Sophie Hannah - No es mi hija

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No es mi hija es la historia de una mujer, Alice, que sale a dar un paseo poco después de haber dado a luz a su hija Florence. Al regresar, descubre que el bebé que está en la cuna no es su hija, a pesar de que su marido insiste en que está equivocada. A partir de ese momento empieza la agónica pesadilla de Alice para conseguir que alguien la crea y descubrir qué ha pasado con su bebé.

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– ¿Por qué David Fancourt habría querido matar a Laura? -preguntó Simon, esperando que repitiera su propia teoría.

Roger Cryer lo miró con curiosidad, como si esa pregunta condujera a otras más fundamentales. Preguntas sobre la competencia del cid Culver Valley, pensó Simon amargamente. Sí, la respuesta era obvia, por supuesto, para todos menos para Proust, Charlie, Sellers, Gibbs y el resto.

– La custodia de Felix -dijo Roger Cryer-, Y venganza, por el daño que le había causado. Laura lo había dejado. No lo tomó muy bien. Creo que perdió un poco el control.

Simon anotó esto en su libreta. No exactamente la versión de los acontecimientos que Vivienne y David Fancourt habían dado a Charlie. ¿Qué había dicho ella en la reunión de equipo? «Él la encontraba físicamente repelente y aburrida. Estaba aliviado por librarse de ella». Así era, palabra para la palabra. La memoria de Simon era más fiable que la de Roger Cryer o David Fancourt. Una discrepancia, entonces.

– ¿Cómo sabe que perdió el control?

– Vivienne Fancourt nos lo dijo, la madre de David. Ella hacía todo lo que podía para persuadir a Laura de darle otra oportunidad al matrimonio. Incluso vino aquí para hablar con nosotros, para ver si la podíamos persuadir. Ella y Laura no se gustaban, nunca lo hicieron. ¿Por qué mostraba tanto entusiasmo persuadir a Laura de que probara otra vez, a menos que fuera por interés de David? Veía cuán devastado estaba y, como cualquier madre, hizo lo que pudo para ayudarlo. No funcionó. Laura siempre había sido una persona con mucha determinación. Una vez que decidía algo, no había nada que la hiciera cambiar de opinión.

– Aquí estoy. -Maggie Cryer volvía con un jarro azul pequeño. Empezaba a servir el té, tres tazas, aunque Simon la había rechazado.

Su marido parecía como si estuviera luchando contra el afán de decir algo más. No había pasado mucho tiempo antes de que perdiera la pelea. Venganza, -asintió. -Es el estilo de David. Había problemas para que Maggie y yo viéramos a Felix, después de que Laura muriera -dijo.

– Oh, Roger, detente, por favor. ¿Qué provecho traerá?

– ¿Sabe cuándo fue la última vez que vi a Felix? Hace dos años. Ya no pensemos en ello. Fingimos que no tenemos nieto. Felix es incluso el único que tenemos. Pero al final nos estaba destrozando. Todo cambió durante la noche, después de que Laura murió. Literalmente, durante la noche. Cambiaron su nombre de Felix Cryer por Felix Fancourt, lo sacaron de la guardería que él adoraba, donde era realmente feliz, realmente integrado, y lo dejaron caer en ese maldito ridículo instituto elitista. ¡Era como si David y Vivienne estuvieran intentando transformar a Felix en otra persona! Se nos permitía verlo solo una vez cada tantos meses, un par de horas por vez. Y no se nos permitía verlo solos. Vivienne estaba siempre con él, escoltándolo. Sintiendo pena por nosotros. -Su cara se ponía más cada vez roja mientras hablaba. Su mujer había cerrado los ojos y estaba esperando a que terminara. Su tiesa postura sugería que estaba protegiéndose de sus palabras.

Simon se sentía cada vez más perplejo a medida que escuchaba. Según Charlie, Vivienne Fancourt había dicho eso mismo sobre Laura Cryer, que había intentado mantener a Felix lejos de la familia de David, que no les había permitido verlo sin supervisión. ¿Era posible que David hubiera hecho lo mismo a los padres de Laura después de la muerte de su mujer? ¿Lo veía como una batalla entre los Cryers y los Fancourts, con Felix corno premio?

– Intentamos hablar con David, incluso tratamos de suplicarle -Roger Cryer continuó-. Pero está hecho de piedra, ese hombre. Cualquier cosa que pedíamos, él decía no. Y no decía por qué.

– Usted dijo que Vivienne Fancourt parecía sentir pena por ustedes do -dijo Simon-, ¿Qué quiso decir?

Maggie Cryer sacudió su cabeza, como si hablar al respecto estuviera más allá de sus posibilidades.

– Ella sabía que queríamos ver más a Felix y que David no nos dejaba -dijo Roger-, Era obvio que ella se compadecía de nosotros. Seguía diciendo cuán duro debía ser para nosotros, y lo era, pero decirlo sólo lo hacía más duro. Especialmente cuando no podía dejar de hablar de todas las cosas que ella y Felix hacían juntos.

– Es por eso que me di por vencida -susurró Maggie. Sus manos temblaban. Simon se dio cuenta de que estaban cubiertas de manchas cafés-. Porque ver a Felix significaba verla a ella y… -se estremeció-, solía ponerme enferma, a veces durante días después de las visitas. El colmo fue cuando Felix comenzó a llamarla mamá. No pude hacer más nada después de eso.

– Ella era jodidamente insensible sobre eso, también -dijo Roger Cryer, dando palmaditas al delgado brazo de su mujer-. Casi al mismo tiempo, nos dijo que esa mañana había tenido que recordarle a Felix quiénes éramos. Se había olvidado de nosotros por no habernos visto en tantos meses. Se daba cuenta de lo mala que estaba siendo y se disculpaba, pero, es decir, no había ninguna necesidad de que nos dijera eso, ¿no?-. De herirnos. Y nunca podríamos demostrar que estaba siendo deliberadamente desagradable.

– ¿Pero usted cree que lo era? -Simon estaba confundido.

– Por supuesto. Si uno dice algo nocivo por error, se asegura de nunca hacerlo otra vez, ¿no? Uno no sigue diciendo la misma cosa, a la misma persona, o a la gente. Cuando una señora lista como Vivienne Fancourt hace comentarios nocivos una y otra vez, lo hace intencionadamente.

Simon miraba las manos de Maggie Cryer. Estaban apretadas, sólo se veían dos diminutos nudos en su regazo.

Capítulo 25

Miércoles, 1 de octubre de 2003

El baño está inmaculado. Nadie lo sabría nunca. Nadie lo sabrá nunca. Convencida de que no puedo hacer que la bañera brille más, me ducho, restregando vigorosamente cada uno de los centímetros de mi cuerpo, preguntándome si me sentiré limpia otra vez.

Me envuelvo con dos toallas de baño grandes y me apresuro al dormitorio. Mi armario no está cerrado, y la llave está en la puerta. Elijo un atuendo: pantalones holgados y un jersey.

Éstos me cabrán perfectamente. Me odio por el agradecimiento patético que siento. La mayor parte de la gente da por hecho que podrá elegir su propia ropa. No hay nada que pueda detenerme de salir por la puerta delantera de Los Olmos y no volver más. Nada excepto la amenaza de David: «Podría tomar medidas para asegurarme que nunca veas a Florence otra vez».

El teléfono suena, haciéndome saltar. Estoy segura de que es Vivienne, llamando para controlarme. Me pregunto si debería responder, hasta que escucho la voz de David abajo. Al principio él habla muy bajo para que yo no escuche nada. Cuando alza la voz, percibo que parece disgustado, mucho más interesado en comunicar su propia opinión que en tratar de estimar la opinión de aquel con el cual está hablando. No puede ser Vivienne.

Le escucho decir:

– Exactamente, a chicos adolescentes, y garantizo, les encantará. No. No, porque esa no es la forma en que lo comercializaría- mos. No, no puedo el viernes. Porque no puedo, ¿está bien? Bien, ¿qué hay de malo en hablar de ello ahora mismo?

Russell. El socio de negocios de David.

Tengo una oportunidad. El pensamiento me paraliza. David estará al teléfono durante al menos quince minutos. Sus conversaciones con Russell nunca son cortas, especialmente cuando hay un tema en disputa. Nunca me ha dicho por qué discuten.

Voy al dormitorio de Vivienne de puntillas y abro la puerta. La cama está hecha, como siempre. No hay un pliegue en el edredón de color lila. Cuatro fotografías de Felix se encuentran en el tocador, dos de él con Vivienne. La habitación huele a la crema que se pone en la cara todas las noches. Veo sus abombadas blancas y bordadas zapatillas chinas bajo la cama, dispuestas pulcramente una junto a la otra, exactamente como lo estarían si estuviera dentro ellas. Me estremezco, como a la espera de que se empiecen a mover hacia mí.

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