Sophie Hannah - No es mi hija
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Dijo lo mismo cuando le conté sobre los problemas que tenía para aceptar la muerte de mis padres-. No luches contra tu aflicción -dijo-. Abrázala. Hazte amiga de ella. Dale la bienvenida en tu vida. Invítala a quedarse mientras quiera. Al final se volverá manejable. Ha sido el mejor consejo que me habían dado. Funcionaba, exactamente como Vivienne había dicho.
– Hoy me llevaré al bebé -dice. -Llevaremos a Felix a la escuela, después iremos de compras.
– No quieres dejarla sola conmigo y con David, ¿verdad? No confías en ninguno de nosotros.
– A los bebés les gusta un poco de aire fresco -dice Vivienne firmemente-. Es bueno para ellos. Y un baño te vendrá bien. Realmente es importante, sabes, limpiarte, ponerte alguna ropa bonita. No hará que tus problemas desaparezcan, pero te hará sentir más humana. Si te sientes bastante fuerte, ya está. No quiero que te esfuerces demasiado si no estás preparada.
Creo que Vivienne quiere que la quiera. Más que eso, lo considera un derecho. No recuerda que me encerró en la habitación del bebé o que está socavando mi sentido de la realidad tratándome como una inválida, sólo piensa en todas las cosas suaves y útiles que me ha hecho a lo largo de los años.
Me doy la vuelta, lejos de ella. Ahora que entiendo esta nueva compasión, me siento como una tonta. Vivienne quiere que esté enferma, por supuesto. Su resultado preferido sería que Florence no estuviera perdida, mejor que fuera mi mente, que estuviera severamente perturbada. Pienso en la bien intencionada Dra. Allen, que creía que yo quería que La Pequeña estuviera enferma.
– Bien, entonces descansa. -Vivienne está decidida a que mi comportamiento insensible no llegue hasta ella. Se encorva, besa mi mejilla. -Adiós, querida. Te veré después.
Cierro mis ojos, empiezo a contar mentalmente. Vivienne lleva a La Pequeña a un paseo de compras. Todo el mundo puede ir y venir como le plazca menos yo. ¿Qué pasaría si yo dijera, como acaba de hacerlo Vivienne, «Hoy me llevaré al bebé». Me detendría, por supuesto.
Cuando oigo el ruido sordo de la puerta de entrada, y, unos segundos más tarde, el motor del coche de Vivienne, abro mis ojos y miro el reloj. Son las ocho menos cuarto. Se ha ido. Salgo de la cama y tropiezo con el rellano, sintiéndome como si no hubiera caminado durante años. Froto mis dedos desnudos contra la lana aterciopelada de la moqueta de color de piedra y miro hacia el largo pasillo, las filas de puertas blancas en cada lado. Me siento como una persona en un sueño, un sueño donde cada puerta conducirá a una habitación que tiene un propósito claro, distinto de lodos los otros, y a un resultado radicalmente diferente. ¿Por qué la casa está tan silenciosa? ¿Dónde está David? La puerta de la habitación de Florence está abierta. Sopeso mi necesidad de ir al baño contra la posibilidad de entrar en la habitación de mi hija sin ser observada o controlada.
Gana la segunda opción.
Entro prudentemente, como si estuviera invadiendo un territorio prohibido, y dirijo mis pasos hacia la cama vacía. Me inclino e inhalo el perfume de bebé recién nacido, ese olor precioso, fresco. Tiro de la cuerda que cuelga del sol que sonríe encima de la cuna, y empieza a sonar En algún lugar sobre el arco iris. Mi corazón da vueltas. Todo lo que puedo hacer es esperar que Florence no esté sufriendo en ningún sitio como lo estoy haciendo yo.
Abro las puertas del armario empotrado y acaricio las pilas de su ropa recién lavada, los pliegues rosa y amarillo y blanco, el manto de lana y vellón tan suave como imagino que sean las nubes. Una visión tan optimista y alegre debería hacerme feliz pero, en ausencia de Florence, tiene el efecto opuesto.
Cierro las puertas de armario, rígida por el dolor. Debería irme. Estar aquí sólo me hace sentir peor, pero de algún modo, a pesar de mi creciente necesidad de ir al cuarto de baño, no soy capaz de irme. Esta habitación es evidencia de que tengo una hija querida. Me conecta con Florence. Me siento en la silla mecedora en la esquina, donde una vez estúpidamente imaginé que dedicaría muchas horas a amamantarla, coger y acariciar a Monty, el conejo mimoso de Florence con orejas largas y blandas. La ansiedad por mi bebé hormiguea en todas mis terminaciones nerviosas.
Al final, la incomodidad física me obliga a moverme. Me aseguro de dejar la puerta abierta en el ángulo correcto, exactamente como la encontré. Entonces se me ocurre que nadie haya dicho explícitamente que no se me permite estar aquí. ¿Me estoy volviendo paranoica?
– ¡Hola! -grito desde el rellano-. ¿David? -No hay respuesta. El pánico me embarga. Se han ido todos para siempre. Estoy sola. He estado siempre sola.
– ¿David? -llamo otra vez, más fuerte.
No está en el cuarto de baño. Estoy a punto de levantar la tapa del lavabo cuando me doy cuenta de que la bañera ya está llena. Sin burbujas ni aceite, solo agua. Tanto Vivienne como yo añadimos cosas perfumadas en botellas a nuestra agua del baño, aunque las que ella añade son considerablemente más caras que las mías. Esta bañera solía ser mi favorita. Es uno de esmalte grande, antiguo, blanco crema, como el color de los dientes sanos. Dos personas pueden caber en él fácilmente. David y yo lo hacemos ocasionalmente, cuando está garantizado que Vivienne estará fuera por lo menos una hora. Lo hacíamos, me corrijo.
Frunzo el ceño, perpleja. Nunca he sabido que David tomara un baño y después no lo vaciara y enjuagara la bañera. Vivienne lo consideraría corno el epítome de las malas maneras. Toco el agua con mi mano. Está fría. Después me doy cuenta de que también está completamente clara. Ningún jabón la ha tocado, estoy segura de eso. ¿Por qué David tomaría un baño, no usaría jabón, y después dejaría el agua dentro?
Siento un fuerte ruido detrás de mí. Grito y giro. David me sonríe. Ha dado un portazo y está apoyado contra la puerta con sus manos en los bolsillos de sus téjanos. Veo por la expresión de su cara que he caído directamente en su trampa. Debe haber estado esperando un tiempo detrás de la puerta para tenderme ima emboscada.
– Buen día, querida -dice sarcàsticamente-. Te he preparado un baño.
Estoy asustada. Hay una despreocupación grotesca en su cruel dad que ha reemplazado la amargura que tenía los días anteriores. Signifique lo que esto signifique, tiene que ser malo. O se preocupa por mí menos que nunca, o ha descubierto, de manera accidental, que el sadismo desesperado surgido de su miseria y confusión es algo que le gusta.
– Déjame sola -digo-. No me lastimes.
– No me lastimes -Me imita-. ¡Encantador! Todo lo que he hecho es prepararte un baño, para que puedas tener una inmersión agradable, larga, relajante.
– Está congelada.
– Entra en la bañera, Alice. -Su voz es amenazadora.
– ¡No! Necesito ir al baño. -Me doy cuenta, mientras hablo, de lo urgente que es esta necesidad.
– Yo no estoy deteniéndote.
– No iré mientras estés aquí. Vete, déjame sola.
David se queda donde está. Nos miramos. Mis ojos están totalmente secos, mi mente entumecida y vacía.
– ¿Bien? -dice David-. Continúa, entonces.
– ¡Vete a la mierda! -Es todo lo que puedo pensar.
– Oh, muy femenino.
No tengo opciones, ya que no soy lo bastante fuerte como para expulsarlo de la habitación. El contenido de mis intestinos se han convertido en agua. Empiezo a caminar hacia el lavabo. David se mueve sorprendentemente deprisa. Salta delante de mí, deteniendo mi avance.
– Lo siento- dice-. Tuviste tu oportunidad.
– ¿Qué? No puedo creer que su comportamiento sea espontáneo. Debe haber planeado todas las fases de este horror, todas las palabras. Nadie podría improvisar tal abuso.
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