión es atenta y seria. Los expertos dicen que los recién nacidos no se pueden concentrar hasta que tienen aproximadamente seis semanas, pero no lo creo. Creo que depende de lo inteligente que sea el bebé. Vivienne estaría de acuerdo conmigo. Le encanta contar la historia de su propio nacimiento, de la comadrona que le dijo a su madre «Oh, oh, esta ya ha estado aquí antes». No puedo imaginar a Vivienne pareciendo o estando completamente concentrada, incluso aun siendo bebé.

La Pequeña aparta el biberón. Se agita en mis rodillas. Su boca se tuerce como si fuese a llorar, aunque no emite ningún sonido.

Después de terminar de arreglar la cuna, Vivienne abre de par en par las puertas del armario de Florence. Empieza a vaciar las pilas de ropa en una bolsa grande. Miro como caen allí dentro el mono de Bear Hug, el pijama con corazones rosados, el vestido de terciopelo rojo. Una por una Vivienne va quitando las prendas de sus perchas. Es la imagen más brutal que he visto jamás, y me estremezco.

– ¿Qué estás haciendo?

– Voy a guardar las cosas de Florence en el ático -dice Vivienne-, Pensé evitarte el trabajo. Verlas aquí solamente te hace daño. -Sonríe compasivamente. Una náusea se remueve dentro de mí. Sin saber todavía dónde está Florence o qué le ha pasado, Vivienne está deseosa de vaciar su armario como si ya no existiese. -David me ha hecho suponer que no querrías que el bebé use la ropa de Florence -añade siguiendo con su razonamiento.

– No. Para nada -no puedo evitar el tono de rabia en mi voz-. La Pequeña tiene que ponerse algo. Solo dije eso al principio porque me contrarié. Me impactó verla con el mono de Florence, eso es todo.

Vivienne suspira.

– Compraré algunas prendas de segunda mano de una tienda de caridad en la ciudad. La Pequeña, como tú y David insistís en llamarla, puede llevar esas. Lamento si parezco cruel, pero esta ropa le pertenece a mi nieta.

Tengo que morderme los labios para ahogar el grito que llena mi boca.

La Pequeña empieza a llorar. Al principio es un gemido pero aumenta hasta convertirse en un lamento agudo. Su cara se enrojece. Nunca antes la he visto así y me asusto. ¿Qué le pasa? ¿Qué está sucediendo?

Vivienne levanta la mirada hacia nosotras, se mantiene imperturbable.

– Los bebés lloran, Alice. Eso es lo que hacen. Si no puedes afrontarlo, no deberías haber tenido uno-. Se gira hacia el armario. Apoyo a La Pequeña sobre mi hombro e intento calmarla dándole palmaditas en la espalda, pero solamente aúlla más fuerte. Su malestar me aflige tanto que también me echo a llorar.

David aparece en la puerta.

– ¿Qué le has hecho? -me grita-. Dámela.

Vivienne le permite que me la arrebate de las manos. Él estrecha su pequeño cuerpecito contra sí. Sus mejillas se apretujan contra su hombro y se calma inmediatamente, contenta. Sus párpados se deslizan hasta quedar cerrados. Juntos forman una imagen perfecta de padre e hija y abandonan la habitación. Oigo a David que murmura:

– Ya, ya… mi pequeño angelito. Ahora estás mejor, ¿verdad?, ahora que Papá está aquí.

Me limpio el rostro con el trozo de muselina que tengo en la mano, el que le colocaba bajo la barbilla para atrapar las gotas de leche que resbalaban. Vivienne se detiene a mi lado, con las manos en la cadera.

– El llanto es la única forma en la que los bebés se pueden comunicar. Por eso lloran tanto. Porque no se pueden controlar -hace una pausa para asegurarse de que he entendido el mensaje por completo. Entonces -dice-, sabes que desapruebo la incontinencia emocional. Estos son momentos difíciles para todos nosotros, pero tienes que intentar mantener la compostura.

Mi alma y mi ego se destruyen pedazo a pedazo.

– Por más que digas, puedo ver que estás muy unida a… La Pequeña.

– Es solo un pequeño bebé. Eso no significa que esté intentando fingir que es Florence o que sustituya a Florence. Vivienne ¡estoy tan cuerda como tú! -Vivienne parece dudar-. La policía no ha dicho nada sobre ningún bebé que hayan… ya sabes… encontrado. Estoy segura de que recuperaremos a Florence. Debes saber que es lo único que quiero. Y que La Pequeña se pueda reunir con su madre, quienquiera que sea.

– Tengo que ir a recoger a Félix a la escuela. ¿Crees que podrás arreglártelas sin mí durante una hora más o menos?

Asiento.

– Bien. Le diré a David que te prepare algo de comer. Supongo que no has comido hoy. Empiezas a verte demacrada.

Mi garganta se cierra, me falta la respiración. Sé que mi estómago protestará violentamente contra cualquier cosa que no sea agua. Observo en silencio a Vivienne salir de la habitación.

Sola otra vez. Me siento y lloro un rato, no sé cuánto tiempo. Mis lágrimas se agotan. Me siento hueca, como si tuviese un gran vacío. Debo recordarme a mí misma pensar, moverme, seguir existiendo. No habría imaginado, si alguien me hubiese preguntado antes de que todo esto sucediese, que me desmoronaría tan rápidamente. Ha pasado menos de una semana.

Sé que debo bajar si Vivienne le ha dicho a David que me prepare algo de comer. Estoy a punto de hacerlo, y entonces recuerdo que todavía tengo el dictáfono de David en el bolsillo de mi pantalón. Escuché la cinta en el cuarto de baño hace un rato, y no contenía nada de importancia, solo una carta de negocios que David había dictado.

No soy capaz de entrar en su estudio. Es inconcebible para mí que alguna vez haya sido lo bastante valiente para hacerlo. En cambio, pondré el dictáfono en el armario de David dentro del bolsillo de algún pantalón que no haya usado durante mucho tiempo. Me siento delante del espejo de la cómoda y me cepillo el cabello, no porque me importe mi aspecto sino porque es algo que solía hacer todos los días antes de que mi vida se arruinase.

Bajo las escaleras tropezando ocasionalmente por el camino. Siento mi cerebro nebuloso y desvaído, como si se estuviera descomponiendo lentamente. La niebla mental se quiebra de vez en cuando por un pensamiento coherente. Uno de esos pensamientos me dice que es mejor buscar a David que esperar que aparezca. Si siente algo de rencor hacia mí, preferiría enfrentarme a él enseguida, terminar con el asunto de una vez.

Lo encuentro en la cocina con La Pequeña, quien está tendida junto a la puerta en el colchoncillo cambiador de Barnaby Bear, moviendo las piernas enérgicamente. Se escucha de fondo Radio Tres, o quizás sea FM Clásica. Esas son las dos únicas emisoras que David escucha. Hay humo en la habitación, está llena de olor a carne frita. Intento no tener arcadas. Con voz suave, David recita: huevos fritos, tocino, salchichas, alubias, setas, tomates, picatostes.

– ¿Qué?

– Las personas civilizadas dicen: «¿perdón?». Este es el menú. No desayunaste, así que pensé que podrías hacerlo ahora. Lo siento, ¿preferirías algo más? ¿Salmón ahumado? ¿Caviar?

– No tengo hambre -digo.

– Mamá me dijo que te cocinara algo, así que lo estoy haciendo.

Me doy cuenta de que mi bolso, las llaves del coche y el teléfono están en la mesa debajo de la ventana; Vivienne dijo que los pondría allí. Tan eficiente como siempre.

– Está listo -dice David-, Incluso te he enfriado el plato.

Le doy las gracias. Su cara se crispa de irritación. Es una tarea desagradable la de intentar imaginar los pensamientos de un sádico, pero me obligo a hacerlo y me pregunto si él preferiría que fuese desafiante, por lo menos al principio. De esa manera él podría ver mi espíritu quebrarse frente a su crueldad. Quizás eso sea lo que le excita secretamente.

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